A grandes rasgos la mayor presencia y asentamiento en España y, concretamente, en Andalucía de individuos procedentes de los Países Bajos coincidió con el desarrollo de una economía atlántica desde puertos andaluces que, como Sevilla y Cádiz, se erigieron a partir del siglo XVI en destacados centros financieros y comerciales a nivel internacional gracias a su privilegiado contacto con América. Sin embargo, cabe situar los orígenes de esta presencia flamenca en la Península Ibérica en los siglos anteriores. La existencia de estrechos lazos comerciales y fuertes transferencias culturales entre las ciudades castellanas y los Países Bajos ya resulta evidente para los siglos XIV y XV, en los cuales será el eje Burgos-Brujas el que actúe como principal marco para el intercambio de mercancías, el traslado de capitales y la movilidad de personas y objetos entre dos espacios de gran vitalidad económica. Posteriormente, la integración de ambos territorios bajo una misma corona, a partir de Carlos V, contribuiría a intensificar aún más las tradicionales relaciones y a facilitar el contacto entre unas economías fuertemente complementarias.  Aunque el conjunto de territorios heredado por el Emperador no dio lugar ni mucho menos a una realidad política o jurídica unificada, esta convergencia sin duda pudo impulsar una mayor movilidad de mercaderes entre Flandes y Castilla y favorecer el aumento y el mayor protagonismo de unas comunidades mercantiles extranjeras que, trasladándose e instalándose en aquellos puertos y ciudades principales que vertebraban las rutas comerciales, no solo hicieron posible el intercambio entre ambos territorios, sino que también desempeñaron un papel fundamental desde el punto de vista económico y socio-cultural en sus nuevos lugares de acogida.

En el caso concreto de Andalucía, la presencia de flamencos en Sevilla queda ya registrada para el siglo XIV, si bien en esa primera etapa fueron los genoveses quienes constituyeron la comunidad mercantil más influyente y numerosa en una ciudad que, aunque estaba lejos aún del protagonismo financiero y comercial que cobrará después como principal nexo de unión entre Europa y América, sí que daba muestras de una importancia evidente en los circuitos internacionales a raíz de su posición geográfica entre el Mediterráneo y el Atlántico. Esto hacía de ella un centro fundamental en las rutas que conectaban las economías del norte y el sur de Europa, lo que justifica la presencia temprana de estos mercaderes extranjeros de diversa procedencia. Sin embargo, fue a partir del momento en que la ciudad se convirtió en vía de acceso exclusiva al comercio con las Indias y vértice fundamental en los circuitos comerciales europeos e internacionales, como centro privilegiado en la circulación transoceánica de productos y personas, cuando la Baja Andalucía adquirió su mayor atractivo para un gran número de mercaderes flamencos. Un número cada vez mayor de flamencos, sumado al de otros mercaderes extranjeros, se asentaron en los principales puertos de la fachada atlántica andaluza e hicieron de estos unos espacios fundamentales en los que proyectar sus negocios. En este contexto, las principales casas comerciales flamencas radicadas en Amberes, a donde éstas se habían trasladado paulatinamente tras el agotamiento mercantil de Brujas a lo largo del siglo XV y su sustitución por la ciudad del Escalda como principal centro económico y financiero de los Países Bajos, no dudaron en incorporar al área suroccidental andaluza dentro de sus estrategias e intereses. Las posibilidades que centros como Sevilla, primero, y después Cádiz, ofrecían para el acceso a los productos y mercados americanos favorecieron durante el siglo XVI una presencia creciente en la capital hispalense de mercaderes flamencos deseosos de participar, directa o indirectamente, en un lucrativo comercio colonial que se hallaba cerrado a los extranjeros. Los obstáculos legales, sin embargo, fueron salvados a través de una serie de mecanismos puestos en práctica por estos mercaderes que contribuyeron a hacer posible su participación en los intercambios con las Indias, fomentando un comercio extraoficial que estaba al margen de los canales legales y de aquel control institucional promovido por un sistema de monopolio cuya falta de rigidez parecía más que evidente.

Un medio frecuente por el que estas firmas comerciales flamencas consiguieron eludir la prohibición de comercio con América para extranjeros fue el recurso a intermediarios y testaferros castellanos con los que acabaron asociándose y creando compañías mercantiles, lo que facilitaría su participación en el comercio ultramarino por medio de estos agentes ubicados en los puertos peninsulares y americanos. Una actuación que, por ejemplo, vemos en la familia antuerpiense Van Immerseel quienes, al no poder negociar directamente con las Indias, recurrieron a sus factores en Sevilla para, a través de ellos, dar salida a su mercancía en los mercados americanos. En este sentido, no era raro que estas casas comerciales flamencas pusieran, además, a los miembros de la familia a cargo del negocio, lo que iba ligado al traslado y la circulación de los más jóvenes entre los diversos centros mercantiles en los que se desarrollaban los negocios y operaciones. En su papel como corresponsales y factores de la firma comercial estos individuos se vieron obligados a establecerse permanentemente o durante largas temporadas en los principales núcleos mercantiles en el extranjero, cuyos mercados y economías locales hubieron de esforzarse por conocer. No menos importante a la hora de definir su actuación fue la necesidad de procurar su integración dentro de las comunidades y ciudades en las que se establecieron, valiéndose para ello de mecanismos de representación corporativa y ascenso social que acabaron por reforzar la posición e influencia de este grupo y sus miembros dentro de la política local. Entre estos mecanismos ocuparon un lugar destacado las alianzas matrimoniales, así como el establecimiento de instituciones que, como es el caso de la capilla y hospital de San Andrés en Sevilla, fundado en 1615 y germen del posterior consulado flamenco-alemán a partir de 1625, contribuirían a reforzar los lazos internos de la comunidad flamenca y a la defensa de sus intereses de grupo dentro del panorama mercantil de la capital hispalense.

