Desde la antigüedad, la infidelidad conyugal -o lo que es lo mismo, el tener ayuntamiento carnal con persona que es casada, o siendo ambos los que se juntan casados, haciendo traición a sus consortes (Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, 1611, 16v)- ha sido considerada como la falta más grave a los deberes maritales. Juristas, filósofos y autores cristianos compartieron esta opinión, si bien serán únicamente los últimos quienes, siguiendo los postulados paulinos (Cor. I, 6-7), dediquen especial atención a los peligros que para el espíritu entrañaba el quebranto de la fidelidad conyugal.

Serán varias las señas que empleen para recalcar la gravedad de la traición marital. En primer lugar, se trata de un pecado contra un sacramento, el del matrimonio, cosa santa instituida por Dios, por lo que, atentando contra él, se comete gran injuria contra el Creador. Segundo, el adulterio es equiparable al hurto, por cuanto se roba a la mujer o al marido de sus legítimos esposos. Y tercero, se trata de un vicio contra regla de ley natural –lo que no quieras para ti no lo quieras para otro (Juan Esteban, Orden de bien casar y aviso de casados, 1595, Cap. VIII)- y conforme a los Evangelios –todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos (Mateo 7, 12)-. En base a esto, y a lo expuesto por San Pablo en su carta a los Corintios, se insiste con reiteración en varias razones para huir de este pecado: a) por ordenación divina que prohíbe todo género de fornicación; b) por la unión que tenemos con Jesucristo desde el momento en que recibimos el agua del bautismo, que obliga a mantener apartado nuestro cuerpo –como parte del cuerpo de Cristo- de cualquier trato y ayuntamiento carnal realizado fuera del matrimonio; c) por el daño que de este pecado viene al cuerpo, pues con la fornicación atenta el hombre contra su propia esencia, corrompiéndola; y d) por la dignidad de los cuerpos, templos del Espíritu Santo por la gracia del bautismo y la santificación de los demás sacramentos, expuestos a terribles desgracias desde el momento en que se adultera.

Más allá del debate sobre la categorización de esta contravención a la lealtad matrimonial, es de destacar la severidad con que fue castigada la infidelidad de la esposa en casi todas las épocas y culturas. El motivo: si de la relación extramarital mantenida por la mujer nacía un hijo, éste podía ser señalado como elemento hostil al buen discurrir de vida familiar, pues provocaba la denominada turbatio sanguinis, término que hace referencia a la ignominia que para el esposo y para la pureza de su linaje suponía la conducta adúltera de su mujer cuando, siendo fértil, sembraba dudas acerca de la paternidad de los hijos, poniendo en entredicho la descendencia natural y la transmisión de la herencia. Esta distinción, contenida de forma explícita en los códigos legislativos civiles medievales y modernos (Fuero Juzgo, Fuero Real, Partidas, Leyes de Toro y Recopilaciones normativas posteriores), no aparece como tal en la doctrina general de la Iglesia. El Concilio de Trento (Sesión XXIV, Cap. VIII) condenará de forma general esta práctica, con independencia del sexo, estado, dignidad y condición de los culpables. Es más, mostrará especial fijación por los hombres casados que conservan y mantienen a sus concubinas en sus casas, a la vista de sus mujeres. Ahora bien, una cosa es lo que aparece recogido sobre el papel, y otra bien distinta lo sancionado en la práctica. Las mujeres tampoco serán consideradas de la misma manera que sus maridos por las autoridades eclesiásticas. La infidelidad masculina, aunque criticada por la mayoría de los teólogos, fue tolerada y sólo vagamente censurada, mientras que la cometida por la mujer fue objeto de continuas reprobaciones y duros castigos.

¿Y entre las gentes de los Tiempos Modernos? ¿Qué opiniones y qué actitudes se generaron en torno al adulterio? Durante los siglos XVI y XVII la traición conyugal resultó ser un tema obsesivo y ampliamente condenado entre quienes nos precedieron debido a su asociación con la pérdida de la honra y la fama, valores compartidos por el marido y la mujer desde el mismo momento en que contraen matrimonio. De ahí que –también ellos- consideren especialmente grave la falta cometida por la esposa, porque de su conducta dependía la reputación del varón. La mujer adúltera será vista como una de las peores lacras para la sociedad, pues convertía a su marido en cornudo, ofendía a su familia, descuidaba las responsabilidades propias de su estado y amenazaba la continuidad de la dominación patriarcal. Sin omitir a aquellos que alzaron la voz para culpar a los maridos del adulterio de sus esposas –caso de Cervantes en El celoso extremeño o de María de Zayas en El prevenido engañado– lo cierto es que lo común fue continuar señalando al sexo femenino como único responsable de la transgresión.

