José García de León y Pizarro nació el 25 de octubre de 1730 en Motril (Granada), siendo sus padres el coronel de infantería José García de León y la motrileña Francisca Pizarro y Rivera. Casó en Ronda con María Josefa Frías en 1759 y del matrimonio nacieron tres hijos, María Dolores, José y Josefa. Más inclinado por las letras que por las armas, cursó los estudios de Derecho en la Universidad de Granada doctorándose en 1760. Más tarde siguió la carrera de varas, desempeñándose como alcalde mayor en Alhama de Granada (1760), Úbeda (1763) y Jerez de la Frontera (1767). Fue nombrado corregidor de Baena en 1771. Trabajó en la audiencia granadina y en 1775 fue promovido a la de Sevilla en calidad de fiscal. Carlos III le nombró regente y presidente de la Audiencia de Quito por real cédula de 18 de noviembre de 1776; mediante otra real cédula de 20 de febrero de 1777 fue comisionado para llevar a efecto la visita general de aquel territorio. En este destino permaneció hasta 1784, fecha en la que regresó a Madrid, tras ser propuesto como consejero de Indias para cubrir la plaza dejada por José Pablo de Agüero, según real cédula de 10 de febrero de 1783. Mismo año en el que el rey le otorgó la Cruz de la Orden de Carlos III.  En 1791 llegó a ser miembro de la Cámara de Indias y en ese puesto falleció el 30 de marzo de 1798, siendo enterrado en la madrileña iglesia de los Santos Justo y Pastor.

De toda su biografía destaca sobre el resto la labor desempeñada al frente de la Audiencia de Quito entre 1778 y 1784. Durante el tiempo de su gobierno acumuló importantes cargos: presidente-regente, visitador general, superintendente de Real Hacienda y capitán general. Hombre de carácter fuerte, supo valerse de su posición privilegiada para practicar un despotismo del que no escaparon las instituciones, los cargos y las personas de su entorno. Presumía de tener generosos apoyos en la Corte, en especial del ministro José de Gálvez, y de otros personajes influyentes como el virrey de la Nueva Granada, Caballero y Góngora, o el marqués de Loreto, virrey del Río de la Plata.

Durante esos años de gobierno llevó a cabo una vasta reorganización administrativa en la presidencia de Quito. Fue, sin duda, el hombre de las reformas borbónicas en aquel distrito y un fiel ejecutor de los planes de Gálvez. Acometió una profunda fiscalización de las Cajas Reales, mejoró la administración de justicia, realizó ajustes territoriales, reforzó las milicias y logró un incremento sustancial del erario público, algo realmente sorprendente teniendo en cuenta la precariedad económica del territorio. Su labor de gobierno se extendió a todos los ámbitos, pero fueron lógicamente los asuntos hacendísticos los que ocuparon su mayor atención. Instauró de nuevo el estanco del aguardiente y renovó los de la pólvora, el tabaco y los naipes; reformó el cobro de la alcabala para hacerla más rentable y creó tribunales de cuentas con el fin de fiscalizar con mayor rigor la contabilidad de la Real Hacienda. Pasó la gestión de la recaudación de tributos, que estaba en manos de arrendatarios particulares, a los oficiales reales bajo su directa supervisión, no sin el estallido de revueltas antifiscales. También se ocupó de los bienes confiscados a los jesuitas elaborando el reglamento que rigió la Junta de Temporalidades. Le cupo, en fin, la primicia de haber realizado el censo de la población de aquellos territorios. La huella dejada por García de León y Pizarro y el notorio alcance de las reformas emprendidas a lo largo de su mandato llevaron a González Suárez a calificarlo como uno de los funcionarios más activos, diligentes y sin rival. En el mismo sentido se pronunció Reig Satorres. A los ojos de la Corona fue un funcionario que cumplió satisfactoriamente los objetivos que se le habían encomendado, particularmente los económicos y fiscales, lo que se tradujo en un incremento sin precedentes del dinero recaudado por la Real Hacienda.

La eficacia de estas reformas, no obstante, se vio empañada por las críticas que levantó en otros sectores que denunciaron reiterados abusos e irregularidades en su labor de gobierno. Sin duda, la impopularidad de algunas de sus medidas le acarreó un coste social nada desdeñable; por otro lado, la arbitrariedad de muchas de sus decisiones conformó un nutrido grupo de descontentos. La habilidad del presidente-regente para rodearse de amigos y deudores corrió paralela a su capacidad para ganarse enemigos. En el primero se incluían, además de sus familiares, todos aquellos que de una forma u otra habían sido beneficiados por sus disposiciones; en el otro, quienes se consideraban agraviados o relegados por las mismas.

Dio el presidente repetidas muestras de nepotismo. El nombramiento de su hermano, Ramón García de León y Pizarro, como gobernador de Guayaquil en 1779 es una prueba de ello. Lo mismo cabe decir de la designación del fiscal Juan José de Villalengua como sucesor suyo al frente de la Audiencia en 1784 y su calculada estrategia que culminó en matrimonio con su hija Josefa García Pizarro y Frías. Así Villalengua vino a convertirse en el mejor valedor de su suegro y, al mismo tiempo, en la figura clave para conservar la herencia recibida. El resultado de todo ello fue la conformación de una poderosa red de influencias e intereses encaminada a la promoción y consolidación de sus integrantes y al control de las tomas de decisión.

En su contra, un amplio sector de la opinión coincidía en la idea de que no había puesto ni cargo que pudiera obtenerse en Quito sin gratificación o soborno y que la venalidad se había instalado en todos los niveles de la administración. Tampoco se dudaba de que el presidente logró pingües beneficios para sí mismo y sus familiares mediante estrategias de dudosa legalidad; aún más, que su mujer acumuló una inmensa fortuna en metálico, joyas y otros objetos valiosos gracias a su intermediación en los asuntos de gobierno y al margen de cualquier conducta moral. Nada edificante resultó que el obispo de Quito, Blas Sobrino y Minayo, concediera al hijo del presidente, todavía un niño, en concepto de capellanías una cantidad de entre 70.000 y 80.000 pesos y que permitiera que, siendo aún menor de edad, disfrutase el beneficio de la sacristía mayor de Guayaquil para arrendarla después por 1.000 pesos anuales.

La figura y el gobierno de José García de León y Pizarro han sido estudiados y analizados desde diferentes puntos de vista. Como resultado de ello, la imagen del presidente-regente de Quito ofrece claroscuros, donde su eficacia política como artífice de la recuperación de la hacienda real contrasta con unas maneras y actitudes que apuntan directamente hacia la corrupción.

Autor: Miguel Molina Martínez

Bibliografía

GONZÁLEZ SUÁREZ, Federico, Historia general de la República del Ecuador, Quito, Imprenta del Clero, 1901.

MOLINA MARTÍNEZ, Miguel, “Conflictos en la Audiencia de Quito a finales del siglo XVIII”, en Anuario de Estudios Americanos, 65, 1, 2008, pp. 153-173.

NÚÑEZ SÁNCHEZ, Jorge, “Contrabando, nepotismo y monopolio en la Audiencia de Quito”, en RUIZ RIVERA, Julián y SANZ TAPIA, Ángel (coords.), La venta de cargos y el ejercicio del poder en Indias, León, Universidad de León, 2007, pp. 71-88.

REIG SATORRES, José, “Visita General a la Presidencia y Audiencia de Quito, realizada por el licenciado José García de León y Pizarro (1778-1784)», en XI Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y estudios, t. III, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1997, pp. 121-146.