Kutz, pisietl, dugalt o uppowoo, son algunos de los términos empleados en las primitivas lenguas indígenas americanas para mencionar lo que en Europa se dio a conocer con el nombre de tabaco. Este producto, que llegó al Viejo Continente como un exotismo más proveniente del Nuevo Mundo, vivió un período inicial de esplendor que ocupó la práctica totalidad del siglo XVI. Durante esta etapa, el tabaco fue considerado una planta capaz de evitar el cansancio, saciar el hambre y cicatrizar heridas con rapidez. A su vez, fueron numerosos los estudios etnográficos acerca de los usos tanto cotidianos como rituales que los indígenas americanos daban a esta planta.

Al margen de las propiedades medicinales y los fines solemnes del tabaco, existió un ámbito que llamó poderosamente la atención tanto de particulares como de la propia Corona castellana: el plano económico. Tras este primer período de exotismo que experimentó el producto, pronto su consumo comenzó a generalizarse entre la población europea, primero en forma de hoja y, más adelante, como polvo para aspirar. La historia de la industria tabaquera en los territorios hispánicos a lo largo de la Edad Moderna podemos dividirla en dos etapas diferenciadas. Por una parte, el siglo XVII, coincidiendo éste con el reinado de la dinastía de los Habsburgo. Por la otra, nos encontramos con un siglo XVIII fuertemente marcado por la impulsora política tabaquera que desarrollaron los monarcas de la casa de Anjou. Asimismo, ambos períodos se centralizan en la ciudad de Sevilla y, más concretamente, en su Real Fábrica de Tabacos.

Existe constancia de una primitiva fábrica de tabacos en Sevilla que funcionaba en torno a 1620 y era conocida como Casas de la Galera. Este primer centro fabril estaba dedicado básicamente a proporcionar al tabaco un último aderezo, puesto que el resto de su elaboración se desarrollaba previamente en tierras cubanas. Sevilla no se convirtió en núcleo de la industria tabaquera hasta la Real Cédula de 28 de diciembre de 1636. Esta orden de Felipe IV decretaba que el único centro legal de elaboración y distribución de tabacos era la Real Fábrica sevillana situada en torno a la parroquia de San Pedro, procediéndose pues al cierre de los pequeños talleres manufactureros repartidos por la geografía peninsular.

Si bien debemos entender que a la altura de 1636 la industria tabaquera contaba con un grado de prosperidad que bien merecía una renta propia, también debemos ser conscientes de que la tendencia social a consumir tabaco fue una constante en alza a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Como consecuencia, la sevillana fábrica de tabacos de San Pedro se vio sometida a continuas ampliaciones y numerosos ensayos técnicos que perseguían la mejora tanto de la calidad como de la cantidad de la producción.

Durante el gobierno de los Habsburgo se acometieron las dos primeras ampliaciones de la Real Fábrica de Tabacos. La primera de ellas tuvo lugar entre 1669 y 1672, mientras que la segunda se desarrolló entre 1685 y 1688. Hasta el momento la Renta del Tabaco había estado dirigida por asentistas particulares, previo pago a la Corona. Sin embargo, la inflación monetaria de la década de 1680 dejó vacante este puesto y la propia Administración real se hizo cargo del estanco tabaquero durante un corto período. Fue en realidad un primer ensayo de gestión estatal aunque aún habrían de pasar décadas hasta que se hiciera efectivo definitivamente.

La llegada de la casa de Borbón al trono castellano nada más comenzar el siglo XVIII propició un impulso sin parangón en la manufactura tabaquera. Tanto interés suscitó esta renta en Felipe V que en su primer cuarto de siglo de reinado llevó a cabo una intensa política de desarrollo de esta industria y acometió tres ampliaciones en las fábricas de San Pedro: 1701-1703, 1714-1716 y 1726-1727. Tras la última modificación la producción y calidad de tabacos habían aumentado considerablemente respecto a décadas anteriores, pero la falta de espacio y el caos en que empezaba a convertirse las instancias fabriles eran evidencias que requerían una solución urgente. Si bien en un primer momento se consideró la opción de trasladar las fábricas a las Reales Atarazanas de Sevilla, pronto esta idea fue descartada y se decidió aceptar el proyecto de emprender la construcción de un nuevo y espectacular conjunto fabril. El flamante edificio debería situarse extramuros de la ciudad, junto a la Puerta de Jerez, entre San Diego y San Telmo y próximo al espacio portuario de la ciudad. El proyecto fue aceptado en 1725 y tres años más tarde comenzaron las obras. Mientras, la Renta del Tabaco se vio obligada a alquilar nuevas instalaciones en el sevillano barrio de los Humeros con sus consecuentes desembolsos.

