Si Jaén estuvo en algún momento cerca de poseer una escuela escultórica propia, aunque muy hermanada con la producción granadina de Pablo de Rojas, fue  bajo la órbita del escultor Sebastián de Solís. Natural de la villa de Fuente Obejuna (Toledo), está documentada su presencia en Jaén en 1579, quizás atraído por el arquitecto manchego, discípulo de Vandelvira, Alonso Barba. En dicha ciudad llevó una vida próspera, en la collación de San Ildefonso, hasta su muerte, acaecida tras otorgar testamento el 21 de marzo de 1630. Vivió en un entorno mediatizado por lo eclesiástico, como lo corroboran la condición de su hijo Gaspar y su hermano Francisco como clérigos, y él mismo profesó como clérigo de menores órdenes en 1622, tras enviudar. Otro de sus hijos, Juan de Solís (h. 1575-1623), fue también clérigo y notable escultor.

Dirigió un obrador bien organizado, eficiente y profesional, capaz de dejar pingües beneficios y bien incardinado en la sociedad estamental de su tiempo. También fue acumulando honores y prerrogativas en el ambiente eclesiástico de la época, seguramente con el apoyo de su hermano Francisco -de él se ha dicho erróneamente que también era escultor-, que ostentó varios cargos en la administración episcopal. Sebastián era familiar del Santo Oficio en 1630 (como Pedro de Mena en Málaga), pero el título más determinante fue su nombramiento en 1592, por parte del obispo don Francisco Sarmiento de Mendoza, como “Visitador y veedor general de obras” de la diócesis: un oficio semejante al ostentado por entonces en la iglesia granadina por el arquitecto Ambrosio de Vico, y que le posibilitaría granjearse contratas y dominar el panorama artístico del obispado bajo unos mismos criterios estilísticos.

De su trabajo como visitador consta la realización de informes y su papel como tracista, en obras como la recomposición de la capilla mayor de la parroquial de Huelma (1619), el chapitel de la torre de la iglesia giennense de San Ildefonso (1624, suprimido en el siglo XVIII, pero del que se conserva un dibujo firmado por el maestro), o el diseño de la cúpula de las Bernardas de Jaén (1626). Como arquitecto, además, se le han atribuido las trazas de la portada de las Casas Episcopales de Jaén, de 1606.

Su labor fundamental se desarrolló como entallador y escultor, apelativos que usaba indistintamente en los contratos. Trabajó en múltiples retablos, si bien pocos de ellos han llegado hasta nosotros. Entre los desaparecidos figuran obras para Alcaraz, Villahermosa y Torralba, en la Mancha, así como en las ciudades giennenses de Bailén, Villanueva de la Reina, Marmolejo, Valdepeñas de Jaén, Martos, Huelma, Torredelcampo, Nuestra Señora de la Cabeza y Santa María de Andújar o San Ignacio de Baeza; y, en la capital, para el convento de Santa Clara y la iglesia de la Magdalena. En estas obras trabajó sólo o con otros artífices que, como Salvador de Madrigal, Blas de Figueredo, Felipe de la Peña, Cristóbal Téllez o Blas Bliñón, ya tenían talleres asentados en Jaén, lo que refleja sus relaciones con la clientela a la vez que su contribución a la homogeneización de los gustos estéticos de su época en la comarca.

Sí se han conservado, en cambio, los siguientes retablos: el mayor de San Bartolomé de Jaén (1582), aunque ha perdido 4 imágenes y un relieve; las imágenes en la capilla catedralicia del Santo Rostro -el Calvario con María Magdalena son de 1593, procedentes de otro retablo, y las demás, de 1604-; el retablo mayor de la parroquial de Cambil (1610), único completamente conservado y de una excepcional calidad, que remite a los modelos desarrollados por la escuela granadina de Rojas; y el retablo de la Capilla Dorada de la catedral de Baeza (1618), del que sólo se conservan algunos relieves.

Aunque menor, también resulta extensa su labor como escultor imaginero, constando documentalmente la realización de tallas procesionales, hoy perdidas, para diversas hermandades de Almagro, Jaén, Mancha Real, Mengíbar, La Guardia, Baños de la Encina, Torres y Porcuna. De entre lo conservado descuella el Crucificado que corona el ático del retablo de San Andrés de Baeza (1603), el más bello de los salidos de sus manos, en opinión de Ulierte Vázquez, mientras que según Galiano Puy aún se conservan otro Crucificado de brazos abisagrados y la Dolorosa que hizo para la hermandad de la Soledad de Beas (1620). A ellos habría que sumar las siguientes atribuciones: el grupo del Cristo del Crucifijo, Dimas, Gestas y San Juan de la hermandad del Calvario de San Juan de Jaén (h. 1580), la efigie de Jesús Nazareno, “el Abuelo”, de la catedral giennense (h. 1594) y el interesante desnudo del martirio de San Lorenzo, de su Museo Catedralicio.

Tan ingente producción escultórica sólo sería posible con un taller nutrido de oficiales y aprendices. En este sentido, cabe citar a Felipe de la Peña -¿relacionado con el escultor afincado primero en Granada y luego en Sevilla, Luis de la Peña?-, que en 1589 colaborara con Solís en el retablo de Villanueva de la Reina, o los siguientes contratos de aprendizaje: Andrés Luis (natural de Jaén), Lázaro Ruiz (Cazorla), Sebastián de Rojas (de Jerez de la Frontera), Alonso Carbonell (Albacete), Antonio Garrido (Alcalá de Henares), Diego Pérez Navarro (Andújar), Cristóbal de Barrionuevo, Pedro Gómez y Antonio de Albaradona (Aguilar del Campo). De entre ellos destaca Melchor de Raxis, sobrino de Pablo de Rojas, a quien tomó como aprendiz en 1583 y que refleja las fecundas relaciones artísticas en la época entre Granada y Jaén.

