El siglo XVIII andaluz, en contraste con las duras adversidades de la centuria anterior, presenció para el conjunto de su territorio andaluz un sostenido crecimiento demográfico. Los numerosos recuentos poblacionales realizados, de los que existen en Andalucía una abundante aunque desigual información, constituyen un inestimable recurso para poder conocer la población y medir su ritmo demográfico. No obstante, sus cifras deben ser contrastadas con otras fuentes esenciales como las series vitales.

Andalucía, en conjunto, se situó, respecto a su comportamiento poblacional, en línea con otros territorios peninsulares periféricos. Presentó un ascenso global en torno al 40%, con una tasa anual acumulativa cercana al total nacional, aunque lógicamente diferenciada para cada lugar concreto de su extenso territorio. La tendencia habla de vitalidad poblacional, pero no es el caso de una “revolución demográfica” equiparable a la entonces dada en otros lugares de Europa. Sitios como la ciudad de Granada, por sus circunstancias, sirven de ejemplo pues registraron un crecimiento espectacular y su población aumentó  entre un cincuenta y un setenta por ciento en los dos primeros tercios del siglo. En oposición, se situaron otros comportamientos, como la urbe de Sevilla, para los que la depresión demográfica, deudora de la crisis del XVII, se mantuvo durante la primera mitad del periodo.

Durante esta centuria se mantuvo el ciclo demográfico antiguo, caracterizado por su elevada tasa de natalidad -en torno al 40 por 1.000-, la estabilizada nupcialidad –del 10 sobre 1.000- y, por último, el descenso de la mortalidad. En el comportamiento de este último elemento radica la razón del crecimiento andaluz, sobre todo por la desaparición de la mortalidad catastrófica que épocas anteriores se definió por la presencia de unas epidemias causantes de una terrible mortandad. De este modo el crecimiento vegetativo, hasta entonces situado al límite, arrojaría valores de incremento del 4-6 % sobre 1.000 habitantes por año, coadyuvando a su comportamiento hechos como la sustancial mejora de las condiciones higiénico-sanitarias o la superior alimentación. No obstante, determinados azotes continuaron castigando Andalucía pues sufrió enfermedades tan contagiosas y difíciles de erradicar como las fiebres tercianas, el vómito negro o la fiebre amarilla. Del mismo modo, también estuvieron presentes carestías, hambrunas, plagas de langostas e, incluso, crisis telúricas de renombre. Sin embargo,  el amplio catálogo de las adversidades presentó una modificación sustancial frente a anteriores tiempos: los problemas resultaron ser puntuales y localizados, además de que los medios utilizados contra ellos fueron más efectivos.

En los primeros años de la centuria la población andaluza se distribuyó en un reparto desigual: la Baja Andalucía acoge el 55% del total mientras que el 45% restante estaría situado en la región de la Alta Andalucía. Su cifra total, de 1.310.000 habitantes, aún no superó el efectivo poblacional que existió en la región a fines del XVI (año de 1591) por el escaso margen de unos 20.000 andaluces e incluso determinados puntos arrastraron la secuela del siglo XVII.  La tendencia al alza ya es notoria en el Catastro de Ensenada de 1752 pues refleja un aumento total del 24% y anota a 1.634.000 habitantes, superando en más de 400.000 pobladores las cifras del siglo XVI. Además, en reparto demográfico vuelve a primar la Baja Andalucía (916.000 habitantes, 56% del total) frente a la Alta (717.000 pobladores, el 44% restante). Cifras que, como contraste, se invierten al considerar la densidad territorial pues el Reino de Granada estaba más poblado (24 habitantes por Km2) que el territorio del Guadalquivir (22 habitantes por Km2).

El aumento poblacional mantuvo su ritmo creciente llegando a 1.850.000 andaluces recogidos por el censo de Floridablanca del año 1787 e incluso a los 1.900.000 habitantes del censo de Godoy realizado al final del siglo -1797-. Unas cifras que situaron a Andalucía en el umbral del ciclo demográfico contemporáneo para cerrar la centuria con un alza total próxima al 60% de habitantes.

