Para los inicios de la Modernidad no disponemos de registros demográficos que especifiquen la distribución de sexo, pero abundan los indicios de que sobre todo en las ciudades por lo común había más mujeres que hombres. La aventura americana, los reclutamientos de la milicia, la sobre-mortalidad adulta masculina y otros elementos de movilidad agrandaban de forma ostensible el desequilibrio cuantitativo que ya de por sí era normal que se diera a favor del sexo femenino. Dentro de la abundancia femenina había quienes disfrutaban de una posición acomodada, pero claramente predominaban las que se encontraban en precarias condiciones de vida. De hecho, en gran parte de los considerados fiscalmente como hogares pobres aparecían mujeres al frente, viudas las más, como se vislumbraba en los censos a calle hita, donde aparecían registradas muchas mujeres necesitadas. Por supuesto, no todas las viudas presentaban situaciones de carencias, pero sí la mayor parte. Las propias anotaciones hechas por los empadronadores indicando quienes eran los vecinos que en ocasiones, debido fundamentalmente a ser tenidos casi como indigentes quedaban inscritos de forma conjunta, no independiente, ponían de manifiesto de manera reiterada la existencia de una gran cantidad de mujeres que vivían solas o junto a otras, tanto en sus propios domicilios como en ajenos donde se juntaban un cierto número de ellas, o morando mayoritariamente en los cuartos de los corrales de vecindad. Normalmente eran solteras mayores de edad, casadas cuyos maridos habían emigrado o huido del hogar, separadas o abandonadas y en número considerable viudas. En dichos casos ellas eran las cabezas de familia y como tales les cabía dirigir el hogar, que no necesariamente tenía que ser unipersonal ya que cabía la posibilidad de que contase con la presencia de algún familiar o de otra persona acogida, normalmente también del sexo femenino. Sin ser demasiado abultada, circunstancia imposible que ocurriera dados los criterios que se aplicaban para empadronar al vecindario, la jefatura familiar de las mujeres, y más concretamente de las viudas, alcanzaba a ser profusa.

Otro vasto colectivo femenino desfavorecido lo constituían las mujeres libres y deambulantes cuya presencia se hacía notar sobre todo en las zonas urbanas. En repetidas ocasiones los procuradores de las Cortes de Castilla insistían en la denuncia de los estragos que a su juicio causaba la multitud de las que denominaban vagabundas y de las que andaban por tabernas y bodegones, principalmente en Sevilla, Madrid, Toledo y Valladolid. Dentro de la turbamulta pedigüeña destacaba la presencia femenina. La precaria situación en que se hallaban numerosas mujeres se hacía todavía más difícil en aquellas que tenían hijos, que a veces eran utilizados como reclamo para la demanda de limosnas. La pobreza  agudizaba la subordinación de la mujer, potenciando incluso una abusiva utilización de las jóvenes, explotadas como servidumbre doméstica, abandonadas a su suerte a remolque de la penuria cotidiana.

Era en los hogares empobrecidos donde mayoritariamente se contaban las mujeres. Así lo demostraban por ejemplo los informes que los párrocos de las collaciones de Sevilla remitieron en 1667 a D. Miguel de Mañara, utilizados como base estadística para distribuir entre las personas desamparadas de cada feligresía un cuantioso legado que se había recibido en la Hermandad de la Santa Caridad. No era un recuento de todos los pobres de la ciudad, sino más bien una amplia muestra del vecindario desfavorecido que arrastraba graves carencias. De quienes aparecían registrados, estableciendo una diferenciación por sexo, destacaban notablemente las mujeres sobre los hombres. Del total de gente inscrita, el 88% correspondía a féminas, por tan solo el 12% masculino. En ninguna circunscripción se modificaba sustancialmente esta proporción. Como mucho, en varias parroquias (San Juan de la Palma, San Pedro, San Julián) una cuarta parte eran hombres, pero en todas las restantes el porcentaje de varones era menor, alcanzando unos niveles mínimos en las de San Isidro (4%), el Salvador (4%), Santa Cruz (5%) o el Sagrario (7%). Esto significaba que en las citadas collaciones, de forma aún más acusada que en las demás, el porcentaje de mujeres resultaba realmente abrumador al constituir casi la totalidad de las personas registradas.

