Si bien el enfoque predominante en los estudios sobre población femenina andaluza en América ha sido el cuantitativo, en los últimos años, gracias a la consulta de cartas, crónicas, licencias de viaje, actas notariales y expedientes judiciales, entre otros documentos, han crecido las investigaciones cualitativas, centradas en el perfil socioeconómico de estas migrantes, sus condiciones de vida y su influencia cultural en los usos y costumbres americanos. La suerte que cada una de estas mujeres tuvo a su llegada varió notablemente de una andaluza a otra. Aunque en menor proporción que sus compañeros varones, algunas de estas mujeres tuvieron una extraordinaria participación en los años de conquista y gobierno del continente. Conocidas son las hazañas al respecto de la sevillana Ana de Ayala -expedicionaria del Amazonas-, la sevillana María de Estrada -quien luchó activamente junto con Hernán Cortés- o la ubetense Beatriz de la Cueva -gobernadora de Guatemala-.

Sin embargo, la mayor parte de las andaluzas que llegaron a América fueron mujeres anónimas que no gozaron de riquezas extraordinarias ni de gloria. Pese a ello, desarrollaron una activa participación en la economía colonial: compraron, vendieron, alquilaron, gestionaron bienes –incluyendo esclavos- y organizaron los matrimonios de sus hijos en ausencia de sus maridos. Su labor en la exploración y poblamiento, así como su influencia cultural, fueron también incuestionables.

En un principio la Corona promovió la partida de mujeres solteras para favorecer el equilibrio sexual entre los colonizadores y evitar el indeseado mestizaje entre españoles e indígenas. Con objeto de encontrar esposo o sin ánimo de contraer matrimonio, lo cierto es que todas ellas se embarcaron rumbo al Nuevo Mundo esperando un futuro mejor. Para algunas andaluzas como Isabel de Aranda, estar casada no fue un requisito para prosperar en América. Como muestra su testamento, esta cordobesa afincada en la Habana entre finales del XVI e inicios del XVII falleció en 1613 siendo –además de soltera- dueña de tres inmuebles y siete esclavos y dejando bienes suficientes para fundar dos capellanías valoradas en mil cuatrocientos ducados.

Muchas viudas andaluzas también persiguieron el sueño americano y se atrevieron a cruzar el océano en busca de una vida más holgada. Este fue el caso, por ejemplo, de la persona más mayor de todas las que quedaron registradas en la Casa de Contratación, la sevillana Ana de Esquivel quien, con 80 años de edad, decidió embarcarse en 1602 junto con su hijo, rumbo a la mexicana ciudad de Guadalajara. De la misma manera, la viuda cordobesa María Gutiérrez zarpó rumbo a Nueva España en la segunda mitad del siglo XVI junto con cuatro de sus cinco hijos y logró enriquecerse gracias al comercio de productos suntuosos, llegados a las costas americanas en el Galeón de Manila, y al abastecimiento de enseres a centros mineros.

Frente a las crecientes voces que alertaban a las autoridades de un incremento de la prostitución española en las colonias y del abandono sufrido en la Península por las familias de varios de los varones que residían en América, Carlos V introdujo importantes cambios normativos en la política migratoria. De esta manera, desde 1544 los hombres casados que residieran en América se encontraron en la obligación de estar acompañados por sus legítimas esposas si no querían sufrir un arresto la pérdida de sus negocios y propiedades. Por otra parte, a las mujeres solteras se les prohibió embarcarse a las Indias sin una licencia real.

Ante estas medidas, desde la segunda mitad del siglo XVI el perfil de las colonizadoras varió notoriamente y frente a las primeras aventureras, la mayor parte de estas mujeres viajaron en condición de casadas. Desde el otro lado del océano, sus inquietos maridos escribieron y trataron de convencer a las destinatarias de que cruzaran el Atlántico a través de halagos, muestras de cariño y promesas de una vida mejor. Todas las razones parecían pocas a la hora de persuadir a las esposas andaluzas. Las incomodidades y los peligros que acarreaba el viaje a América, así como el tener que abandonar su tierra natal hacían poco atractiva la idea de embarcarse al Nuevo Mundo.

