Francisco de Alfaro es una de las figuras más importantes dentro de la platería española de la segunda mitad del siglo XVI. Su alta creatividad, su apego a las novedades intelectuales de la época, especialmente a las del manierismo arquitectónico y figurativo de corte romanista, y el reconocimiento social en Sevilla, favorecieron sin duda su carrera, convirtiéndose en uno de los más reconocidos maestros en Andalucía. Francisco pertenecía a una extensa familia de plateros de origen vallisoletano. El asentamiento de su padre Diego de Alfaro en Córdoba junto al séquito del obispo don Leopoldo de Austria en 1542, será la causa del nacimiento de Francisco en esta ciudad tres años más tarde. Diego se convierte en el principal orfebre del obispado, atendiendo especialmente los encargos del propio prelado y de otras instituciones y personajes de importancia. Luego seguirá al servicio de don Cristóbal de Rojas y Sandoval (obispo cordobés entre 1562 y 1571), el cual le va a permitir ampliar su mercado, trabajando para diferentes iglesias sevillanas, lo que hará definitivamente que decida trasladarse con el eclesiástico en 1571 a la capital andaluza tras ser nombrado arzobispo hispalense. Pero en 1573 Diego muere y Francisco se pondrá al frente del taller y de la familia, consiguiendo mantener el aprecio del mismo arzobispo, en esta sede hasta 1580, lo que le permitirá copar la demanda paterna y ponerse en contacto con la élite de la platería del momento. Sus vínculos con los Ballesteros, Juan Tercero y otros artistas empleados en la fábrica catedralicia, fueron esenciales para completar y rematar de forma brillante su formación, creando un estilo personal que, terminada esta etapa vital, será el más avanzado de su tiempo. De hecho, habrá que esperar a 1575 para comprenderlo, ya que será cuando se apruebe su proyecto de ejecución de la primera de sus custodias de asiento, destinada al templo mayor de Marchena, y seguida en las otras dos creaciones similares para Écija (1578) y Carmona (1580), encumbrándose por ello a partir de la siguiente década en el platero más capacitado de todo el reino hispalense. Con este éxito consigue el reconocimiento artístico necesario para mantenerse en el cargo de Platero del Arzobispado durante el gobierno de don Rodrigo de Castro y Osorio (en esta sede desde 1581 a 1600), logrando finalmente ocupar el puesto principal del oficio en Sevilla, la platería de la Catedral de Sevilla en 1593 y trabajando a partir de este año en las piezas más importantes de la platería sevillana del Renacimiento.

No obstante, y a pesar de su éxito profesional, al final de sus días decide dejar la platería para convertirse en Tesorero episcopal de la diócesis de Toledo en 1599, cuando ocupó la sede primada don Bernardo de Sandoval y Rojas. Sin duda, esto aconteció gracias a la antigua vinculación que los Alfaro tuvieron con esta noble familia castellana, comenzada cuando estuvo al servicio de su tío don Cristóbal de Rojas y Sandoval al principio de su carrera, y continuada con su amistad con don Bernardo que fue canónigo de la Catedral de Sevilla entre 1574 y 1585, además de Arcediano de Écija y Administrador Apostólico de la Archidiócesis Hispalense. Una nueva condición profesional y social que provocó su abandono definitivo del arte de la platería.  De hecho, las únicas noticias relacionadas con la platería tras su traslado a Toledo, se reducen al cobro de obras ya finalizadas, y a la cesión y traspaso a sus sobrinos Francisco de Alfaro y Oña y Juan de Ledesma de todos sus contratos de plata inconclusos anteriores a 1600, los cuales ocuparon la platería catedralicia tras su marcha.

Pero lo que se desconocía era la última etapa de su vida. Se creía que sus días acabaron en  Toledo, y lo cierto fue que a partir de 1606 abandonaría definitivamente su puesto en la Tesorería episcopal, para trasladarse con su hija a Valladolid. Desde este momento su vida trascurre tranquila y acomodada, bajo la tutela de sus hijos y viviendo de las rentas que le proporcionaban sus múltiples censos y juros. Una situación que se mantuvo hasta su muerte en 1615, siendo enterrado en la iglesia vallisoletana del Salvador.

Autor: Antonio Joaquín Santos Márquez

Bibliografía

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