El balance demográfico positivo se debió a toda una serie de hechos favorables para la población, coadyuvando a la acción contra la mortalidad catastrófica y la mayor eficacia en el uso de los viejos sistemas de control, caso del cordón sanitario puesto en práctica y que bien pudo impedir en 1720 la propagación de la peste marsellesa. En la superación de las misérrimas condiciones higiénico-sanitarias que afectaban a la población, hubo ejemplos asistenciales como la creación en Cádiz en 1750 de la Academia de Cirugía, o bien la introducción en muchas localidades de la figura del médico y la matrona como medida de auxilio primario, junto con la generalización del uso la quina de origen indiano, la inicial inmunización de la viruela, y los primeros traslados, a fines de siglo, de los hasta entonces contaminantes entierros en sagrado a los cementerios extramuros de las ciudades.

También se añade la menor inseguridad del litoral andaluz e incluso el trasvase poblacional desde la costa norteafricana que rompe la tradicional imagen de frontera impermeable. Destaca, a su vez, la presencia en la región de sectores emprendedores que, con su empuje económico, dinamizaron ciertas zonas andaluzas con la entrada de cultivos como los viñedos y la caña de azúcar antillana -más productiva que la autóctona- polarizando el incremento demográfico sobre determinados focos geográficos con una notable capacidad de absorción poblacional e, incluso, acaparando la rentable capacidad comercial, la presencia de una importante población extranjera en las principales áreas portuarias: Cádiz en 1709 ya posee un 9% de extranjeros y en la Málaga de aquel año viven un 3´2 % de italianos.

Sin embargo, para la población el vital crecimiento no pudo soslayar el deterioro socio-económico con el consiguiente aumento de la marginalidad durante el siglo XVIII y, en tal sentido, abundan los ejemplos: en Granada en 1752 el 4´3% de su población era ”pobre de solemnidad”, la Casa de Expósitos de Sevilla acoge durante la centuria a un total de 27.000 niños que son ingresados en una de las inclusas más activas de Castilla, y los gitanos andaluces –una de las minoría excluidas por la sociedad más característica- representaban a la mitad peninsular según el recuento realizado con motivo de la Gran Redada del verano de 1749.

La trilogía clásica de adversidades también afectó a Andalucía con la actuación de los ciclos de malas cosechas, unidos a las epidemias, junto con la aparición de la muerte por causa del hambre. En el calendario negativo, año a año, las más variadas crisis asolaron los campos y ciudades de Andalucía: en 1705 sucedió un contagio epidémico de fiebres en zonas del interior como Antequera, en los años de 1709 y 1710 las plagas de langosta asolaron a sitios como Níjar o la Vega de Granada, le siguió una epidemia en la Bahía gaditana que causaría en Jerez de 3.000 muertes según una exagerada crónica. Las carestías de Sevilla hacen a su vez que en ella a inicios de siglo el grano alcance un valor de los 1290 reales por fanega de trigo, cuando su media anual era de 18, provocando la búsqueda del sustento al límite y donde los pobres salen al campo a “coger yerbas”, o bien se matan entre sí por alcanzar alguna limosna. Pero no acabaron aquí las dificultades, pues en 1719 aparece el tabardillo en Málaga y Almería, de modo posterior de 1735 a 1736 se extiende un amplio ciclo de epidemias, en el que Córdoba pierde 15.000 almas; o bien, ya en 1741, el “vómito negro” causa 2.000 muertes en Málaga. El propio castigo del hambre también provocó motines de carácter popular, como el conocido de 1766, que se extendió desde el conjunto del país por Andalucía. A su vez las calamidades naturales dejaron sentir su presencia, la de mayor trascendencia fue el terrible terremoto de 1755, que produjo un considerable número de víctimas en sitios como la costa onubense, dejando también sentir sus efectos catastróficos en ciudades como Sevilla o Málaga, e influyendo en la memoria colectiva por los votos efectuados en determinados puntos para la salvaguarda divina de sus efectos.

Directamente unida a la idea de despoblación de Andalucía, sostenida por los contemporáneos y producto de las ideas ilustradas fomentadas por los gobernantes del siglo XVIII, en Andalucía surge la cuestión de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, que tuvieron su antecedente en el frustrado Proyecto de Bartolomé Porro para fundar una nueva provincia y nuevas poblaciones en torno al Campo de Gibraltar de 1720 a 1724.

