El 2 de abril de 1767, en virtud de una pragmática real, fueron detenidos los jesuitas de toda España por orden del rey Carlos III, procediéndose a su expulsión o “extrañamiento”, según la terminología oficial de la época.

Era la ejecución del real decreto de 27 de febrero de ese año por el que el rey usaba de su potestad “económica” para una medida tan excepcional, sin tener que recurrir a justificación alguna salvo la emergencia y seguridad de sus reinos, reservando en su real pecho las causas “gravísimas” de la expulsión. En realidad se trataba de la culminación de la “pesquisa secreta” desplegada desde los motines del año anterior, en particular el motín de Madrid, llamado de Esquilache, que tuvo lugar entre el 23 y el 26 de marzo de 1766.

Las causas de la aversión contra la jesuitas eran realmente profundas, más allá de las protestas contra el decreto de las capas y los sombreros que precipitó los acontecimientos de Madrid. Las protestas tuvieron reflejo en muchas provincias en forma de motines de hambre. La expulsión de los jesuitas españoles en 1767, con posterioridad a su expulsión de Portugal (1759) y Francia (1764) y con anterioridad a las de Nápoles (1767), Parma y Malta (1768), se inscribe en la política regalista de las cortes europeas, en el caso español la de Carlos III.

Ciertamente la Compañía de Jesús se había convertido en un cuerpo incómodo para la Corona, considerado incompatible con ella, “un estado dentro del Estado”, cifrándose esa incompatibilidad en aspectos tales como el ultramontanismo de los jesuitas (“cuarto” voto de obediencia al papa), su clara distinción frente a las restantes órdenes religiosas, sus doctrinas morales transidas de laxismo y casuismo, la difusión de la teoría del regicidio, el control de la enseñanza secundaria y de los colegios mayores, la defensa a ultranza de las reducciones guaraníes (Paraguay) frente a España y Portugal, sus diversas vanguardias misionales (ritos chinos y malabares), la supuesta acumulación de riquezas y sus muchos privilegios y, en general, su apego e influencia sobre las elites en todo el país y en el ámbito colonial. Por estas razones, el castigo fue común y sin juicio; no aplicado simplemente a quienes se considerase culpables de los delitos de sedición en aquel año crítico de 1766, en el que una climatología desfavorable se alió negativamente con las medidas económicas avanzadas del secretario de Hacienda, marqués de Esquilache.

El resultado fue que todos los jesuitas sufrieron la pena del exilio y, en una operación policial sin precedentes, fueron detenidos en sus colegios y conducidos a los lugares de embarque. La provincia jesuítica de Andalucía se extendía entonces por toda la geografía andaluza más el sur de Badajoz y las islas Canarias. Estaban establecidos en distintos centros, sobre todo colegios, de treinta y dos localidades y el número de jesuitas afectados alcanzaba la cifra de 704, distribuyéndose entre 333 profesos (sacerdotes), 267 coadjutores (hermanos) y 104 escolares. El total de los jesuitas expatriados de España y sus territorios coloniales pudo alcanzar la cifra total de 5.700.

Los enfermos e impedidos fueron destinados a hospitales y diversos conventos; los demás fueron embarcados en El Puerto de Santa María, haciendo escala en Málaga para recoger a los allí concentrados. Su destino inicial fueron los Estados Pontificios, pero el papa Clemente XIII impidió su desembarco por considerar unilateral la medida de Carlos III, mostrando su rechazo frontal al no haber sido informado previamente de la drástica decisión regia. Precipitadas negociaciones diplomáticas permitieron el desembarco en la isla de Córcega de los jesuitas españoles. Los barcos con los jesuitas andaluces fueron los primeros en desembarcar en esa isla, tras setenta y tres días de travesía, y fueron destinados a la localidad de Alagaiola, ocupando los jesuitas de otras provincias diversas ciudades corsas.

La situación en la isla fue muy dura al encontrarse en plena guerra declarada por el separatista Paoli contra la república de Génova, interviniendo además Francia, que finalmente obtuvo Córcega por compra en 1768. Era el momento de partir para los jesuitas españoles allí albergados. En septiembre de 1768 se dirigieron a los Estados Pontificios y tras varias jornadas a pie desde Sestri Levante arribaron a las legaciones pontificias septentrionales, donde ya sí fueron admitidos por el papa. Los jesuitas andaluces se establecieron preferentemente en 26 casas de la localidad de Rímini, en la costa adriática, pero también en Santarcángelo y Faenza.

