Cuando el joven sevillano, Juan de la Milla, quiso acceder a la carrera eclesiástica a fines del XVIII, en su ciudad de Fuentes (perteneciente a la entonces vicaría de Carmona) no halló “piezas eclesiásticas” a cuyo título ordenarse. En su parroquia de santa María la Blanca, existía dotado un único beneficio simple, cuya propiedad pertenecía al antiguo Colegio jesuita de san Hermenegildo de Sevilla, y cuyo servicio, bajo el nombre de “limosna” y a cargo de la institución se encontraba ya ocupado. En una población por entonces –y según el censo de Floridablanca de 1787-, censada en 5.666 habitantes con tres curatos adscritos a su iglesia parroquial, y una clerecía regular repartida entre dos conventos, las posibilidades no eran muchas. Dependía de “piezas” menores: las capellanías. Pero a fines del XVIII decrecían las fundaciones; el problema de las ordenaciones se incrementaba en relación inversamente proporcional a la decadencia de las rentas eclesiásticas. De no hallar capellanías disponibles, su ordenación (que necesariamente y desde el Concilio de Trento requería de unas rentas de origen eclesiástico mínimas, y destinadas a su sustento) se imposibilitaba. Por ello –volvemos a la cita- su adscripción al estamento hubo de hacerse por la “vía del patrimonio”. La cita continuaba: “deseando darle el estado más decente y virtuoso, resolví fundarle patrimonio”. Juan de la Milla, por entonces de 23 años, pudo ordenarse de clérigo de menores órdenes por la “espiritualización” de la dotación familiar; una dotación que quedaba así amortizada.

Lo anterior corresponde a los inicios de una vida eclesiástica, comenzada en 1790. Pero ¿qué significaban los términos? El proceso secularizador experimentado en las sociedades contemporáneas y su laicización consecuente han borrado de la formación general el conocimiento de un vocabulario eclesiástico cuya comprensión era vital para los hombres, las familias y las instituciones del Antiguo Régimen. La Iglesia secular se mantenía de “piezas” denominadas “beneficios”; de hecho, ninguna iglesia parroquial poseía tal estatuto de no contar con primero, altar consagrado y pila bautismal y, segundo, número de “piezas eclesiásticas” suficiente para su servicio y atención de la feligresía. A su vez, ningún aspirante a clérigo secular podría serlo sin poseer, al tiempo de su ordenación, unas rentas mínimas (denominadas “congrua”) que asegurasen su manutención futura. Por tanto, la existencia de beneficios de renta “corriente” (a saber, no perdidas) era, real y no metafóricamente, “vital”: permitían el desarrollo diario del culto y el mantenimiento de parte de su clerecía. Pasaremos entonces a su definición.

Se entendía por “beneficio eclesiástico” el derecho perpetuo de oficiar en la Iglesia, constituido por la autoridad del obispo, con el derecho, a su vez anejo e inseparable, de percibir los frutos eclesiásticos. Debían el nombre a ser “gracias hechas y conferidas por los pontífices y prelados”. Por consiguiente, el beneficio en sí era una “pieza eclesiástica” que comprendía “el oficio” a realizar y la “prebenda” a recibir, bien que la tradición ha eliminado la primera de las expresiones para dejar sólo y únicamente la segunda: la prebenda. Cuando hablamos de beneficios nos referimos, pues, a ambos conceptos: el oficio y las rentas.

El entorno de las parroquias reducía los beneficios a “simples” y “dobles”. En el primer grupo hallaríamos los denominados “beneficios simples servideros”, a saber, oficios sin obligación de cura de almas, y rentas (prebendas) comúnmente derivadas del diezmo detraído a las parroquias. En cada uno de ellos hemos de ver una doble percepción: propiedad y servicio. Por la primera, el propietario obtenía las mencionadas rentas; pero muy pocos propietarios desempeñaban su oficio, al no ser requisito –por derecho canónico- el deber de residencia; razón por la cual los propietarios de beneficios simples debían “contratar” un servidor del beneficio (denominado “vice beneficiado”) al que entregaban una “limosna” (situado) anual por su servicio. Dada su obligación de celebrar misas y memorias en la iglesia a la que se hallaban adscritos, el servidor del beneficio habría de haber finalizado su carrera eclesiástica, siendo sacerdote o presbítero, popularmente conocido como “ordenado de misa”.

