José Risueño nació en Granada, en la parroquia del Sagrario, en cuya iglesia fue bautizado el 18 de abril de 1665. Era el segundo hijo de Manuel Risueño y Felipa de Alconchel, también granadinos y naturales, él, de la collación de San Gil y, ella, de la de Santa María de la Alhambra, en la que se casaron el 19 de junio de 1653. Figura el padre como maestro carpintero, sin más especialización, aunque las relaciones que mantuvo desde temprano con personas de lustre, indican que no tardó en medrar y alcanzar cierto nivel. Junto a él aprendería José a convivir con las maderas y, tal vez, a hacer de los escoplos, gramiles y garlopas sus más cercanos juguetes. También desde niño, por las calles de su barrio, hubo de familiarizarse con José y Diego de Mora, Juan de Sevilla, Atanasio Bocanegra y otros artífices de la generación de sus padres con los que más adelante habría de marchar de la mano. Al lado de esos nombres, destaca el de su gran valedor, el doctor Martín de Ascargorta, eclesiástico guipuzcoano, nacido en Bergara, con el que se relaciona desde muchacho. Hombre de prestigio que ganó la canonjía magistral de la catedral de Granada en 1674; que fue arcipreste en el 78 y deán en el 84; que será designado obispo de Salamanca en 1689 y, finalmente, arzobispo de Granada, desde 1693 hasta su muerte en 1719.

Contando veintidós años, José Risueño se casa con Juana Durán de los Cobos, un año mayor que él y natural de la collación de San Ildefonso. De la unión nacerán siete hijos de los que, quizá, sólo tres, Francisca Josefa, José Andrés e Isidora María, la mayor y los dos pequeños, llegaran a la edad adulta. Viudo desde 1715, volverá a casarse, dos años después, con Jerónima de Aguirre, ubetense, pasada ya de los cuarenta, sin que nos conste descendencia entre ambos. Disfrutaba entonces el maestro de crédito y buena posición. Había desarrollado una carrera unánimemente reconocida y seguía embarcado en las principales empresas artísticas ciudad. Buena cuenta de este estatus da el hecho de que su hijo, José Andrés, ingresara a los quince años en el colegio del Sacromonte y acabara recibiendo el orden sacerdotal. A pesar de todo, en 1721, cansado tal vez del áspero trabajo, lo vemos tratando de mejorar su vejez con la obtención de una sacristía que le fue denegada por el cabildo catedralicio. No sabemos hasta cuándo se mantiene activo, pero el hecho de que otorgara testamento en 1727, ya enfermo, sugiere una senectud larga y marcada por numerosos alifafes. Halló el descanso el 5 de noviembre de 1732, cuando contaba sesenta y siete años. Al día siguiente fue enterrado en la parroquia de Santa Ana, en la que se había establecido tras su segunda boda.

El genio y el oficio de Risueño, escultor y pintor, representan uno de los capítulos más brillantes de la historia del arte moderno en España. Nacido y afincado siempre en Granada, su formación debió correr a cargo de los Mora y, por lo que toca a la pintura, de Juan de Sevilla, tan marcados todos por la poética arrolladora de Alonso Cano. El dominio de ambos lenguajes se patentiza de continuo en su obra, en la que tanto cuida con mimo los más genuinos valores plásticos como se deja llevar por indefiniciones y fracturas de neta filiación pictórica.

