Con la conquista definitiva del reino de Granada en 1492 y la entrada de los ejércitos cristianos en la ciudad de Granada, la Alhambra, sede palaciega y fortaleza de los antiguos reyes nazaríes, pasaba a ser propiedad de la Corona. Se trataba del último reducto material de la civilización islámica en territorio peninsular, con una relevancia estratégica fuera de toda duda, en lo alto de la colina de la Sabika, presidiendo y vigilando la capital del antiguo reino nazarí, justo enfrente del Albaicín, el barrio musulmán –y posteriormente morisco- por excelencia durante la dominación cristiana. A partir de entonces sería administrada y gobernada en régimen de tenencia por don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, capitán general de la ciudad y capitán general del reino de Granada desde 1502. La investidura de don Íñigo como alcaide de la Alhambra se producía en junio de 1492, con base en las ordenanzas del 25 de mayo de ese año. Estas estipulaban, entre otras disposiciones de orden público y disciplinario, las competencias de Tendilla como gobernador civil y militar de una fortaleza y ciudadela que tenía la consideración legal de real sitio, pasando a ser administrada como tal por la Corona.

A nivel gubernativo, desde 1492, hasta la salida de los Mendoza del cargo de capitanes generales, la vinculación entre la Alhambra y la Capitanía General fue muy estrecha, dado que también fue su sede administrativa. En ella estaban ubicadas las dependencias carcelarias, residía la mayor parte del personal subalterno de la Capitanía General –alguacil mayor, secretarios, oficiales-, una guarnición permanente de 1000 hombres, reducida tras la muerte de la reina Isabel a 200 soldados, y los miembros de las dos compañías de escolta de los Mendoza –una de 100 lanzas y otra de 30 alabarderos-. Tanto don Íñigo como sus sucesores cobraban por su condición de alcaides de la Alhambra, más las tenencias de Mauror, Bibataubín y La Peza, cerca de 700000 maravedís, siendo este sueldo una de las muchas fuentes de ingresos y mercedes percibidas por la familia en el reino granadino. Asimismo, los alcaides de la Alhambra tenían una serie de privilegios, como el derecho a una escolta de alabarderos, la provisión de numerosas plazas subalternas y militares a su antojo, regalías sobre el pescado y la carne de la ciudad. Por la naturaleza de sus cargos, los Mendoza residieron en la Alhambra, permanentemente –con alguna interrupción, como veremos- hasta principios del siglo XVIII, otorgándoseles numerosas dependencias y, para su residencia un antiguo palacio nazarí ubicado en la zona del Partal, del que ya no quedan restos. El hecho de que el gobierno de la ciudadela y el cargo de capitán general estuviesen unidos en la misma cabeza determinó que no hubiese una separación legal ni administrativa entre el despacho de los negocios tocantes a ambas instituciones. Algo parecido ocurría con buena parte de la red clientelar y de patronazgo que la familia tejió en la ciudad, muchos de ellos residentes en la Alhambra, sujetos a una doble jurisdicción privativa, que causó constantes tensiones con otras instancias. Esta estrecha vinculación durante el siglo XVI llevó a muchos de sus contemporáneos a asimilar erróneamente ambos oficios, y fue un factor determinante para el buen mantenimiento del gobierno y conservación del alcázar regio durante el tiempo en que los Mendoza residieron de continuo en la Alhambra. No en vano, el conde de Tendilla fue responsable de las numerosas obras de remodelación que se llevaron a cabo para mejorar las estructuras defensivas y torres de la fortaleza nazarí, la construcción de nuevos baluartes defensivos, cubos y baterías artilleras, de acuerdo con los nuevos criterios poliorcéticos del XVI, la apertura de nuevas vías de acceso y comunicación de la Alhambra con la ciudad –relegando la antigua Puerta de Armas-, así como la edificación de un gran aljibe que asegurase el abastecimiento de agua de su población. Y fue bajo el gobierno de su hijo, don Luis Hurtado de Mendoza, cuando se decidió la edificación de la Casa Real Nueva, el palacio de Carlos V, gracias a la introducción de un nuevo servicio de 10000 ducados anuales pagados por los moriscos del reino, así como otras intervenciones de importancia como el pilar de Carlos o la Puerta de las Granadas en la cuesta de Gomérez.

