La comunidad irlandesa andaluza fue prácticamente inexistente durante el Bajo Medievo, pero se vio favorecida por los distintos flujos migratorios que se sucedieron desde las islas Británicas tras el cisma anglicano de 1534. Las medidas adoptadas en la Corte de Londres en materia religiosa forzaron el exilio de muchos naturales irlandeses. No obstante, no puede obviarse causas de índole política y económica como motivos relevantes a la hora de comprender estos movimientos poblacionales durante la Modernidad. Compartir su mismo credo romano y la legendaria alusión ideológica de un origen común, basado en el mito de Milesio, fueron espacios comunes a la hora de justificar su acogida en los dominios ibéricos de la monarquía de España. En los primeros momentos de recepción en tierras andaluzas, no se perfiló su identidad corporativa exclusivamente irlandesa, sino que serían confundidos sus naturales con ingleses asentados en los principales centros urbanos de Sevilla, Cádiz, Málaga, Huelva, Sanlúcar de Barrameda y Puerto de Santa María.

Los orígenes de su llegada apenas han sido analizados historiográficamente en comparación con los estudios relativos a su auge y consolidación socio-económica durante el el siglo XVIII. Pese a ello, se puede identificar un patrón de comportamiento común: la cohesión grupal. La identidad irlandesa se definió por la homogeneidad y las relaciones de paisanaje y de parentesco. Estructuralmente, la familia, en sentido extenso, actuó como eje vertebrador de un denso entramado social, pero también económico. Su capacidad para movilizar recursos y capital humano o la creación de vínculos intercomunitarios determinaron su integración con la sociedad de acogida. La religión católica compartida se empleó como argumento para reforzar y mejorar su posición. La condición romana facilitaba la percepción de sus miembros por parte de las poblaciones locales, no como extranjeros, sino en calidad de refugiados amparados por el monarca español y, en distintos momentos, mantenidos con limosnas y pensiones particulares.

Atendiendo a aspectos cuantitativos, su número es sensiblemente inferior a la de otras naciones, como franceses y flamencos. Fue su aplicación mayoritaria, si bien tardía, en el mundo de los negocios y asuntos mercantiles la que les introdujo en las redes económicas que operaban desde los puertos de Málaga, Sevilla y Cádiz con el norte de Europa y las Indias castellanas. Los distintos decretos promulgados por los monarcas españoles en los siglos XVII y XVIII determinaron la asimilación irlandesa en España y, más concretamente, en Andalucía, favoreciéndoles en sus actividades financieras. En 1680, Carlos II concedió a los irlandeses la naturaleza española, equiparándolos con el resto de súbditos de la corona, medida que sería ratificada por su sucesor, Felipe V, en su primer año de reinado. En 1749, aquellos hibérnicos católicos que llevasen más de diez años como residentes o se hubieran casado con una española obtuvieron el derecho de comercio y el asenso regio para ser propietarios de tierras.

El marco jurídico creado en esta centuria parece responder a la intensificación registrada a nivel migratorio en los territorios andaluces tras las guerras jacobitas, el incumplimiento de Guillermo III de Orange a lo capitulado en los tratados de Limerick (1691) y el estallido de la guerra de Sucesión. Sevilla fue un foco de interés para los exiliados irlandeses por su proyección americana, en tanto “puerto de Indias”. Sin embargo, con el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz en 1717, esta ciudad pasó a ser el núcleo de los intercambios trasatlánticos. Este hecho explica cómo la cifra de mercaderes o exiliados de conciencia se vio incrementado exponencialmente, pasándose de 21 cabezas de familia en 1709 a 128 en la última década del siglo XVIII. Muchas de ellas encontraron en el comercio una vía de subsistencia y promoción, más allá de los inconvenientes jurídicos y confesionales resultantes de las fuertes restricciones introducidas por las autoridades inglesas y su aplicación de las Penal Law en su isla natal. Siguiendo los pasos de otros parientes, abandonaron Irlanda para hacer negocios, atraídos por las posibilidades que ofrecía el mencionado mercado indiano, centralizado por los puertos andaluces.

Las relaciones económicas hispano-irlandesas no arrancaron el el Setecientos, sino se habían visto reforzadas a partir del siglo XVI como consecuencia de la movilidad social y la necesidad de inserción en los circuitos comerciales internacionales. Ya en 1614, los mercaderes irlandeses habían comenzado a demandar el nombramiento de un cónsul propio para que se encargase de representar sus intereses en Sanlúcar de Barrameda, el Puerto de Santa María y Cádiz. La amplitud geoespacial de sus contactos derivó en la configuración de una sólida red mercantil. Junto con los vínculos europeos en Francia, Flandes y la propia Inglaterra, basados en las relaciones familiares, caso de la firma Wise asentada en Málaga con contacto directo por los miembros de la parentela Aylward. Las conexiones con otros compatriotas se concretaron en el ámbito local. Fueron frecuentes los lazos entre comerciantes afincados en Sevilla, Cádiz, Málaga y Huelva, siendo esta última era el nexo de unión con el Algarve portugués donde también operaban sus connacionales.