Entre los objetivos de la nueva repoblación pesaba humanizar al territorio con el nuevo proyecto de poblar las zonas desiertas existentes en el camino real de Andalucía y siguiendo la ruta de Madrid a Cádiz, propiciando así el comercio con el interior desde la próspera bahía gaditana. Otro motivo era el de crear un tipo de sociedad “de nuevo cuño” que no reprodujera los males que hasta entonces habían impedido modernizar el país. La actuación debía desarrollarse sobre tres ámbitos territoriales (La Moncloa, el desierto de la Parrilla, y la propia Sierra Morena). Esta empresa quedó en manos del oficial bávaro Juan Gaspar Thurriegel, quien se comprometió a instalar, a partir del año 1769, a un número de 6.000 colonos católicos alemanes, suizos y flamencos y del intendente Pablo de Olavide, actuando de fiscalizador. El minucioso plan establecido (entrega de parcelas iguales por colono, diseño de sus viviendas y de los núcleos de población, etcétera) debía dar teóricamente sus frutos, pero en la práctica pronto surgieron dificultades y, paso a paso, se sucedieron los problemas, principalmente los de adaptación. A fines de siglo, transcurridos veinte años, de los 10.000 individuos aproximados que comenzaron la colonización quedaban poco más de la mitad. No obstante, pese a las dificultades, el proyecto fraguó en la creación de localidades como La Carolina, La Carlota o La Luisiana que sobrevivieron y permanecen hoy de ejemplo de aquel experimento poblacional.

La articulación territorial de Andalucía estuvo marcada por fuertes contrastes que aún perduran. De modo global, se reafirmó el desplazamiento demográfico de centro a periferia (del interior al exterior), del que surge un sobre poblamiento costero en los dos grandes ejes del litoral andaluz. El Reino de Sevilla arrancaría tardíamente su fase de expansión demográfica pues hasta los años 1709 a 1710 no inicia el despegue y llega a alcanzar un incremento del 59% en el corto plazo de cuarenta años, ya a mediados de la centuria. Sin embargo, en su interior estaba incubando una crisis socioeconómica estructural, identificada con el propio factor de la abundancia poblacional, con la mala organización del primordial sector agrario, la nula planificación familiar o la permanencia de cierta corriente migratoria que, aunque atenuada, generó aun mayor tensión en momentos de carencia de oferta ocupacional. La ciudad de Sevilla resultó la más castigada: no era ya la urbe de antaño tras la pérdida de la cabeza del comercio con Indias, como también por las desinencias y coletazos de las sucesivas crisis de la anterior centuria. En el extremo opuesto fue Cádiz, y las localidades próximas a ella, las grandes beneficiadas con la apertura al Atlántico, como por la favorecedora política del rearme naval. Así, en un espectacular crecimiento, Cádiz duplicaría sus habitantes desde el año 1700 (30.000pobladores) a los 70.000 vecinos de 1750, jugando un pulso vencido con la capital del Guadalquivir.

El despegue demográfico del Reino de Granada se inició en los dos últimos decenios del siglo XVII, dejando atrás, con fuerza, al periodo central de siglo sacudido por las fortísimas crisis y en el siglo XVIII experimentó una notable pujanza demográfica. Determinados hechos ayudaron a su incremento, tales como la fortísima corriente inmigratoria procedente del Reino de Jaén. En el caso de la ciudad de Granada, las cifras son elocuentes: en 2/3 de los matrimonios que se forman en el siglo XVIII al menos uno de los cónyuges procede del exterior, de ellos el 29% tienen origen en la vecina Jaén. La capital del Reino se recuperó y llegó a superar los 50.000 habitantes, con una cierta reactivación de su economía manufacturera, de la seda, del lino, del cáñamo, de las jarcias o del vidrio, y con un notable crecimiento de su territorio circundante pues la Vega alcanzaría los 8.000 pobladores. En igual sentido se reactivaría Las Alpujarras (14.000 habitantes),  la comarca de los Vélez (6.000) y Ronda (10.000). Pero sobre todo destacaría la vitalidad del litoral: la ciudad de Málaga, al abrigo de su pujante economía vitivinícola y comercial, alcanzaría 50.000 habitantes a mediados del periodo; Motril los 4.000 vecinos, y la ciudad de Almería que duplicaría su población hasta superar los 10.000 pobladores.

Autor: Francisco Sánchez-Montes González


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