Asunción, comentaban los viajeros, es una ciudad maldita. Yo no lo podía creer hasta que estuve allí. Es una ciudad que desde el día mismo de su fundación vive constantemente asediada por sus dioses lares –aunque en realidad son demonios–. Su destino está sellado con un eterno castigo provocado por la pretensión de querer sobrevivir a pesar de todo. Este pecado la condena a sufrir la angustia de subsistir al borde de la muerte, pero sin poder morir nunca. Sus habitantes, para purgar la infamia y obtener sosiego, están obligados a pagar tributo con la sangre de sus jóvenes. Por esta razón, todos los asuncenos en edad de procrear –según lo establecen sagrados mandatos– están obligados a copular religiosamente cada noche para evitar la extinción, so pena de quedar la ciudad deshabitada.
Para evitar mayores infamias, Asunción, la ciudad maldita –no en vano lleva nombre de mujer–, debió mantenerse oculta dentro de aquella naturaleza prodigiosa que la vio nacer. Es así como la ciudad se volvió invisible al mundo o, al menos, así lo creyeron los lugareños. Por ello es casi imposible divisar la ciudad a simple vista, pues se halla sumergida bajo una aplastante vegetación. Sin embargo, a pesar de las estrictas normas que impiden que las casas superen el límite superior de la sofocante maraña, existen algunos edificios que, desafiando la regla, sobresalen y se exponen al brillante cielo azul que enseñorea sobre la ciudad.
Ocurre que en Asunción existe una Ley suprema, que obliga a la desobediencia de toda reglamentación. Aquel que no la cumple corre el riesgo de sufrir el menosprecio de sus congéneres. Es así como, por todos lados, pero sobre todo en las calles, se puede observar una gran cantidad de señales indicadoras, que están a la espera de la sistemática transgresión; y los asunceños se empeñan en cumplir, ya que son muy respetuosos de la Ley. Al llegar me di cuenta de que todos ponían mucho empeño en ser buenos contraventores. Pero el cumplimiento de las reglas es altamente arriesgado, y fácilmente puede degenerar en caos incontrolable. Por esta razón, y enfrentándose a la esquizofrenia autodestructiva, los ciudadanos fácilmente pasan de la obediencia a la desobediencia, aunque siempre lo hacen con gran entusiasmo y convicción. Con ello manifiestan un pragmatismo sorprendente y de elevado oportunismo.
Siete corredores demoníacos conectan la periferia con el infierno central de la vieja ciudad. Las otras calles –cercenadas por ilustres ciudadanos para poder construir sus viviendas– se cortan constantemente, con lo cual la trama ortogonal adquiere un rasgo inextricable y tortuoso. Es por ello que en Asunción el desplazamiento se realiza de manera zigzagueante, y de este modo se protege a ciudadanos de segura muerte, pues ella abunda en los diabólicos corredores. Artigas, España, Mcal. López, Eusebio Ayala, Fernando de la Mora, José F. Bogado y Carlos A. López son los siete longilíneos escenarios del sacrificio, sacros altares, volatilizados en humaredas de azufre y alquitrán. Allí, taumaturgos de la alta velocidad, instalados sobre chirriantes vehículos humeantes, convocan a sus víctimas al cotidiano holocausto.
Pero aunque esto parezca trágico, los lugareños no protestan, muy por el contrario. Con sabiduría y hasta con un dejo de ironía, los asunceños siempre se sonríen. Cuando intenté acercarme a ellos encontré el eco suave de sus palabras. Observé con asombro que su vocabulario no posee la palabra no; por esta razón, ante cualquier pregunta, sus respuestas son siempre positivas. Esto trae un enorme desconcierto a los desprevenidos forasteros.
Como la ciudad es invisible, sus habitantes perdieron la costumbre de abrir los ojos y, como compensación, lograron desarrollar un refinado sentido del olfato, lo cual les permite ubicarse en el espacio y en el tiempo. No existen planos de la ciudad, y menos aún calendarios –tampoco les harían caso–, pero gracias a la floración anual de sus variados árboles, con solo aspirar el aire saben exactamente la fecha en que se encuentran. Las calles no tienen nombres escritos en los carteles –recordemos que el atrofiado sentido visual de estos hombres no les estimula el hábito de la lectura–; sin embargo, valiéndose del olfato, desarrollan una notable destreza para ubicarse en la ciudad por medio de las fragancias del extenso florilegio aromático que con el tiempo llegó a transformarse aquello que en un principio fue cuadrícula urbana.
Ya desde sus inicios como ciudad, la humedad y la transpiración de sus moradores fueron definiéndose como rasgos de identidad de cada uno de sus habitantes; aunque no siempre fue así. Cada tanto, desde el norte llega un seco y tórrido viento, y Asunción se sume en pánico. Todas las ventanas son selladas, mientras la gente se acurruca en las penumbras de sus habitaciones. Es el viento magnetizado que consterna a la población, y lo temen y lo llaman “viento loco”. Es cuando las fragancias se confunden, y la ciudad desorientada se vuelve caos. Montado sobre el silbido del viento norte, un silencio letal va recorriendo las calles, y los árboles se inclinan hasta rozar el suelo. En esta hora aciaga, alguien, ya sin fuerzas y con el agobio a cuestas, abre una puerta, se asoma al tráfago de aquel infierno, y exhala un ¡Ay! como adiós. Ineludible ofrenda de vida sesgada ante los altares teñidos de lacre humana. Una vez más, la ciudad ha cobrado su tributo en redentora inmolación. La población se santigua agradecida. Una vez más, el rito ha sido consumado.
Aníbal Cardozo, cuando florecían los lapachos amarillos del 97.
Es este un relato escrito en el modo en que Ítalo Calvino describió a sus Ciudades Invisibles. Asunción del Paraguay, en la fábula de los sueños y pesadillas es un relato de otra ciudad, una mítica y legendaria Asunción, la de los ensueños y las pesadillas.
La imagen de portada es Asunción, Paraguay by Arcadiuš vía Flickr
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