Salí sofocada.
Asistí no hace más de tres meses a una mesa redonda en la que -después de una presentación de Francesc Muñoz- Jordi Tresserras Juan, Saida Paloy, Octavi Rofes y Salvador Anton exponían sus puntos de vista sobre el Turismo global y la ‘ciudad souvenir’.
Revisitando la pasada noche “Las ciudades invisibles”, libro en el que Italo Calvino relata el viaje de Marco Polo por diversas ciudades imaginadas, recordé esa conferencia. E imaginé una ciudad hecha solo, para y por el turismo. Una ciudad sin habitantes reales, ni historias espontáneas o circulaciones casuales. Una ciudad en la que hasta el último movimiento estuviera pensado para el visitante. Ficticia hasta el engaño. Hecha para rellenar postales de increíbles anécdotas de las que nunca se sospecharía su artificio. Decorada para sorprender con estampas fotografiables que serían la envidia de Robert Doisneau o Eugène Atget. Construida de rocambolescas y novelescas historias nocturnas que harían las delicias de oídos prestos a escuchar. Diseñada para que cada turista global pudiera encontrar su lugar local.
Aquí, yo, turista, fui único. Esta historia, este paisaje, esta fotografía, este momento fueron solo míos.
La diferencia, la anécdota, la aventura, lo increíble –que son pastel codiciado por turistas y visitantes- al alcance de todos. Nunca más el viaje insípido sin poco que contar.
Esta sería una ciudad de planeamiento urbanístico en constante transformación.
Un número incuantificable de actores, decoradores, iluminadores, animadores, diseñadores, guionistas, pensadores trabajando al unísono con un objetivo común: convertir en creíble una ciudad inventada.
¿Por qué no?
¿Cómo vivir y gestionar las ciudades en la era del turismo global?, se preguntaba Francesc Muñoz en la mesa redonda antes citada. Quizás aquí tuviéramos la respuesta: la ciudad artificial.
Al fin y al cabo, muchas de nuestras ciudades no están tan alejadas de esta “utopía o ilusión turística”. Tan solo habría que pulir ciertas localizaciones y erradicar el problema mayor: el habitante. Una molestia para el turista, los políticos, los hoteles, las cámaras fotográficas, las oficinas de turismo… El habitante que, como dicen políticos y hoteleros, olvidando que él también fue y es turista en país ajeno, se queja, reivindica, reclama su espacio público, su densidad urbana natural, su ciudad en propiedad.
¿Qué parte de “verdad” tiene el habitante que reclama?
¿Qué parte de lógica de lo inevitable tienen políticos y empresas del turismo?
¿Debe el habitante someterse a una densidad irreal de ciertas partes de su ciudad, a la manipulación de los espacios públicos, a la permisividad de los organismos públicos frente al turismo, a la pérdida de lo local frente a lo global, a la museificación de sus cascos viejos, a la alienación de sus negocios?
Volviendo a la mesa redonda…, salí sofocada. Ya lo dije. Con el extraño sentimiento de haber asistido a unas ponencias que entre caricias y algodones y sin obviar lo crítico del turismo, trataban de contarme que el proceso de turistificación de mis ciudades era natural e inevitable. Que lo mejor que podía hacer era buscar una buena postura y someterme con acatada actitud.
Quizás. Por supuesto, cuando los resultados se enumeran en cifras, tú eres el idílico perdedor. No hay argumento que valga.
Contaba Jordi Tresserras que en París un 38% de los habitantes padecen turismofobia. Se preguntaba Octavi Rofes: ¿cuando viajamos conseguimos ser “viajeros” o hagamos los que hagamos no dejamos de ser “turistas”?, y con ello se articulaba la pregunta del significante de cada una de estas palabras. Hablaba Salvador Anton de cómo los destinos turísticos no guardan relación directa con la calidad del destino sino con las expectativas que el turista se ha hecho de él en función de las campañas turísticas desarrolladas, el boca a boca o el fácil acceso a los vuelos de bajo coste. Y nos explicaba –entre otras cosas- Sandra Palou que quien se inventa la idea de ciudad histórica no lo hace nunca inocentemente.
Surgen muchas dudas. Aparecen de nuevo las ciudades inventadas como posibilidad.
¿Única solución?
¿Y la educación al turismo?
¿Y la educación sobre la “mercancía e imagen” que ofrecemos?
¿Realmente todos los viajeros son iguales?
Y una frase lúcida de Salvador Anton que apunta que la participación ciudadana está en nuestra cotidianidad y nuestra propia decisión soberana de acción sobre este hecho que es el turismo: “yo, a mi hotel, no iría nunca”, le contó un hotelero.
De nuestras decisiones dependen también las construcciones de nuestras ciudades, las construcciones de “nuestro turismo futuro”.
Si no estamos atentos, el turismo carnívoro nos devorará.
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