La travesía solía tener una duración media de seis semanas y se realizaba normalmente durante los meses de más calor para aprovechar los vientos estivales, lo que incrementaba los malos olores debidos al hacinamiento de personas en las embarcaciones. Sólo las mujeres de estratos socioeconómicos elevados podían ir separadas del resto de la tripulación pues si hacia 1580 viajar a América costaba entre treinta y cuarenta ducados, hacerlo en una cámara privada costaba ochenta ducados más. Si bien las más espaciosas de estas habitaciones no solían tener más de dos metros de ancho por dos metros y medio de largo, a algunas mujeres se les recomendaba no salir de ellas durante toda la travesía para salvaguardar su honra, es decir, para evitar que mantuvieran contacto con algún varón. Con este mismo objetivo, se les aconsejaba que viajaran acompañadas de algún familiar, a poder ser una mujer mayor y otro familiar varón. Las andaluzas de mayor estatus, viajaban además junto con uno o más sirvientes que debían atender sus necesidades durante la travesía y que, en ocasiones, eran pagados para regresar a España una vez llegados a América. La escasez de algunos materiales, así como el ascenso social que algunos hombres habían logrado en el Nuevo Mundo, conducían a éstos a solicitar productos o artefactos difíciles de conseguir en América tales como vino, azafrán o aceite, así como a dar instrucciones en sus cartas para que sus esposas fueran vestidas de acuerdo al nuevo estatus. De esta manera, trajes y mantos de seda, basquiñas de terciopelo y raso, elegantes chapines, sombreros de tafetán pespunteado, capotillos de damasco y pasamanos de oro cruzaron el Atlántico y se impusieron como prestigiosas prendas de moda entre las mujeres de la sociedad colonial.

La permanencia del estilo andaluz en la vestimenta colonial fue extraordinaria, incluso en las regiones donde estas mujeres tuvieron una menor presencia, como el territorio de Quito donde, en la actualidad, la manta nacional ecuatoriana incorpora, al igual que el de las andaluzas, flecos en un lateral. El traje regional andaluz de volantes o “faralaes” fue, por otro lado, el que más influencias dejó en la tradición hispanoamericana, como podemos apreciar en los trajes bolivianos de chola paceña, en la pollera tradicional panameña o el traje típico con el que se baila la cumbia colombiana en Cartagena de Indias.

Las tendencias y modos de las mujeres andaluzas también influyeron notoriamente en la vestimenta femenina de ciudades tan relevantes en la América colonial como fueron Lima, México o Buenos Aires. En esta última ciudad, en las postrimerías coloniales, según los relatos de viajeros, mantillas de encaje, peinetas, flores en la sien y abanicos adornaban los cuerpos de las porteñas en una sociedad integrada por pocas pero influyentes mujeres andaluzas. Los abanicos, al igual que en la Andalucía moderna, constituyeron elementos indispensables en los pícaros juegos femeninos de seducción aceptados por la sociedad virreinal. En Lima, además, la influencia de las mujeres andaluzas, principalmente sevillanas y gaditanas, se dejó sentir en la implantación del “tapado”. Esta costumbre, presente en menor medida también en la sociedad colonial mexicana, consistía en cubrirse la cabeza y el rostro mediante el empleo de rebozos, chales, mantos o mantillas, dejando a la vista tan sólo uno de los dos ojos, y dotaba a las mujeres de cierta libertad de movimiento en los espacios públicos gracias a su anonimato, circunstancia por la que en diversas ocasiones esta práctica fue tachada de inmoral y prohibida por las autoridades del Virreinato.

El mestizaje en Hispanoamérica, además de ser un fenómeno biológico, constituyó principalmente un proceso cultural de intercambio y creación. Gracias a la entrada en contacto entre diversas tradiciones, incluida la culinaria, surgieron nuevas formas de atender, satisfacer e, incluso, enloquecer a los paladares. La influencia andaluza se dejó sentir aquí en la introducción en la cocina americana de especias como el clavo y la canela, fundamentales por ejemplo en el actual mole poblano; en la incorporación de nuevos utensilios o técnicas de preparación de los alimentos; en el surgimiento de platos típicos de la gastronomía hispanoamericana, como los mexicanos chiles en nogada, o en el desarrollo de imprescindibles recetas de repostería de los conventos coloniales, como los alfeñiques o los alfajores.

Además de la moda y la gastronomía, junto con las costumbres religiosas y las devociones, las mujeres andaluzas -y en especial las sevillanas- fueron culturalmente determinantes en la exportación de danzas populares como los turdiones o las jácaras. Sin embargo, la labor que consideramos que amerita un mayor reconocimiento fue la que desempeñaron en la fijación del idioma español durante los primeros años de la colonización, años cruciales en la formación del español hablado en el Nuevo Mundo. La evidente relevancia de estas mujeres en la transmisión oral de saberes y la educación de los más jóvenes fue crucial a la hora de conformar este nuevo e inmaterial patrimonio cultural.

Autora: Alejandra Palafox Menegazzi 

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