Trabó contactos con otros artífices, como los entalladores giennenses Figueredo, Bliñón y Pedro de Urea, los tallistas Francisco de Madrigal y Bartolomé de Aguilera (autores del coro de la parroquial de Bailén en 1618), el escultor Francisco Cano (en un trabajo para Villahermosa, de Ciudad Real. ¿Acaso pariente del padre de Alonso Cano, que era de procedencia manchega?), los pintores Juan Bautista de Alvarado y Pedro de Raxis el Mozo -hermano de Pablo de Rojas, quien en 1597 le otorgó un poder para presentarse en su nombre al concierto para el retablo de la iglesia de Alcaudete-, y el cantero Diego Hurtado. Tal cantidad de aprendices y artífices en su órbita sugiere la idea de un taller perfectamente organizado y capaz, con un alto talante empresarial y competitivo; rasgos éstos que recuerdan la estructura del obrador barroco de Alonso de Mena en Granada.

El estilo de Solís ha sido muy bien definido por Ulierte Vázquez, como un autor bastante ecléctico, que fluctúa entre las líneas nerviosas de tradición berruguetiana y los aspectos rotundos bajo las enseñanzas romanistas de Gaspar Becerra en su obra más temprana (retablo y Crucifijo de San Bartolomé de Jaén), para evolucionar a un estilo más sereno, visible en la catedral de Jaén, retablo de Cambil y Crucificado de San Andrés de Baeza, con “un canon algo achaparrado que presta un cierto aire macizo y campesino a la obra, acentuado por rostros cuadrados con prominente barbilla redondeada”, sus manos, grandes y expresivas, los drapeados, angulosos, a veces sin lógica, quebrados en la rodilla sin acusar un auténtico contraposto. En definitiva, un romanista andaluz con evidentes concomitancias en relación con el granadino Pablo de Rojas, aunque a una cierta distancia.

Los discípulos más importantes de Sebastián de Solís fueron su propio hijo, Juan de Solís, y el ensamblador Gil Fernández de las Peñas. Su hijo Juan (h 1575-1623) se formó como escultor con su padre y profesó como clérigo, al tomar la capellanía fundada en 1599 por sus progenitores en la iglesia giennense de San Ildefonso. Justo por entonces es posible que partiera a Toledo acompañando al obispo don Bernardo de Sandoval y Rojas (1596-1599) al acceder éste a aquella archidiócesis. Trabajó entre 1601 y 1608 para el inquisidor general Pedro Pacheco, que donó a la catedral de Segovia un Crucificado suyo y posibilitó la realización de una Inmaculada, el coro bajo y el retablo mayor del convento de la Concepción, así como las trazas del retablo de la iglesia de Nuestra Señora de la Paz en Puebla de Montalbán (Toledo). Hacia 1610 lo encontramos al servicio del valido real don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas (sobrino del cardenal toledano), tallando en su villa ducal de Lerma retablos para los conventos de franciscanas descalzas y carmelitas descalzas, y cuatro bustos de santos para las dominicas. En 1617, y de nuevo bajo el mecenazgo de Pacheco, colabora en los retablos de la cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla, a las órdenes de Juan Martínez Montañés (se conservan cuatro Virtudes de su mano en el Museo de Bellas Artes de Sevilla) y, hacia 1620 se encuentra en Madrid bajo la protección del duque de Uceda, constando la realización de imágenes devocionales por encargos aristocráticos: efigies del Niño Jesús para la condesa de Santa Gadea, la duquesa de Uceda y la del Infantado, así como tallas de la Inmaculada para la condesa del Monterrey y el inquisidor Pacheco, yendo a parar la de este último a las Descalzas Reales. El estilo de Juan es muy cercano al de su padre, aunque más proclive hacia un progresivo naturalismo y hacia otros influjos, como se deriva de su tardío contacto con Martínez Montañés.

En cuanto a la figura de Gil Fernández de las Peñas, se sabe que era natural de Iznatoraf, y que llegó a Jaén a finales del siglo XVI, ya formado, cuando Solís, en 1599, fue testigo en su boda con María de Rojas, por lo que cabe hablar más de camaradería y contacto mutuo que de maestro y discípulo en sentido estricto, aunque el estilo de Fernández sigue muy directamente al de Solís. Fue autor, en 1605, del desaparecido retablo mayor de Santa María de Andújar, tasado por Solís, y del de la parroquial de Campillo de Arenas (1618), del que se conserva un relieve de Santiago Matamoros, eslabón entre las versión clasicista de la portada del Salvador de Úbeda y el espléndido ejemplar barroco de Alonso de Mena para la catedral granadina. Hizo en 1628 el perdido retablo de Mancha Real y trabajó para el convento de las Bernardas de Jaén, donde se han conservado el sagrario (1620) y el retablo mayor y colaterales (1634). Por último, se le atribuyen las trazas del retablo de San Andrés de Baeza, montado por Blas y Juan de León entre 1629 y 1633, y el perdido de la iglesia de Nuestra Señora de Martos.

Autor: José Policarpo Cruz Cabrera

Bibliografía

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