El empleo recurrente al tema del adulterio en la literatura de los siglos modernos, así como las reiteradas advertencias de los textos morales reflejan, primero, la intemporal ansiedad colectiva de una sociedad obsesionada con el sexo y su relación con el contrato social del matrimonio, y segundo, la extensión que debió alcanzar la práctica de la infidelidad conyugal durante la Modernidad. La causa principal de este fenómeno habría que buscarla en las condiciones que solían acompañar a los matrimonios. No era el amor lo que llevaba al sacramento. Ni siquiera se consideraba conveniente el que esta “afición” llegase antes de la celebración del enlace. De hecho, las relaciones adúlteras estarían más próximas a nuestro concepto actual de amor que las desarrolladas dentro del matrimonio. Constituirían una válvula de escape para sentimientos y pasiones de unos esposos que lo son exclusivamente por sometimiento a los intereses de sus familias, que se convierten en víctimas de una práctica nupcial en las que los deseos individuales no cuentan, sobre todo en los grupos medios y altos. Esto, unido a la imposición eclesiástica y civil de la indisolubilidad del matrimonio, habría fomentado la aparición y difusión de la infidelidad, dejando en evidencia que las reglas, por mucho que se pretenda, no pueden impedir el escape de los sentimientos ni eliminar la satisfacción de los deseos.

Pero la realidad no es tan simple. Marido y mujer no sólo buscaron a través del adulterio un modelo de relación que, a priori, les habría sido negado. La transgresión surge también por otros motivos y esconde otras realidades. De hecho, tras el adulterio masculino y el femenino encontramos fines muy diferentes. Los primeros, hastiados por las cargas propias del matrimonio, encuentran respiro y libertad en aquellas “amigas” que frecuentan fueran del hogar. Unidos a ellas de por vida o acostumbrados a cambiar de compañera con facilidad, fueron muchos los que no mostraron escrúpulos a la hora de actuar contra lo dispuesto por la Iglesia. Las mujeres, por su parte, traicionarán a sus esposos por satisfacer sentimientos no cubiertos en el matrimonio. La existencia de relaciones de poder poco equitativas entre los cónyuges no implicaría que las mujeres no buscasen también satisfacer su afectividad y sexualidad fuera del lecho marital. Y también, por procurarse alimento, vestido o cobijo en situaciones de necesidad económica y desamparo. De hecho, serán los aprietos materiales los que empujen por regla general a las adúlteras a mantener relaciones ilícitas con hombres que ostentan una condición social superior pudiendo procurarles un bocado diario. Mujeres que han vivido la experiencia de un matrimonio fracasado o que han huido de la compañía de sus maridos a consecuencia de los malos tratos.

Toca ahora hacer mención a los cónyuges defraudados; al modo en que reaccionan –o se les aconseja reaccionar- al descubrir el engaño. A ellos, antes de confirmar la infidelidad de sus esposas, se les recomienda actuar con cordura, evitar los celos y cuestionar la veracidad de los rumores difundidos por la vecindad. Teólogos y moralistas hacen un llamamiento a la sensatez, al sosiego de espíritu y a la confianza en la bondad de la mujer, al tiempo que compelen a eliminar cualquier acción que pudiera ser origen de aborrecimientos y enojos entre el matrimonio. Se les explica que resulta de mayor utilidad hacer entender a sus compañeras la confianza que tienen en ellas, así como asegurar su guardia y custodia. Las circunstancias cambian cuando se tienen pruebas del delito. En estos casos, siendo secreto el conflicto, se aconseja disimular la falta de la esposa y ponerle remedio en la intimidad del hogar, desechándose siempre la idea de acabar con la vida de la adúltera. Sólo en el supuesto de que el adulterio se hubiese convertido en asunto de dominio público, se exige la intervención de los tribunales.