El segundo grupo mencionado, los beneficios dobles, o curados, eran aquellos que comportaban cura de almas; por tanto, en ellos, no existía posibilidad de omisión en el deber de residencia. Los beneficiados curados –curas- cuidaban de la tarea pastoral; de ser más de uno en su parroquia se repartían la labor, siendo ordinalmente denominados y distinguiéndose así en el argot eclesiástico entre “cura más antiguo”, primero, segundo, etc. En casos de ausencia debidamente solicitada y justificada, habrían de repartirse las obligaciones los demás servidores de los curatos, o, caso de haberlo, encargarse de ellas el “teniente de cura”. La expresión “servidores” de curatos no es casual: en algunas archidiócesis el propietario de los curatos era en última instancia el arzobispo; a ello responde no haber párrocos en puridad y no existir en algunas demarcaciones la pieza denominada “parrochato”, siendo entendido los curatos “en interinidad” y no “en propiedad”. En función de la tradición y la jurisdicción del lugar, de acuerdos y concordias, los curatos se mantenían de las primicias del grano, o de “situados” entregados por el señor de la villa.

Los beneficios “simples”, esto es, sin cura de almas, más conocidos y comunes eran las “capellanías”, fundación verdaderamente útil en su tiempo por lo que permitía, posibilitaba y “ahorraba”. Procedían en su mayoría de fundaciones piadosas realizadas por particulares o instituciones cuyos objetivos perseguían servicios espirituales de diferente carácter: bien relacionados con el alma del fundador, familia y parentela, bien con servicios específicamente destinados a las labores de culto o mantenimiento de una capilla. De ahí su nombre. Su fundación requería, obviamente de dotación económica, sustentada en bienes inmuebles, censos o juros cuya renta (estas últimas denominadas “números de tributos”) no siempre podía mantenerse, al depender de las entradas de los deudores titulados o conocidos como “inquilinos”. Tales rentas se “espiritualizaban”, es decir no pagaban al Fisco; a su vez, permitían la ordenación de los aspirantes a clérigos que se ordenaban -volvemos a la terminología eclesiástica- “a título de capellanías”, las que en el ejemplo citado no encontraría disponibles el joven minorista sevillano. Su obligación por tanto requería el cumplimiento del oficio: a veces asistencia al coro, a las procesiones, a determinados cultos; pero casi siempre se orientaban a la celebración de misas por el alma de los fundadores; tanto más en las denominadas “capellanías de sangre”, aquellas que “llamaban a parientes”: esto es, que requerían como capellán a descendientes del fundador.  Por su oficio, entregaban a la fábrica de las parroquias el denominado “recado de capellanía”, en concepto de uso de altares y ornamentos en la iglesia.  Dadas sus posibilidades –los restantes beneficios simples servideros no dependían de las fundaciones particulares, sino de las dotaciones del prelado, y por ello no crecían en ritmo acorde a las necesidades- las capellanías se constituyeron en objeto de “deseo” de los hijos de familia. No pocos pleitos se desarrollaron por acceder a ellas. Sobre todo, en las familiares, también conocidas como “laicales”. La decadencia del número de fundaciones a lo largo del siglo XVIII, y la pérdida de las rentas de las de creación antigua, generaron, primero, una “superpoblación” eclesiástica en las parroquias; segundo, la interrupción de no pocas carreras eclesiásticas por ausencia de renta para seguir en las órdenes, lo que en los expedientes de clérigos se titulaba “falta de congrua”; tercero y, en consecuencia, una pérdida numérica de los efectivos en el clero secular.  Comprendemos entonces por qué la familia del joven Juan de la Milla, ante la ausencia de rentas eclesiásticas de su parroquia, hubo de fundar patrimonio eclesiástico, creando así una dotación que, “espiritualizada”, permitiría al hijo ordenarse “a su título”. La diferencia con las capellanías era esencial: la ordenación “a título de patrimonio” conseguía sus objetivos sociales/familiares, pero el patrimonio, ahora amortizado, volvería al siglo una vez finalizada la carrera o la vida eclesiástica del ordenando.

La mayoría de las parroquias contaba en su dotación con piezas denominadas “prestameras”. Existían en casi todas las parroquias, y participaban, en unión de los propietarios de los beneficios simples, de las rentas del diezmo. En su origen eran aportaciones nacidas del prelado con el objetivo de ayudar a los estudios de los clérigos beneficiados. Con posterioridad, también, teóricamente, se prefería a los clérigos pobres dotándoseles de renta para la consecución de dichos estudios universitarios. La realidad es que se hallaron anexas a instituciones, colegios, conventos o clérigos ausentes. En ningún caso, al menos en la archidiócesis de Sevilla, cumplieron el objetivo inicial.   