Todo cambió con la guerra de rebelión morisca de 1568-71. Don Íñigo López de Mendoza perdió el cargo de capitán general del reino y fue trasladado a Valencia. En Granada quedó solo su hijo, don Luis Hurtado de Mendoza, como alcaide de la Alhambra. La Capitanía General fue desvinculada de la familia y la Alhambra dejó de ser sede y residencia de los capitanes generales, que a partir de 1574 ya no serían de todo el reino, sino solo de la costa, con obligación de residir en Vélez Málaga y sin jurisdicción sobre el real sitio. El gobierno de don Luis Hurtado estuvo envuelto en la polémica por sus constantes enfrentamientos de competencias con otras instituciones de la ciudad, sobre todo la Chancillería. Ello se debió, en gran medida, a su falta de habilidad política y, muy especialmente, a sus deseos de recuperar las antiguas preeminencias y facultades militares  del linaje. Muy al contrario, don Luis vio mermadas sus facultades discrecionales sobre el personal militar de la fortaleza y la guarnición de 200 soldados se redujo a 80. Debido a un turbio asunto en el que se entremezclaron testimonios y acusaciones falsas por parte de algunos de sus enemigos, don Luis fue procesado y condenado en 1588 por un crimen. Su detención y destierro supuso el inicio de un período de tenientes de alcaide que sumieron la Alhambra en un marcado proceso de abandono y desgobierno, denunciado en 1590 por el visitador de fortalezas. Fue durante esta etapa cuando se produjo la pérdida de una parte muy importante de la documentación del archivo de la Alhambra, de consecuencias irreparables para los historiadores.

La fortaleza quedó relegada a su condición de ciudadela civil. Tras la muerte del quinto conde de Tendilla sin descendientes, en 1604 Felipe III decidía despojar de la alcaidía a los Mendoza, para cederla al duque de Cea. Era la primera vez que un miembro de la familia no ocupaba un cargo que había sido creado ex profeso para el conde de Tendilla en 1492. El nombramiento del duque de Cea, hijo del entonces todopoderoso Lerma, formaba parte de la política de acaparamiento de mercedes y sueldos en manos de los Gómez Sandoval, ya que el propio Lerma se convertía también en capitán general de la costa, cargo que nunca llegó a ejercer en realidad, pero cuyo salario sí cobró en su totalidad. Del mismo modo, su hijo tampoco llegó a desempeñar el oficio ni a residir en el palacio granadino. Durante su titularidad se desarrolló una larga etapa de absentismo que afectó gravemente al gobierno y conservación de la ciudadela. Frente al período de los Mendoza, en el que los alcaides y capitanes generales estaban especialmente implicados en el mantenimiento y conservación del real sitio, el duque de Cea dejó la fortaleza en manos de unos tenientes de alcaide que además de cometer abusos, entraron en conflicto con oficiales y veedores del sistema defensivo. En numerosos informes remitidos al Consejo de Guerra se denunció la indisciplina y la negligencia generalizada del personal militar de guarnición y la existencia de un alto porcentaje de soldados de avanzada edad e incapacitados para servir, mucho más preocupados por servir en oficios y otros negocios en la ciudadela que en el cumplimento de sus tareas como centinelas. También se señalaba la necesidad de intensificar el control y las inspecciones sobre los alardes para evitar el fraude de las plazas muertas en las muestras, y los excesos cometidos por el teniente de alcaide, quien se apropiaba para su beneficio de sueldos y numerosos recursos de la fortaleza. Por otro lado, el alcázar se había convertido en un reducto de soldados ociosos, considerados por los oficiales de la administración militar una carga económica para la hacienda regia, poco disciplinados, cuyos servicios eran mucho más necesarios en la costa que en la ciudad, provista ya de su propia milicia urbana.