Además del recurso a intermediarios, la concesión de licencias por parte de la Corona fue otro medio del que dispusieron los mercaderes flamencos para vencer las trabas del monopolio. Estas licencias para el comercio con América en principio solo se concedían a naturales de Castilla, si bien el aumento de naturalizaciones de flamencos, especialmente durante el siglo XVII, permitió una mayor presencia de estos individuos en la Carrera de Indias a través de los cauces oficiales, controlados por la Casa de Contratación y el Consulado de Cargadores. En cuanto a los requisitos que se exigían para conseguir esta carta de naturaleza, ligados a cuestiones como la residencia y posesión de bienes inmuebles, a partir de las cédulas reales  vemos cómo, en líneas generales, las condiciones se hicieron cada vez más restrictivas y la naturalización se convirtió en un proceso cada vez más dificultoso. No obstante, en la evolución de concesión de cartas de naturaleza a flamencos por parte de la Corona hubo claras diferencias en función de los distintos reinados. Así, mientras que hacia finales del siglo XVI el número de flamencos naturalizados era ciertamente escaso, con Felipe III y Felipe IV, especialmente con este último, encontramos una mayor liberalidad en la concesión de naturalezas. Frente a las necesidades cada vez más acuciantes de la hacienda, consecuencia de sus múltiples compromisos en el exterior, y frente la incapacidad de los mercaderes castellanos para cubrir las demandas y el abastecimiento del mercado indiano, resulta comprensible el que la Corona mostrase en numerosas ocasiones una posición favorable hacia los intereses de la comunidad mercantil flamenca. El establecimiento del Almirantazgo de los Países Septentrionales en 1624 constituye un claro ejemplo de esa política de favor por parte de la Corona, en un intento claro de apuntalar los intereses de los mercaderes flamencos frente a la competencia holandesa. La capacidad financiera de los miembros de este grupo y su fácil acceso al crédito, además de su papel como conectores mercantiles entre tres espacios de importancia clave en el conjunto de la Monarquía Hispánica como son Andalucía, el continente americano y Flandes, permitían a esta comunidad flamenca jugar un papel destacado a ojos de la Corona como herramienta de la política imperial. En esta línea se entiende que esta recurriese de manera cada vez más habitual a naturalizaciones que facilitaran la participación directa de este colectivo en el comercio americano, o el hecho de que mostrase cierto distanciamiento, especialmente en la etapa de Olivares, frente a las demandas de otras corporaciones que, como el caso del Consulado de Cargadores, veían en los negocios de estos flamencos un peligro para sus intereses.

En cuanto a la forma en la que los mercaderes flamencos dispusieron sus negocios cabe destacar cómo a través de su actuación éstos fueron capaces de conectar tres mercados, el ibérico, el americano y el noreuropeo. Tal y como ocurría también en otros grupos extranjeros como los genoveses, los flamencos asentados en la capital hispalense y en otros centros de la Baja Andalucía mantuvieron siempre un estrecho contacto y correspondencia con sus socios y parientes en sus lugares de origen, dando lugar a la creación de unas redes mercantiles de fuerte carácter familiar estructuradas en torno al eje comercial Sevilla-Amberes. Por otra parte, la incorporación del mercado americano a partir del siglo XVI a este eje, con Sevilla como centro principal hacia el que convergen estos circuitos comerciales, acabaría por configurar definitivamente el carácter transoceánico y global de este grupo. Estas redes flamencas no solo lograron poner en contacto territorios distantes en su faceta como intermediarios mercantiles, sino que en ocasiones también fueron capaces de influir y controlar la producción local. En esta línea, en la Sevilla del siglo XVIII familias como los Craywinckel o los Vandewoestyne hicieron de la adquisición y el control de espacios rurales de producción lanera y olivarera, destinada a la exportación, un aspecto principal en unos negocios que iban más allá del mero intercambio de productos. Por tanto, a partir de su activa participación en las economías locales y regionales, así como de su control e influencia sobre los mercados, estas redes reforzaron la interdependencia económica y la complementariedad entre los distantes territorios de la Monarquía en los que actuaban.

En este sentido, el intercambio de productos entre América, la Península Ibérica y Flandes que estas redes controlaban, se estructuraba de manera que se importaban en la Península materias primas procedentes del norte de Europa, muchas de ellas básicas para la construcción naval (trigo, madera, cereales, pescaderías, etc.), así como paños y otros textiles procedentes de los centros manufactureros de los Países Bajos de los que una gran parte eran reexportados hacia América. En contrapartida, los mercados del norte de Europa tuvieron acceso gracias a la actividad de este grupo a una gran variedad de materias primas procedentes de Andalucía como lana, aceite, cítricos, frutos secos, vino y pasas, así como a mercancías coloniales canalizadas a través de los puertos andaluces, especialmente oro y plata americana, pero también cacao y cochinilla.

Autor: Alberto Mariano Rodríguez Martínez

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