Su estilo tanto bebe de la mejor tradición granadina como se abre a una tendencia europeizante más movida y actual. Alonso Cano y Diego de Mora gozarán en él de una privanza invariable y ello lo predispone, con el apoyo de la sensibilidad que define los tiempos, hacia lo menudo y lo gracioso, hacia aquellas cualidades que, tantas veces, ha reivindicado la crítica como quintaesencia estética de lo granadino. En Risueño, lo infantil triunfa sobre lo monumental y lo amable vence a lo trágico. La Pasión no es un tema recurrente. Sus Cristos, sumidos en un sueño de paz y mística hondura, más evocan una majestad divina y eterna que una humanidad frágil y cruelmente lacerada. En cambio, sus Vírgenes, Niños, apariciones, milagros y éxtasis, alcanzan una justeza expresiva aguda y cabal. Ya estén sonriendo o se muestren llorosas y ensimismadas, sus figuras exhalan un aliento ardiente, un brío íntimo y cercano que entabla con el espectador una comunicación directa y aislada del ambiente. En ocasiones, los brazos se abren en ademán de ímpetu desbordado, pero casi siempre, inmune a un extranjerismo huero, son los ojos los que marcan puntos de fuga y buscan ese diálogo fresco, vivaz, jugoso y profundo. La hondura del barroco castizo se amalgama entre sus manos con un gracejo casi galante, con una desenfadada inmediatez que parece atisbar el gusto pintoresco, rococó, tal vez, que ya invadía amplias regiones de Europa.

Desde el punto de vista técnico, Risueño ha de ser valorado como uno de los mayores virtuosos del barroco español. Dominó la piedra, la madera y el barro con genio ágil y gracia sutil, imprimiendo siempre un sello de vital donaire que enardece sin remedio al espectador. Las figuras de Risueño se concretan a fuerza de perfiles netos, a menudo de tendencia ahusada, y expresiones intensas que pocas veces rompen los vasos de la mesura. Suelen ser altas y esbeltas, de rostro ovalado y facciones nítidas: ojos un tanto saltones, enmarcados por carnosos párpados; larga nariz afilada; tersas mejillas y boca pequeña. Las cejas, siempre finas y valientemente trazadas, se enarcan con limpieza para expresar la alegría o se dibujan hendidas en su centro, sin exageraciones ajenas a la verdad, para plasmar el dolor o el embeleso místico. El estudio del natural, siempre minucioso, quizá como recuerdo de Mena, se pone de manifiesto en la perfección anatómica y la constante indagación sobre texturas y calidades. El realismo se acrecienta con el concurso de postizos y elementos extraños al embón matriz: ojos de cristal, pestañas de pelo y, sobre todo, telas encoladas que participan del resultado con un vigoroso efecto de verdad. La policromía, que siempre debió llevar a cabo él mismo, se identifica con los valores escultóricos en un todo acabado y perfecto. Trabaja al óleo con paleta y técnica de pintor, prolongando cabellos y entresacando transparencias en unas carnaciones de acabado mate y tendencia a la palidez. En los paños, alterna momentos de suave amplitud con otros de factura múltiple y quebrada. El color, siempre en consonancia, se aplica en los primeros con finas labores de dorado y pincel, ricas cenefas y llamativos golpes de oro sonoramente picados de lustre. Para los segundos, casi siempre en obras de menor tamaño, opta por una paleta y un acabado más pictórico y granadino. Colores planos e intensos de arrolladora fuerza plástica, a la manera de Cano y sus más directos seguidores: rojo de sangre, verde oscuro de dominante un tanto cálida, azul de cielo gris y blanco marfileño.

La producción escultórica dada a Risueño conforma un catálogo amplio y brillante en el que, sin embargo, apenas son dos los conjuntos documentados, ya al final de su carrera. Dos obras inolvidables. La primera, es el gran relieve de la Encarnación que preside la fachada de la catedral de Granada. Un tondo de cuatro metros de diámetro que entregó el 12 de octubre de 1717, a cambio de la exigua suma de tres mil reales. Una pieza que sólo pudo ser concebida por un escultor pintor. La composición, de singular equilibrio, actualiza los tópicos de Cano con un empuje triunfal que, pese a todo, no traiciona las esencias del gusto granadino. Una atmósfera de rompimiento de gloria difumina las formas y exhala sus efluvios a la plaza. Vapores místicos y haces de luz se tallan en la piedra como si se pintaran al óleo. El otro gran conjunto es la escultura del nuevo retablo de la iglesia de San Ildefonso, de Granada, contratada en 1720. Dieciséis figuras de tamaño natural que se reparten por la más imponente máquina de nuestro barroco, con un arrojo teatral tan enérgico y pictórico como nunca se viera en esta escuela. Un compuesto genial, tan perfecto en la conjunción de escultura y mazonería, que todo lleva a pensar en la activa participación del maestro también en el diseño de las trazas.