En algunas parroquias, encontramos también “pontificales”; si bien en sentido amplio se entiende como lo que toca o pertenece al pontífice, en sentido estricto alude a la porción del diezmo destinado a particulares y procedente del tercio correspondiente a dignidades catedralicias y prelado. Solía otorgarse a algún clérigo beneficiado elegido por el arzobispo.

En las iglesias con estatuto especial –básicamente con derecho a reunión a capítulo de sus componentes y por ello llamadas colegiales o capitulares-, la dotación de piezas es diferente. Hallamos en ellas, dignidades, es decir miembros de cabildos cuyo título les otorgaba precedencia sobre los demás. Según dicho orden, en las iglesias españolas lo eran el deán (con capacidad de intervención de las causas entre canónigos y racioneros), y otras consideradas como dignidades “ordinarias”, a saber: el arcipreste, el arcediano, el chantre (maestro de ceremonias), el tesorero y el maestrescuela (encargado de buscar maestros que adoctrinasen a los clérigos al servicio de estas iglesias). Como el abad o prior de alguna colegiata. En las catedralicias, participaban del diezmo de todas las iglesias de la diócesis o archidiócesis, salvo concordia o acuerdo en contrario. Tradicionalmente les correspondía –en unión del prelado- el tercio, cuando menos por mitad. Tras las dignidades, las canonjías, ordinarias o de oficio. Entre estas últimas se contaban cuatro: magistral, lectoral, doctoral y penitenciario. A raíz del Concilio de Trento, se insistirá en la labor (oficio) de la última de las citadas y en el deber del canónigo que ocupase la pieza (y disfrutase de la “prebenda”) de acudir al confesonario, por cuyo oficio se le eximía de asistencia al coro. Las obligaciones de los canónigos de uno u otro tipo consistían en la asistencia a capítulo, al coro, a los sermones de adviento y cuaresma y a los oficios divinos. Los grados inferiores correspondían a los denominados “racioneros”, servidores de las llamadas “raciones”, pieza última en la consideración beneficial de las Iglesias colegiales. En función de su alcance también podían existir “medio racioneros”. La provisión de dignidades y piezas mencionadas correspondía en las iglesias metropolitanas al pontífice romano y al prelado de la diócesis, con variantes a raíz del Concordato de 1753: el triunfo del regalismo borbónico otorgaría a la Corona el derecho universal de nombrar y presentar la mayoría de las dignidades catedralicias y piezas beneficiales.

Pero en las Iglesias con cabildo colegial pertenecientes a territorios de jurisdicción señorial, las “piezas” podían variar. En función de las características del patronato ejercido y de los derechos consecuentes, su cuantía, cualidad y rentas oscilaban. En la muy conocida de Osuna, por ejemplo, hallaremos cinco dignidades (abad, chantre, arcediano, tesorero y maestrescuela), diez canonjías ordinarias (sin precisión de las de oficio), y diez “raciones”. Por último, quince capellanes (seis de coro y nueve de sepulcro) atendían a los oficios de la iglesia y cuidaban del decoro en el panteón de sus fundadores y patronos. Todas estas “piezas eclesiásticas” dependían del duque quien nombraba a sus servidores y dotaba sus rentas, convirtiéndose así en verdaderos asalariados del poder señorial.

Autora: María Luisa Candau Chacón

Bibliografía

CANDAU CHACÓN, María Luisa, La carrera eclesiástica en el siglo XVIII, Sevilla, Publicaciones Universidad, 1993 (Incluye a su fin un diccionario de términos).

LOPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis, “La diócesis de Granada en la visita 2ad limina” de 1685”, en Chronica Nova. Revista de Historia Moderna de la Universidad de Granada, 20, 1992, pp. 361-386.

MARTÍN RIEGO Manuel, Iglesia y sociedad sevillana en la segunda mitad del siglo XVIII, Tesis doctoral. Departamento de Historia de América. Universidad de Sevilla, Sevilla, 1989.

MORGADO GARCÍA Arturo, Ser clérigo en la España Moderna. Cádiz, Universidad, 2000.

TERUEL GREGORIO DE TEJADA Manuel, Vocabulario básico de Historia de la Iglesia. Barcelona, Crítica, 1993.   

E hice interés en aplicarle al estado eclesiástico, deseando darle el estado más decente y virtuoso”.(Expediente de ordenación de Juan de la Milla, Fuentes de Andalucía, Sevilla, 1790).