La primera referencia que documenta la presencia gitana en España se remonta a 1425, cuando el futuro Alfonso V de Aragón otorgó un salvoconducto a Juan de Egipto Menor. Desde entonces, diferentes grupos de egipcianos y, posteriormente, de grecianos, bajo la autoridad de un autodenominado conde o duque, deambularon por los reinos de Aragón y Castilla gozando de la condición de peregrinos a Santiago de Compostela.

Con el tiempo, estos grupos encaminaron su exploración hacia el sur peninsular, a través de Castilla, hasta alcanzar la frontera granadina. A Andalucía bien pudieron acceder por tierras extremeñas, tras visitar el monasterio de Guadalupe, si bien la noticia más antigua es la referida a la llegada a Jaén, el 22 de noviembre 1462, de los condes Thomas y Martín, a quienes el condestable Miguel Lucas de Iranzo agasajó, en consideración a sus títulos de nobles y peregrinos, con la misma cortesía que volvería a mostrar, en febrero de 1470, cuando otro contingente, capitaneado esta vez por el conde Jacobo del pequeño Egipto, llegó a Andújar.

Desde estas fechas la presencia de los gitanos en tierras andaluzas fue constante ya que antes de finalizar dicho siglo, parecen haberse constatado desplazamientos en sentido contrario, hacia Santiago de Compostela, tal como expresaron en marzo de 1491 los gitanos Jácomo, Felipo y Luis. Igualmente sabemos que, solo cuatro años más tarde, el greciano Miguel de la Torre obtuvo una Real Provisión para hacer justicia de la muerte de su hermano Bartolomé, asesinado en tierras cordobesas cuando se encaminaba en peregrinación a Santiago de Compostela.

Incidentes como este, junto a episodios de pequeña delincuencia que se producían durante su estancia en los lugares que frecuentaban, determinaron a los Reyes Católicos, en 1499, a expulsar a todos aquellos que no tomaran señor y oficio conocido. Desde esta fecha, los gitanos, reticentes a perder su identidad y sus costumbres, quedaron expuestos a todo tipo de penas por contravenir las diferentes leyes que se promulgaron buscando su asimilación al resto de la población. A los castigos corporales y la esclavitud, se añadió, en 1539, la pena de galeras, que fue aplicada a este colectivo hasta su derogación en 1748.

La represión y el utilitarismo de las condenas se complementaron desde el siglo XVI, siendo la Real Cédula de 19 de diciembre de 1572 un buen ejemplo de ello. Por dicha orden, Felipe II, a fin de reponer las pérdidas sufridas en Lepanto, dispuso con urgencia tanto el envío de todos los reos sentenciados a galeras que habían apelado, como el de todos aquellos que, aun sin sentencia, merecieran dicha pena por sus delitos.             A pesar de este evidente abuso, no se consiguió el contingente penal precisado y se acabó echando mano del colectivo gitano, al que se acusaba de haber aumentado su población a pesar de todo lo que se había dispuesto contra él.

En dicha instrucción no se aclaraba si se había de proceder contra todos, tanto avecindados como vagantes, solo se decretaba que las justicias procuraran “con gran diligencia de prender y tener a buen recaudo los que en su jurisdicción y distrito hallaren”, por lo que las capturas quedaban sometidas a la arbitrariedad de sus ejecutores, entrando en clara contradicción con la propia política antigitana que obligaba a su avecindamiento.

Entre los casos más significativos que se produjeron se encuentra el de Guadix, donde en enero de 1573 fueron presos ocho gitanos, avecindados en diferentes partes de Andalucía, que se dirigían como repobladores a Albuñol, y que fueron a parar a galeras a pesar de los testimonios favorables de sus vecinos. Otro episodio que ilustra esta paradoja, se refiere a la propuesta del corregidor de Baeza, quien quiso valerse de esta Real Cédula para deshacerse de los gitanos que se hallaban avecindados en su jurisdicción, sugiriendo su envío a galeras, estuvieran o no en posesión de los derechos lícitamente adquiridos como vecinos.