Esta situación pareció cambiar en 1624, cuando, tras la muerte del duque de Uceda, don Íñigo López de Mendoza, quinto marqués de Mondéjar, consiguió que se le restituyese la alcaidía de la Alhambra después de un largo pleito. Se abrió entonces un nuevo período marcado por la fuerte personalidad del quinto marqués y, en definitiva, el restablecimiento de una autoridad firme sobre el real sitio. Don Íñigo acabó con los largos períodos de absentismo, estableciendo su residencia fija en la Alhambra y mejorando el gobierno y gestión de la fortaleza, tanto en lo referente a sus recursos económicos y conservación material, como a la criticada guarnición militar. Sin embargo, su intención de arrogarse antiguas competencias y prerrogativas de los Mendoza cuando eran capitanes generales, le llevó a reproducir enfrentamientos y pleitos jurisdiccionales con la Chancillería y el concejo granadino. En un memorial de quejas elevado a la corte en 1628, ambas instituciones acusaban a Mondéjar de intentar abusar de un privilegio para la compra y abastecimiento de pescado y aceite en la fortaleza, en una época de importante carestía. También de intentar preceder en asiento al corregidor de Granada en los actos públicos, acudir con varas altas de justicia a las fiestas delante del presidente y del Real Acuerdo, y querer controlar la milicia granadina, cuando su mando correspondía al corregidor. Sucesivas órdenes de Felipe IV cortaron las aspiraciones del marqués, pero no sirvieron para hacer remitir sus altercados con la ciudad. Los intentos de don Íñigo de recuperar los poderes y el prestigio de sus antepasados parecieron tener su recompensa con su nombramiento como capitán general de la costa del reino de Granada en 1646, cargo que no pudo ejercer debido a su muerte ese mismo año, y que pasaría a su hijo, el sexto marqués de Mondéjar. No obstante, la recuperación del oficio fue efímera –el sexto marqués murió diez años después sin descendencia- y no comportó las mismas competencias que en el pasado.

En la segunda mitad del XVII, una línea secundaria de los Mondéjar desempeñó la alcaidía de la fortaleza, hasta su caída política en 1718, cuando, con motivo de su adscripción austracista durante la Guerra de Sucesión, la nueva dinastía les despojó del oficio y lo reincorporó a la Corona. A lo largo del XVIII las competencias, privilegios y poderes gubernativos de los alcaides de la Alhambra se vieron muy mermadas. Desde la salida de los Mendoza, los nuevos alcaides tuvieron un perfil bajo, a lo que contribuyó su sometimiento a la jurisdicción y mando de la Capitanía General de la Costa. Muchos de estos alcaides, sobre todo en la segunda mitad del XVIII, carecieron de la personalidad de sus antecesores y contribuyeron al expolio de la fortaleza y a la mala conservación el real sitio, que a mediados del XVIII pasaría por un marcado proceso de degradación material, que afectó también a todo el personal civil y militar que habitaba la ciudadela, que conformaba una verdadera micro-sociedad en lo más elevado de la ciudad.

