Durante los siglos XVI y XVII los reyes castellanos recurrieron de manera frecuente a la venalidad de cargos públicos de los órganos de gobierno de la monarquía como medio habitual para la obtención de ingresos con los que hacer frente a los elevados gastos de la hacienda regia. Mediante estas operaciones los empleos pasaban a ser propiedad particular, pudiendo ser desempeñados de manera directa por los propios compradores, o por otras personas en calidad de tenientes de los anteriores. Igualmente, podían ser arrendados a cambio de ciertas cantidades de dinero, trasmitidos a sus sucesores o enajenados a favor de terceras personas, creándose un mercado paralelo de tráfico de oficios entre particulares. El ejercicio de cargos públicos proporcionaba prestigio, honor y grandes posibilidades de enriquecimiento, constituyendo uno de los mecanismos de ascenso social más importantes de la época, hecho que explica el amplio refrendo que encontraron en el mercado.

Este fenómeno afectó a buena parte de los ayuntamientos de los pueblos y ciudades de Castilla y, de manera particular, a los reinos andaluces por su elevado volumen demográfico y nivel de urbanización. Las ventas alcanzaron elevadas proporciones en las grandes urbes como Sevilla, Córdoba o Granada, así como en las ciudades medias como Antequera, Carmona, Écija o Guadix. También incidió sobre importantes instituciones como la Real Chancillería de Granada, la Casa de Contratación o la Casa de la Moneda en Sevilla.  

La secuencia de las alienaciones guarda una estrecha relación con los momentos de máxima necesidad económica de la monarquía. En un principio afectó de manera mayoritaria a los regimientos, juraderías y  a las escribanías de los cabildos y numerarias, ampliándose con posterioridad a otros oficios e instituciones. Las primeras operaciones se llevaron a cabo durante el reinado del Emperador, concretamente en 1542, momento en el que se sacaron a subasta decenas de cargos de cada una las principales ciudades castellanas, los cuales tuvieron una excelente aceptación entre los interesados. El ritmo de las ventas se intensificó a la llegada al trono de Felipe II como consecuencia del incremento de los gastos de la monarquía. Además de los oficios antes mencionados, se enajenaron otros como los fielazgos y las procuradurías. Hacia 1581 las ventas se hicieron extensibles a las villas pertenecientes a la jurisdicción de las ciudades, lo que supuso un importante aumento de los oficios enajenados. Aunque Felipe III se comprometió a poner fin a las ventas como condición para la aprobación del servicio de millones de 1601, estas continuaron de manera soterrada, ampliándose a oficios como los de corredurías y almotacenazgos. El proceso continuó a lo largo del gobierno de Felipe IV, incluyendo los alguacilazgos y alferazgos mayores, así como las escribanías de millones, alcanzando proporciones desorbitantes; empero, el fenómeno fue languideciendo a partir del reinado de Carlos II.

    Como paso previo a las ventas propiamente dichas, y con el objetivo de valorar el alcance que podían llegar a tener las mismas, los monarcas instaban a los corregidores y alcaldes mayores de las ciudades a que realizaran una estimación tanteando con las personas que podían estar interesadas lo que estaban dispuestas a pagar. Una vez que recopilaban la información, ésta era remitida al Consejo de Hacienda, se tasaban los oficios y se ponían en marcha las transacciones con los solicitantes o sacándolos a subasta. La demanda de oficios llegó a ser tal, que llegaron a existir especuladores que compraron paquetes de oficios con el objetivo de revenderlos para enriquecerse.  

El precio de los oficios varió en función de la importancia de la población y de la demanda existente. Hacia 1557 las veinticuatrías de Córdoba se pagaban a 2.000 ducados, mientras que  las de Sevilla alcanzaron el precio de 7.000 ducados. Otros oficios como las varas de alguacil mayor se vendieron a precios verdaderamente exorbitantes. Siendo rey Felipe III, se enajenó el alguacilazgo mayor de la Real Chancillería de Granada a favor del genovés Bartolomé Veneroso en nada menos que 80.000 ducados. Y algunos años después, Felipe IV vendió  la vara de alguacil mayor de Sevilla al poderoso duque de Medinaceli en la elevada cifra de 160.000 ducados, la cantidad más elevada que se pagó por un oficio durante esta época.

