Lucena, al sur del reino de Córdoba, vivió a lo largo de la época moderna un intenso desarrollo demográfico y económico que se tradujo en la riqueza de su urbanismo. El empuje constructivo de los marqueses de Comares, los señores del lugar y patrones perpetuos de sus iglesias, la configuraron como modelo de ciudad-santuario por la intensidad que el movimiento fundacional de conventos masculinos y femeninos adquirió desde fines del siglo XVI, y muy especialmente durante toda la centuria posterior.

No obstante, la aceleración del ritmo constructivo conoció su momento álgido en el siglo XVIII, coincidiendo con la recuperación económica. Durante este tiempo, Lucena se afianzó, junto con la villa de Priego y Córdoba, como uno de los ejes fundamentales del Barroco cordobés, logrando imprimir unos rasgos definitorios y distintivos que hacen fácilmente reconocibles las fábricas lucentinas. El Setecientos se convirtió, así, en el momento de perfeccionamiento de las artes locales, en las que sobresalieron nombres como los de Francisco Hurtado Izquierdo, José de Bada Navajas y los hermanos del Pino Ascanio, entre otros. Pero a diferencia de lo ocurrido en las centurias anteriores, en las que la labor constructiva había recaído en el poder señorial y las intervenciones de particulares habían sido puntuales, se produjo un trasvase de protagonismo: las distintas familias que integraban la potente élite rural tomaron la delantera y devinieron activos agentes de transformación del urbanismo gracias a sus esfuerzos en la promoción de arquitectura civil y religiosa.

Como resultado de su consolidación en los planos político, social y económico, los oligarcas lucentinos se lanzaron a la reforma y reconstrucción de sus moradas. Las viejas casas principales, vinculadas de forma temprana a los mayorazgos familiares, fueron remozadas, ampliadas y dotadas de cierto carácter monumental. Para ello, compraron casas aledañas que aumentaban considerablemente los solares primitivos y en sus interiores se hicieron eco de los nuevos gustos y usos dieciochescos: la estructura interna y la distribución de los cuartos se complejizaba; se abandonaba la tradicional polivalencia y surgían las estancias especializadas; aparecían, igualmente, las escaleras imperiales, los oratorios y los gabinetes de antigüedades, como los poseídos por los Valdecañas y los Mora Cuenca. También en los exteriores, por ser el canal más directo de exhibición de su prestigio, se dejó sentir el gusto por la grandiosidad: se impusieron las fachadas donde la fuerte horizontalidad sólo se rompía a través de la presencia de ricas portadas de mármoles procedentes de las canteras de las Subbéticas. Éstas, de dos cuerpos, acogían estípites y columnas acanaladas de orden corintio, y quedaban coronadas por las armas de los moradores. Ejemplos de la imponencia que llegarían a alcanzar estos edificios son las casas principales de los Mora Cuenca, en la calle de San Pedro, hoy Centro de Interpretación de la Ciudad de Lucena, y las de los Ramírez Rico de Rueda, sitas en la calle de las Torres, y que ha sido considerada una versión más humilde de la primera. Testimonios más tardíos son la residencia de los Recio Chacón, marqueses de Campo de Aras, y la de los Polo Valenzuela, que presenta ya tintes neoclásicos.

En consonancia con las inquietudes espirituales de la época y con las ventajas que conllevaba en plano de la exhibición de su calidad social, la élite lugareña impulsó la construcción de nuevos lugares de culto, especialmente ermitas, y fomentó la renovación de otros ya existentes. Ambas vertientes, la fundacional y la reformadora, les abrieron las puertas de los patronatos sobre esos espacios sacros: a cambio de obligarse a mantenerlos con decencia y conservarlos, los linajes locales obtuvieron capillas y sepulturas propias en iglesias conventuales y ermitas, privilegios de armas y de preeminencia en el ceremonial. Este fue el caso, por ejemplo, de don Antonio Rafael de Mora y Saavedra, padre del primer conde de Santa Ana de la Vega, y de su acceso al patronato de la capilla de Nuestro Padre Jesús Nazareno, sita en el convento de San Pedro Mártir y de la que era hermano mayor, o el de los Bruna, que accedieron a la titularidad de la ermita de Dios Padre gracias a la asunción de las obras de reforma en la década de 1730.

Más allá de las preocupaciones por la salvación y de la necesidad de reformar unas casas principales ya vetustas y faltas de intervenciones más complejas, tras la relación entre el impulso constructivo de la Lucena del Setecientos y los poderosos locales subyace, en realidad, el deseo de éstos últimos de exhibir su prestigio e identidad nobiliaria a través del lenguaje arquitectónico. Cabe insertar estas promociones, por tanto, en la denominada ‘imagen del poder’, el conjunto de prácticas culturales, materiales o inmateriales, que, por tender a la visualización de la honorabilidad, eran propias del estamento nobiliario. Ambas vertientes arquitectónicas, la sacra y la civil, dotaron a estos linajes locales de hitos emblemáticos en el espacio urbano, donde pudieron reconocerse a sí mismos como grupo sólido de poder y distanciarse de quienes se hallaban en estratos sociales inferiores. Esos lugares simbólicos, donde la heráldica se empleó como seña de identidad y propiedad, ayudaron a completar la imagen privilegiada de quienes, ya en el XVIII, rozaban la nobleza de título.

Autora: Nereida Serrano Márquez

Bibliografía

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2018-01-31T17:03:55+00:00

Título: Portada de las casas principales de los Mora Cuenca, también conocida como Palacio de los condes de Santa Ana de la Vega. Lucena, calle de San Pedro, mediados del siglo XVIII. Fuente: Nereida Serrano Márquez [...]