Este último aspecto es fundamental para entender la evolución de la Alhambra durante el Antiguo Régimen. La fortaleza no solo tuvo un papel militar, pues durante más de tres siglos, la Alhambra fue la residencia de unas 200 familias, entre personal militar, civil y oficiales subalternos del alcázar. En materia jurisdiccional, los vecinos de la fortaleza quedaban sujetos al fuero privativo del alcaide de la Alhambra, llegando su jurisdicción algo más allá de la Puerta de las Granadas, y afectando a algunas zonas del barrio del Realejo. Las ordenanzas de 1492 buscaban evitar la habitual litispendencia de la época entre distintas instancias, estableciéndose, por ejemplo, que si dentro de sus límites jurisdiccionales los soldados u oficiales de la Alhambra estaban sujetos al juzgado del alcaide y gobernador de la plaza, fuera de ellos las causas corresponderían al corregidor y a la justicia ordinaria, debiendo haber colaboración entre todas las instancias. No obstante, y como parte de la dinámica jurisdiccional del Antiguo Régimen, la legislación no pudo evitar que se produjesen constantes disputas con las autoridades municipales de la ciudad y, a partir de 1505, con la Real Chancillería. Esta litispendencia nunca llegó a resolverse del todo, a pesar de disposiciones como la concordia de 1543 o las instrucciones de 1574. Prueba de ello son los numerosos conflictos que se registraron durante el siglo XVII y en el XVIII, época en la que se produjo un reforzamiento de las competencias del capitán general de la costa sobre la Alhambra.

El real sitio se erigió también en un espacio social con vida propia, interconectado con la ciudad de Granada, pero con sus especificidades, su jurisdicción privativa, sus propios sistemas de aprovisionamiento y conducción de agua, reglamentos de mantenimiento de jardines, fuentes, baños y estanques y la explotación de los bosques de la colina roja, y sus propias interrelaciones económicas y vecinales. Los habitantes de la Alhambra gozaban de importantes privilegios económicos, que fueron perdiéndose a lo largo del siglo XVIII, como el de ciertos derechos sobre el abastecimiento de pescado, aceite, el reparto de despojos de las carnicerías y otros productos alimenticios, entre los que destacó el del vino, ya que los habitantes de la ciudadela no tenían vetada su compra en ningún mes del año, a diferencia de la ciudad. Sin embargo, la Alhambra no fuese un recinto aislado de la vida política y pública granadina. Sus ciudadanos tenían continuos contactos sociales y comerciales con los granadinos que vivían fuera del recinto. Parte del personal militar y civil que habitaba la Alhambra, sobre todo en el XVI, por su estrecha relación con los Mendoza, engrosó la lista de regidores y jurados del ayuntamiento granadino. La mayoría de los soldados que residía en ella, debido a las malas condiciones en que vivían en la colina y a sus bajos sueldos, especialmente en el XVIII, ejercían otros oficios en la capital para poder sobrevivir. Por otro lado, conviene recordar que las dependencias y el solar de la fortaleza desempeñaron también un importante papel como prisión para caballeros, miembros de la oficialidad del ejército y de la nobleza y otros personajes de relevancia política, a quienes se dispensaba un trato especial que nada tenía que ver con el de las cárceles comunes. Así ocurrió con varios prisioneros de guerra portugueses que en la segunda mitad del XVII, en el contexto de la Guerra de Restauración, pasaron un largo período de estancia en el real sitio hasta su canje y liberación, los condes de Rivadavia y del Arco, también en el XVII, o los condes de Luque y de Aranda y el marqués de la Ensenada, ya en el siglo XVIII.

La Alhambra constituía un extenso solar con numerosas e importantes propiedades que pertenecían  a la Corona y eran explotadas como parte del patrimonio regio: los palacios nazaríes, el palacio de Carlos V –o Casa real Nueva-, la acequia real, cuya administración y régimen de explotación por parte de los habitantes de la Alhambra se regía por unas estrictas ordenanzas, los extensos bosques y pastos que se encontraban en la colina de la Sabika, las torres y sus dependencias, varias fincas y dehesas cuyos límites sobrepasaban los dominios de la Alhambra, numerosas tierras y casas dentro del recinto, en la Alcaicería, Bibataubín y Torres Bermejas y el Generalife. Estas, aun perteneciendo a la Corona, fueron concedidas en arrendamiento o en régimen de usufructo y tenencia a varios particulares, como fue el caso de las alcaidías subalternas de muchos cuartos y torres de la fortaleza. De ahí que, con el tiempo, y ante la intención de los Borbones de restituir al patrimonio regio esas propiedades, algunas familias reclamasen mediante pleitos la titularidad que habían disfrutado por varias generaciones. Sobre este particular, los casos más destacados fueron los de la Casa de las Gallinas, con importantes propiedades en el camino a Cenes, cerca del río Genil, y el más conocido del Generalife. La alcaidía de este imponente palacio de recreo de los antiguos reyes nazaríes fue concedida a los Rengifo, posteriores marqueses de Campotéjar, quienes en el siglo XIX entablarían un largo y controvertido litigio sobre la propiedad del Generalife, finalmente resuelto a favor del Estado.