La representación de María con el Niño alcanza su punto álgido en la maravillosa Virgen del Rosario del claustro de la Cartuja de Granada, su imagen más bella. Erguida, de formas llenas, derramando dulzura y majeza, sostiene un Niño que mira de frente al espectador, llamándolo con los ojos y la sonrisa, con tal desenfado como sólo un genio podía revivir. Entre sus Niños, muy numerosos, el Orante del Museo de Bellas Artes, sorprende por su barroquismo exuberante y teatral. El tema de la Pasión le inspiró obras tan notables como las medias figuras del Ecce Homo y la Dolorosa de la Capilla Real; o los Cristos crucificados del convento del Ángel y la iglesia del Sacromonte, conmovedores por la verdad con que expresan la muerte. Notables son la Virgen de la Esperanza de la iglesia de Santa Ana, talla de vestir, o la de las Angustias de la hornacina del palacio arzobispal, en la plaza de Bib-Rambla, de mármol blanco y piedra gris. Entre sus santos, recordemos el San Juan Bautista del Sagrario de la Cartuja, con gracia de corte rococó; las Santa Teresa de la Colegiata y del retablo de San Matías; o el San Juan de Dios de este último, de una expresión ascética en la línea del mejor realismo andaluz.

La escultura en barro cocido, tan ligada a la tradición granadina, supone el capítulo más excelente de su producción. Obras de tamaño mediano fechables entre 1712 y 1732, llenas de gracia y de verdad. Piezas de irreprochable lozanía que ejemplifican su tendencia a la ternura y las expresiones de afecto, a lo pequeño, primoroso y vivaz. Quizá ninguna supere al precioso grupo del Descanso en la huida a Egipto de las Escuelas del Ave María, que expone el Museo de Bellas Artes. Conjunto de virtuosismo abrumador, de amable expresividad y valiente policromía. También en el Museo, destaca la Virgen de Belén, hace poco liberada de su espantoso repinte, que no ocultaba, pese a todo, la morbidez del modelado ni su complejidad de planos y matices. Junto a ellos, los grupos de San José y la Virgen con el Niño de la ermita de las Angustias, de Priego de Córdoba y, allí mismo, el Niño de Pasión y el San Juanito de la iglesia de San Francisco; la Virgen con el Niño y San Juanito de la Fundación Gómez-Moreno; o el precioso San José del Museo Victoria y Alberto, de Londres.

El arte pictórico del maestro va muy a la zaga de su destreza escultórica. Su estilo, de un barroco avanzado, revela un buen conocimiento de los modelos flamencos, en la línea de Van Dyck, matizados por una paleta oscura y de tendencia terrosa. Lo ponen de manifiesto obras tan notables como la Epifanía del Museo de Bellas Artes de Granada o el notable Santo Tomás de Aquino del Museo del Prado, que se diría la representación al óleo de una de sus tallas. Nada tan brillante, sin embargo, como el excelente retrato del arzobispo Ascargorta, en la catedral de Granada, a la altura de lo mejor de su tiempo, firmado por su más humilde servidor.

Autor: Francisco Manuel Valiñas López

Bibliografía

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OROZCO DÍAZ, Emilio, “Los barros de Risueño y la estética granadina”, Goya, XIV (1956, septiembre-octubre), pp. 76-82.

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SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo, José Risueño. Escultor y pintor granadino (1665-1732), Granada, Universidad de Granada, 1972.

SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo, El arte del barroco. Escultura, pintura y artes decorativas (Historia del Arte en Andalucía, VII), Sevilla, Gever, 1991, pp. 110-114.

VALIÑAS LÓPEZ, Francisco Manuel, “La Virgen con el Niño y San Juanito”, en NAVARRO NAVARRETE, Ceferino (coord.), El Niño Jesús en el barroco granadino. Siglos XVII-XVIII, Granada, Diputación de Granada, 2013, pp. 172-177.