El recrudecimiento de las finanzas regias hizo que se multiplicasen el número de cargos en los cabildos, mecanismo conocido con el nombre de acrecentamientos. Pero más allá de su vinculación a las necesidades económicas de la corona, el auge de las ventas respondió también a la existencia de una amplia demanda social de individuos excluidos de las instituciones y que ansiaban acceder a las mismas por razones de prestigio, honor y poder político. Fue así como labradores acomodados, comerciantes enriquecidos, muchos de ellos de orígenes judeoconversos, y otros grupos de modesta extracción social, irrumpieron en los cabildos municipales alterando la composición de los mismos, reservados hasta entonces a los miembros de la nobleza tradicional. Todo un cambio que fue recibido con gran animadversión por parte de estos últimos, que no tardaron en mostrar su disconformidad con las alienaciones.    

De este modo, a poco de iniciarse las ventas, en 1544, las ciudades castellanas protestaron en las Cortes denunciando los efectos perniciosos de las mismas sobre los gobiernos municipales, al tiempo que solicitaron el cese de las operaciones y el consumo de los oficios enajenados, eventualidad que se repitió de manera insistente en las sucesivas convocatorias celebradas a lo largo del periodo. Los monarcas accedieron a las demandas, sancionando el consumo de oficios patrimonializados, lo que suponía su supresión, recayendo en los interesados la obligación de reintegrar el dinero del valor de los mismos a sus poseedores, desembolsos que a menudo gravaron las arcas concejiles, contribuyendo a incrementar el inveterado endeudamiento de los municipios. Detrás de estos movimientos se esconden verdaderas luchas intestinas entre los diferentes bandos que trataban de dominar los cabildos municipales. Incluso la propia corona podía aparecer como parte especialmente interesada en que se llevasen a cabo estas maniobras, pues con su realización no solo se conseguía satisfacer los deseos de los demandantes, sino que al acabar con los cargos venales se ponía el contador a cero, pudiéndose volver a vender, cosa que sucedió en las más de las ocasiones.

Junto a los consumos, otro de los instrumentos articulados por las oligarquías tradicionales para frenar la entrada en los cabildos de grupos extraños a los mismos, sobre todo en las grandes urbes, fueron la instauración de los Estatutos de Limpieza de Sangre. Se trataba de una serie disposiciones de obligado cumplimiento que exigían a que cualquier persona que quisiera entrar a formar parte de los gobierno locales tuviesen que demostrar su pertenencia a la nobleza, además de que no descendía de judíos, musulmanes o penitenciados por la Inquisición. Entre las ciudades que adoptaron esta regulación más tempranamente figuran Sevilla (1566) y Córdoba (1568). Posteriormente se extendió a Málaga (1662) y ya en el setecientos a Jerez (1724), Jaén (1730), Cádiz (1732) y Granada (1739). Sin embargo, a pesar del establecimiento de estos requisitos, fueron muchos los advenedizos que consiguieron burlar el filtro gracias a los sobornos, las falsificaciones y la corrupción inherente al sistema.        

Como han puesto de manifiesto numerosos estudios, la venalidad tuvo amplias repercusiones sobre la vida de los pueblos y ciudades. El tráfico de oficios posibilitó el acceso y la perpetuación en el poder de familias de orígenes sociales relativamente modestos durante generaciones, lo cual les permitió enquistarse en el poder campando a sus anchas en los concejos, extralimitándose en el ejercicio de sus funciones cometiendo todo tipo de abusos y extorsiones sobre el resto del vecindario, sacando el máximo provecho de los recursos municipales en beneficio de propio. Esta posición les permitió ascender en la escala social y asimilarse a las clases dirigentes de la monarquía.

Autor: Ángel María Ruiz Gálvez

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