Pese a las directrices de los moralistas indicando que el sitio idóneo de las mujeres de todas las edades era la casa y la familia, la realidad se mostraba bien distinta. Tradicionalmente los mercados eran lugares primordialmente femeninos, así como los lavaderos y orillas fluviales, las calles y plazas estaban ocupadas por mujeres, por solteras, casadas y viudas, solas o integrantes de hogares más extensos, que debían proveer de lo necesario para la vida familiar. Con la creciente marcha o ausencia de los varones del hogar a consecuencia de la emigración y del escapismo, las dificultades de las mujeres para sobrevivir arreciaron y la búsqueda de una ocupación remunerada cada vez fue más apremiante. Ellas, que ya se habían incorporado hacía tiempo al mercado laboral, tuvieron que hacer un esfuerzo mayor en la dura lucha por la existencia, en una época en la que, frente a una oferta que no era abundante para el sector femenino, la demanda de trabajo se hinchaba. Esto se debía entre otros motivos al aumento de la inmigración a las ciudades, buena parte de la cual la formaba un amplio contingente femenino que llegaba desde el entorno rural en busca de mejor suerte. Se conocían los inconvenientes que había para encontrar faena si se era mujer, y también que de conseguirlo el jornal a ganar sería inferior al que obtendría un hombre, pero la necesidad apuraba y no quedaba otro remedio, si no se quería mendigar, que emplearse en cualquier ocupación que surgiera, aunque estuviese poco valorada económica y socialmente, e incluso fuera degradante como sucedía con la prostitución.  

Las mujeres no podían contentarse con la situación precaria en que se encontraban. Necesitaban trabajar en lo que fuera y dónde fuera. Se empleaban en casa ajena formando parte del servicio doméstico y como amas de cría, se ocupaban en la venta ambulante, en el pequeño comercio, en los mesones y tabernas y en los hospitales, laboraban en las huertas y en las pequeñas parcelas, recogían frutos agrícolas y se esforzaban en tareas diversas como jornaleras en la tierra circundante y en el propio recinto urbano, elaboraban y transformaban productos industriales. En definitiva, ningún sector económico les eran ajenos, aunque, eso sí, siempre ejecutando tareas poco cualificadas y de baja remuneración.

El ejercicio de tan amplio despliegue de actividades no impedía que llegada la ocasión, cuando la necesidad apremiaba, las niñas, muchachas y campesinas adultas se trasladasen a la ciudad en busca de sustento. Allí solían quedarse, tanto si lograban encontrar una ocupación más o menos estable como si no la hallaban. Procuraban sobrevivir en la generalidad de los casos con empleos esporádicos e inestables, de escasos ingresos. Buena parte de ellas se contrataba como criadas en los hogares de las familias acomodadas. La servidumbre doméstica era quizá el tipo de empleo que estaba más al alcance de las mujeres del pueblo llano, sin importar la edad que tuvieran, ya que tanto las menores y adolescentes como las jóvenes y las de edades mayores procuraban encontrar una familia pudiente a la que servir. Trabajo a tiempo completo, en jornadas agotadoras, de duración exagerada, y a cambio tan sólo de la manutención y el alojamiento y, no siempre, de un mísero estipendio o de la promesa de una dote que posibilitara el casamiento de aquellas que fueran doncellas.

Niñas, mozas o adultas, tanto si eran solteras, casadas, viudas o vivían solas, las mujeres de las capas populares por lo común tenían que buscarse su propio sustento mediante algún tipo de actividad laboral. Ante todas ellas aparecía la práctica de la ramería, oficio que cuando la pobreza apretaba y la necesidad era grande podían ejercer ocasionalmente o de forma duradera. Las que se encontraban desprotegidas del amparo de la familia, de un matrimonio ventajoso o del claustro de un convento, incluso las que se empleaban en tareas que en la mayoría de los casos estaban desprestigiadas y escasamente remuneradas, se veían abocadas en numerosos casos a mendigar o a prostituirse. Algunas practicaban la putería de manera esporádica debido a la miseria o por otras circunstancias (violación, engaño, abandono), otras la realizaban a tiempo parcial, también abundaban las que la efectuaban permanentemente. La prostitución, tan extendida, tan utilizada y a la vez tan perseguida, producto de la necesidad, del precario estado, desamparo y desarraigo en que se encontraban muchas mujeres, constituía un elemento de enorme incidencia social.

Autor: Juan Ignacio Carmona García

Bibliografía

CARMONA GARCÍA, Juan. Ignacio, El extenso mundo de la pobreza. La otra cara de la Sevilla Imperial, Ayuntamiento de Sevilla, 1993.

PASCUA SÁNCHEZ, Mª José de la, Mujeres solas: historias de amor y de abandono en el mundo hispánico, Diputación Provincial de Málaga, 1998.

VÁZQUEZ, Francisco y MORENO, Antonio, Crónica de una marginación, Cádiz, BAAL, 1998.