El decreto de Universal Administración a través del cual el Estanco del Tabaco pasaba definitivamente a ser gestionado por la propia Corona significó un nuevo estímulo al consumo del género que, una vez más, puso en evidencia la incapacidad de las caóticas instancias fabriles de San Pedro para atenderlo. Así pues, con las nuevas fábricas de San Diego avanzando a un ritmo insultantemente lento, el gobierno se vio en la necesidad de realizar una nueva ampliación en el entramado fabril sevillano en 1740. Esta última obra puso de manifiesto la imposibilidad de seguir ampliando las estancias, por lo que sólo era cuestión de tiempo que la industria tabaquera de Sevilla se viera completamente desbordada ante la creciente demanda. Tanto fue así que en 1744 fue publicada la Instrucción General de Félix de Davalillo, dedicada a mejorar el funcionamiento interno de las fábricas de San Pedro. Ello propició que la producción de tabacos llegara a su punto álgido de desarrollo entre 1747 y 1758.

Por estas fechas, las instancias fabriles de San Pedro ya eran capaces de elaborar una media anual de más de tres millones de libras de tabaco polvo y 120.000 de tabaco de hoja, frente a las 400.000 a las que apenas llegaba en torno a 1680 en polvo y 10.000 en hoja. El número de operarios superaba el millar y el equipamiento técnico alcanzaba el centenar de molinos y los 250 caballos, frente a los tres molinos y cinco corceles con los que contaban las fábricas en torno a 1647. Por otra parte, los turnos de noche llevaban años desenvolviéndose, lo que propiciaba que las fábricas estuviesen en permanente funcionamiento, a pesar de los riesgos de incendio, fraude y menor efectividad que conllevaban las jornadas nocturnas.

El ascenso del marqués de la Ensenada como hombre fuerte del gobierno de Fernando VI a mediados del XVIII propició un descomunal avance en las obras de las nuevas fábricas. Los trabajos movilizaron, directa o indirectamente, a toda la ciudad dado el elevado número de trabajadores que requirió y el constante vaivén de navíos encargados de proporcionar madera y piedra necesarias para la consecución de la obra. Así, antes de 1760, la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla había sido trasladada definitivamente a las instancias fabriles de San Diego a falta de culminar algunos edificios como la cárcel o la capilla, obras que no culminarían hasta la década de 1770. La consecuencia más directa de la puesta en marcha del espectacular conjunto fabril fue la creación de una nueva Instrucción en el año 1761, esta vez a manos del superintendente José Antonio de Losada y Prada. Bajo el título de Instrucción General para Gobierno de las Reales Fábricas de Tabacos de la ciudad de Sevilla quedaban aglutinados 21 capítulos y 577 artículos que regulaban exhaustivamente el funcionamiento interno de la nueva sede industrial tabaquera.

La esperada apertura del soberbio edificio de San Diego acabó en desengaño antes de lo que pudiera esperarse. Bien es cierto que con su funcionamiento la industria tabaquera contaba ya con un centro neurálgico mucho más adaptado a la realidad de una renta que se había convertido en una de las ramas más rentables de la Real Hacienda. Sus dimensiones le otorgaban capacidad para ello pero, en este caso, falló la estrategia de los propios administradores. El nuevo edificio estaba principalmente preparado para soportar un intenso ritmo de producción de tabaco polvo. Sin embargo, la población se fue inclinando desde el primer tercio del siglo XVIII hacia el tabaco de humo. Ya a la altura de 1760, el consumo de tabaco de hoja se situaba en el 40% del total, alcanzando el 60% en las décadas finales del siglo XVIII. Por su parte, la Corona insistió en ofrecer masivamente a la población tabaco de polvo, considerando que acabaría consumiéndolo ante la carencia del de hoja. La realidad fue otra, y es que finalmente esta estratagema alimentó el contrabando del género de hoja y obligó a modificar a contrarreloj el funcionamiento interno de las fábricas de San Diego, adaptándolo a las nuevas exigencias sociales.

Autor: Álvaro Javier Romero Rodríguez

Bibliografía

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