Algunos jesuitas andaluces dejaron testimonio del viaje a través de diversos diarios. Así lo hicieron Rafael de Córdoba, del colegio de Cádiz, Diego de Tienda, Marcos Cano, ambos del colegio sevillano de San Hermenegildo, y Alonso Pérez de Valdivia, del colegio de Jaén, autor también de unas inéditas “Memorias para los Comentarios del Destierro”, contándose además un anónimo Diario breve de la navegación a Italia. Pero la relación más extensa de todo el destierro, no sólo del viaje, sino de la supervivencia durante décadas, fue la obra ingente del jesuita castellano Manuel Luengo, fallecido en 1816. En general, los diarios del exilio presentaron el triste destino de los jesuitas con tintes providencialistas y en gran medida alentaban la esperanza del pronto regreso y del restablecimiento de la orden ignaciana, abolida el 21 de julio de 1773 por el papa Clemente XIV a instancias de las cortes borbónicas, entre las que destacó España con la labor diplomática de José Moñino, lo que le mereció el título de conde de Floridablanca. Además, los jesuitas esperaban una opinión favorable hacia ellos en el interior de España, encabezada por sus partidarios incondicionales o “terciarios”, como se les llamaba despectivamente, pero la verdad es que prácticamente no hubo resistencias. Consultados los obispos andaluces en 1769 sobre las medidas regias adoptadas en esta materia, la mayoría aprobó la actuación gubernamental, tan solo y con cautelas se mostraron favorables a los expulsos los prelados de Málaga y Cádiz, guardando un cierto equilibrio los de Guadix y Granada.

Los testimonios del viaje rayan lo patético y, en concreto, Tienda menciona el desarreglo de las comidas y “el desaseo indispensable en tan poco sitio para tantos”, aludiendo a diversos contagios, por no contar los mareos y otros efectos de las condiciones de la mar. Más incisivos son aún los relatos sobre los jesuitas secularizados, aquellos que abandonaron la orden con el beneplácito de las autoridades españolas; éstos residieron en ciudades más populosas como Génova, Milán o Roma. En 1786 una estadística de los exjesuitas andaluces registra 314 exiliados frente 114 secularizados y 249 fallecidos. Las secularizaciones fueron mucho más abundantes entre los jesuitas procedentes de las provincias de Toledo y Andalucía que en los de Castilla y Aragón. Frente a éstos, aquellos disfrutaron de mayor autonomía personal al permitirles sus provinciales –para Andalucía el P. Fernando Gamero- administrar personalmente las pensiones que recibían del gobierno español, en vez de hacerlo de forma conjunta. Buen número de los andaluces secularizados alcanzaron esta condición incluso antes de llegar a Italia. En torno a una treintena de ellos se casaron y en general subyace a este proceso un acusado desgarro personal. Las circunstancias mandaron en muchos casos y una vez restablecida la orden, se les permitió reingresar a los secularizados que así lo pidieron, como ocurre con los andaluces Francisco Antonio de Herrera, Rafael Gálmez o Francisco Sánchez Murga.

El Consejo Extraordinario, porción restringida del Consejo de Castilla, se ocupó expresamente de los asuntos de los jesuitas, desde la pesquisa y durante su largo exilio. También decidió sobre el destino de todos los bienes incautados, llamados “Temporalidades”. Algunos se subastaron, otros se cedieron para el culto a las distintas diócesis o fueron a parar a instituciones docentes, como ocurrió con las universidades andaluzas que recibieron inmuebles y bibliotecas.

En Italia, por último, contribuyeron a un renacer cultural e intelectual que ha puesto de manifiesto Miquel Batllori, destacando en distintos campos del saber con obras escritas tanto en lengua española, como italiana y latina. Entre los andaluces sobresalen el periodista Juan de Osuna, los escritores Ignacio Montero, José de Silva, Cristóbal Tentori, Álvaro Vigil o Manuel de Zúñiga, los historiadores Alonso Pérez y Julián Caballero, los juristas Francisco Delgado y Adorno de Hinojosa, los matemáticos Luis de Valdivia, José de Mesa, Juan de Luengos y Gabriel Ruiz, el musicólogo José Pintado, así como los eruditos Antonio de Torres, Félix de Mora, Miguel Hebrero o Antonio de Almansa.

Fugazmente los jesuitas que sobrevivían y pudieron regresar a España en 1798, por una medida de gracia de Carlos IV ante la invasión napoleónica de la península itálica, pero se vieron abocados a un nuevo exilio por la real orden de 29 de octubre de 1801. Menos de veinte exjeusitas andaluces embarcaron entonces en Cartagena con rumbo nuevamente al suelo italiano. Allí se vieron precisados los jesuitas españoles, no sin reticencias, a jurar fidelidad a José I Bonaparte ante el riesgo de perder la pensión asignada. Por cierto, algunos disfrutaron de una pensión doble en reconocimiento a sus méritos científicos y sus éxitos editoriales; aunque en esto destacaron muchos más los jesuitas de la provincia de Aragón que los de las restantes provincias hispanas, como puso de manifiesto en su célebre Bibliotheca Lorenzo Hervás.

Menos de veinte de aquellos desterrados andaluces vivían cuando la Compañía de Jesús fue restablecida por el papa Pío VII en 1814. Pudieron regresar a España, una vez revocadas por el rey Fernando VII las leyes de su extrañamiento. Pronto se reactivaron las casas de Cádiz, Trigueros y Sevilla (Noviciado de San Luis). El último fallecido de aquellos retornados fue Manuel Medina, en 1830. La de Carlos III fue la primera, y por ello más sangrante e inesperada, de las seis expulsiones o suspensiones conocidas por los jesuitas españoles hasta la de la II República.

Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz

Bibliografía

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