Los irlandeses potenciaron su especialización en determinados sectores comerciales. En el siglo XVIII, algunas familias procuraron convertirse en proveedoras de la Corona, potenciando su dedicación en el comercio de determinados productos agrícolas y bienes de consumo. Los hermanos Macores, por ejemplo, monopolizaron el comercio del tabaco de Virginia, mientras se dedicaban a la explotación agraria en las huertas sevillanas. El capital económico generado les hizo acreedores de sus compatriotas, entre otros negocios como el de arrendadores de rentas. Este acceso a los mercados nórdicos y trasatlánticos proporcionó a muchos irlandeses medios con que adquirir navíos. Otros, por el contrario, desempeñaron oficios vinculados con el mar, caso de carpinteros de barcos o marineros. Por último, junto a mercaderes-cosecheros, agentes fiscales y constructores y armadores, otros tantos hibérnicos se dedicaron al comercio al por menor, pequeñas manufacturas y oficios reales de administración local en los reinos de Andalucía. Tal diversidad pone de manifiesto la transversalidad de las actividades económicas desarrolladas por dicha comunidad.

Desde un punto de vista social, la comunidad irlandesa tendió hacia la endogamia familiar para asegurar el patrimonio y perpetuar la firma comercial. Además de uniones con connaturales, se procuraron enlaces mixtos con elites oriundas de las ciudades de acogida que favoreciesen sus intereses socio-económicos. Se trataba, por tanto, de unas relaciones personales dirigidas hacia la adquisición de fortuna y estabilidad. Muestra de ello fue el casamiento en primeras nupcias del vicecónsul de Inglaterra en Sevilla, Daniel O’Brien –oriundo de Limerick–, con Josefa Martínez de Rivas. En ese sentido, es preciso observar cómo en el siglo XVIII, los propios irlandeses comenzaron a colaborar con ingleses en materia comercial, sirviéndose de la concepción de “británicos”. Esta cooperación serviría para reafirmar su identidad grupal insular -sin perder, por ello, su idiosincrasia católica- e impulsar sus oportunidades de negocio.

Los nodos comerciales empleados para la circulación de productos, también contribuyeron en los intercambios culturales y la difusión de nuevas ideas. Otra de las ventajas que aportaron para la comunidad irlandesa fue el traslado de misioneros de su nación formados en la red colegial establecida en Castilla y Portugal y patrocinados por el rey de España. En una temprana fecha, 1612, se fundó el colegio de San Patricio, la Inmaculada Concepción y la Santa Fe Católica en Sevilla. Hasta entonces, los estudiantes irlandeses que deseaban continuar su formación superior en la urbe hispalense acudían al colegio de San Gregorio o de los Ingleses, aprovechando la complicada distinción de naturaleza. El nuevo seminario propio desempeñaría una destacada labor educativa, pero también sirvió de punto referencial para la propia comunidad sevillana. A la labor asistencial desarrollada desde este espacio de instrucción confesional se añadió en 1774 la “Sociedad de San Patricio”, sita en el colegio de las Becas de dicha ciudad, concebida como ente corporativo para su nación.

Su inserción social se visibilizó mediante el patrocinio de obras asistenciales (hospitales), pías (capillas) y mejoras urbanísticas. En calidad de benefactores, procuraron beneficiar a sus paisanos, haciéndose extensible a sus convecinos. El mercader Pedro Langton hizo una donación para el cuidado de las viudas de Cádiz, mientras Lorenzo Carew legó una alta suma de dinero para rehabilitar una casa donde se enseñarse el catecismo. Dentro de la propia comunidad pueden observarse ciertos contrastes en cuanto a las aspiraciones personales y/o familiares. Por un lado, hubo irlandeses más interesados en adquirir tierras y ver reconocido su estatus privilegiado con que asegurar su posición e integrarse activamente en las dinámicas locales. Esto les conduciría a ocupar puestos eclesiásticos, como el de obispo auxiliar de Sevilla en la persona del obispo Michael Fitzwalter, o de responsabilidad en el cabildo municipal, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. También la milicia fue un ámbito destacado de actuación de irlandeses, caso del conde Alexander O’Reilly, nombrado capitán general de Andalucía (1780-1786) y gobernador general de Cádiz, o el almirante de la armada española Henry MacDonnell (1804). En los albores de la guerra de Independencia y del nacimiento del liberalismo, la reducida comunidad irlandesa en Andalucía cobraba altas cotas de representatividad, legando a la historia andaluza del siglo XIX uno de sus más relevantes pensadores: José María Blanco White.

Autora: Cristina Bravo Lozano

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