Episodios como los pleitos para la restitución de palacios, bienes y heredades de la Alhambra por parte de la Corona, dan una idea del abandono y deterioro material por el que pasó el alcázar durante el período borbónico, que a mediados del XVIII había perdido toda significación militar. La antigua guarnición de 80 hombres, vista como un cuerpo de soldados negligentes en el ejercicio de sus oficios, fue sustituida en 1752 por un destacamento del Cuerpo de Inválidos de “inútiles” de Andalucía, lo que acentuaba aún más la pérdida de la función castrense de su cuerpo de guardia. Todos estos factores incidieron aún más en el proceso de degradación material por el que pasaría la Alhambra durante la centuria ilustrada, mucho más acentuado en el siglo XIX, a tenor de las descripciones, grabados y representaciones pictóricas que se conservan de ella. Habría que esperar mucho tiempo para que la administración, ya en el siglo XX, comenzase a aplicar los modernos criterios de recuperación y conservación del patrimonio histórico-artístico para devolver parte del antiguo esplendor que otrora tuviera la fortaleza y residencia palaciega construida por los reyes nazaríes.

Alcaidías subalternas de la Alhambra en época de dominación cristiana

Enclaves en el casco urbano de Granada Alcaidías situadas fuera del recinto de la Alhambra Alcaidías dentro de la fortaleza de la Alhambra
Alcaicería

Castillo de Bibataubín

Puerta Elvira

Castillo de Tajarja

Alcaidía de la Peza y Cuesta de la Cebada

Alcaidía de Montefrío

Torre y Fuerte del Almecí

Puerta de Fajalauza y Torre del Aceituno

Casa y fuerte de las Gallinas

Torres Bermejas y Castillo de Mauror

Torre del Homenaje

Torre de la Vela

Alcaidía de los Adarves y Arriates

De la Plaza y Fuerte de la Artillería

Del Cuarto o Patio de los Leones

Del Baluarte

Cuerpo de Guardia o Puerta Principal

Torre de Comares

Casa Real Nueva y Patio Redondo

Torre de los Siete Suelos

Torre del Agua

Torre de la Cárcel

Sala de Armas

Torres de las Infantas

Torre de la Pólvora

Cuarto de las Frutas

Torre de los Hidalgos

Torre de los Picos

Torre de la Sultana

Autor: Antonio Jiménez Estrella

Bibliografía

JIMÉNEZ ESTRELLA, Antonio, “La alcaidía de la Alhambra tras la rebelión morisca y su restitución al quinto marqués de Mondéjar”, Chronica Nova, 27 (2000), pp. 23-51.

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SÁNCHEZ-MONTES, Francisco, “La ciudad de la Alhambra en el siglo XVII”, Inmaculada Arias de Saavedra y Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz (coords.), Vida cotidiana en la Monarquía Hispánica: Tiempos y espacios, Granada, Universidad de Granada, 2015, pp. 85-116.

VINCENT, Bernard, “La población de la Alhambra en el siglo XVII”, Cuadernos de la Alhambra, 8 (1972), pp. 35-58.

VIÑES MILLET, Cristina: La Alhambra de Granada. Tres siglos de Historia, Córdoba, Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1982.