Pero no todos los casos de adulterio femenino fueron sellados siguiendo alguno de los procedimientos anteriores. Existen pruebas de la clemencia empleada por algunos maridos para con sus esposas. Nos referimos a las cartas de perdón, otorgadas ante un escribano y testigos, muestras de la concesión formal del perdón a la adúltera y de su readmisión en el hogar conyugal. No obstante, las cosas no siempre son lo parecen. El contenido de estos documentos obliga a ser precavidos a la hora de extraer conclusiones acerca de las verdaderas intenciones de quienes las otorgaban. Poco parecen haber tenido que ver con la debilidad de quienes las concedieron, las presiones de la moral social o el amor hacia sus esposas. Junto al propósito expreso del marido de perdonar a la mujer adúltera, la carta incluía el compromiso del otorgante de no dar mala vida a su esposa; precaución que prueba la existencia de “perdones” que en última instancia no perseguían la reanudación de una vida marital pacífica. Muy al contrario, muchos de estos esposos “indulgentes” tan sólo habrían procurado con su gracia el regreso al hogar de sus mujeres para poder disponer de ellas libremente y castigarlas según su criterio por el dolo perpetrado contra su honor.

Finalmente, no faltaron quienes toleraron los excesos de sus mujeres o, incluso, se sirvieron de ellos para ganarse la vida. Por regla general se trata de individuos pertenecientes a grupos sociales con pocos recursos, que ven en los regalos del amante a su esposa la posibilidad de salvar situaciones familiares complicadas. Aun a costa de su honor y fama, se dedican a beneficiarse de una situación cómoda, cuando no actúan abiertamente como rufianes cubriéndose con el manto legal del matrimonio. Más que sufridores, estos esposos eran tenidos por activos beneficiarios de los atractivos de sus mujeres. Tipos dignos de recibir cualquier tipo de burla o desprecio, como queda reflejado en la poesía burlesca de Quevedo. Y pecados castigados por la justicia con el castigo mayor: el presidio africano.

Frente a los consejos dirigidos a los esposos, a las mujeres víctimas de adulterio se les recomienda templanza y contención. Desplazadas por otras mujeres, se esperaba de ellas entereza y resignación. A lo sumo, podían mostrarse serias ante sus maridos para darles a entender el pesar causado por sus flaquezas, tratar de apartarlos del pecado con mansos consejos o encomendar su enmienda a Dios. Como contrapartida, se criticaba la actitud de quienes, en vez de permanecer sujetas a sus cónyuges, los compelían, acechaban o espiaban para averiguar todo tipo de circunstancias. Suponemos que la mayoría de las mujeres de los Tiempos Modernos aguantaron con paciencia las consecuencias de las incontroladas pasiones de sus esposos. No obstante, no todas se amoldaron al ideal propuesto por las instituciones. En ocasiones, cuando el cabeza de familia no cumplía con el deber de protección a satisfacción, las mujeres no tuvieron inconveniente en actuar con resolución a fin de enderezar la situación, sin descartar el acudir a los tribunales requiriendo ayuda, en especial cuando el adulterio venía acompañado de otros agravantes relacionados con el desembolso efectuado por los maridos infieles con sus amantes. La convicción y perseverancia con que algunas se enfrentaron a la situación demuestra el carácter decidido de las protagonistas de estas historias, al tiempo que permite intuir la existencia de ciertas fisuras en el intocable poder patriarcal, rendijas identificadas y aprovechadas por las mujeres para hacer valer sus derechos y emplear los medios dispuestos a su alcance.

Aun así, no podemos omitir a aquellas mujeres que aceptaron convivir no sólo con sus esposos, sino también con las “amigas” de estos y con los hijos resultantes de la relación adúltera. Las esposas que aceptan esta anómala situación lo hacen porque no disponen de los medios necesarios para mantenerse por sí solas, ni quien pueda proporcionárselos. Prefieren compartir techo con quienes las ofenden y sus vástagos antes que caer en desgracia por haberse despegado de sus incorregibles maridos. Incluso reclaman su liberación de la prisión y regreso al hogar por las penurias que esta situación genera en sus vidas.

En resumen, la conducta adúltera, incluso contraviniendo el orden establecido –desde el mundo de lo civil o de lo religioso-, representa la materialización de unas necesidades, afectivas y/o materiales. Si estas son las causas, sus consecuencias tienen que ver con la subversión del equilibrio de las instituciones de los que la sociedad se vale para su pervivencia y evolución: la familia, en primer lugar; asimismo la comunidad.

Autora: Marta Ruiz Sastre

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