Otras autoridades, como las de Cádiz, llevadas también por su celo en perseguir gitanos, solicitaron comisiones para acosarlos fuera de sus jurisdicciones, pretextando que solo así se podría erradicar la impunidad con que eludían su prisión, así como todos aquellos males, que aseguraban, acarreaba su presencia en los pueblos.

Aunque esta Real Cédula consiguió aumentar la dotación de forzados, en 1609 se siguió precisando de nuevos contingentes, por lo que el Consejo de Castilla mandó condenar a galeras a todos aquellos gitanos que se ocuparan en actividades diferentes a las del cultivo de la tierra. Una disposición que prácticamente coincidió con la expulsión de los moriscos y con una abundante acumulación de quejas respecto a su forma de vida. Una coyuntura que resultó favorable de cara a su expulsión en 1610, y que solo se desestimó cuando se constató el despoblamiento ocasionado por la desaparición de los moriscos, y que en 1611 instaba, mediante un auto acordado del Consejo, a que fueran sustituidos por gitanos en los campos.

En 1639, con ocasión de las guerras de Cataluña y Portugal, la necesidad de armar las galeras quiso paliarse realizando, el 19 de diciembre de ese año, una redada específica de gitanos varones. Ese día se emprendió, en el mayor secreto, una captura masiva y sincronizada en el tiempo, cuyo impacto fue recogido por varios cronistas andaluces de la época. De su incidencia da idea el hecho de que casi la cuarta parte de todos los que “sirvieron” en galeras entre 1639 y 1641, eran andaluces. La proporción fue incrementándose hasta significar, a finales del siglo XVII, el 41,27 por ciento del total de forzados; datos que confirman a Andalucía como el asentamiento gitano más estable de España en estas fechas.

Entronizados los borbones en 1717, la política gitana se centró en vecindarios cerrados de los que solo podían salir con licencia de sus justicias. A las poblaciones asignadas entonces, hubo que añadir, en 1746, otras veintinueve localidades, de las que diez eran andaluzas, entre ellas: Sevilla, Granada, Úbeda y Baeza.

Convencido el Consejo de Castilla de que la reclusión de los gitanos en estas poblaciones no solucionaría lo que vino en llamarse “problema gitano”, siguió manejando la idea de su expulsión o del exterminio biológico que la Junta de Gitanos, creada en 1721, se hallaba estudiando. Sería en 1748, cuando habiéndose conseguido despojar a los gitanos del derecho de asilo en los templos, se procedió a una redada general, encaminada inicialmente a su expulsión, que acabó derivando en un proyecto de exterminio biológico a través de la separación entre hombres y mujeres. De las 9.000 personas gitanas que se estima fueron capturas, aproximadamente 6.500 procedían de tierras andaluzas.

En 1765 fueron liberados los pocos gitanos y gitanas que quedaban recluidos, y en 1783 se promulgó la última ley antigitana, que vino a ablandar la política seguida hasta entonces, sin que ello supusiera un avance que permitiera eliminar las diferencias existentes entre los gitanos y los demás vasallos del rey.

La Constitución de 1812 tampoco supuso para los gitanos la plena ciudadanía española, pues les exigía como requisito el estar “avecindados”, por lo que hubo de esperar a la Constitución de 1837 para que el gitano fueran considerado ciudadano español sin ningún tipo de restricción.

Autor: Manuel Martínez Martínez

Bibliografía

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MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Manuel, “Los gitanos en el reinado de Felipe II (1556-1598). El fracaso de una integración”, en Chrónica Nova, 30, 2004, pp. 401-430.

MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Manuel, “Los forzados de la escuadra de galeras del Mediterráneo en el siglo XVII. El caso de los gitanos”, en Revista de Historia Naval, 117, 2012, pp. 87-110.

PYM, Richard J., The Gypsies in the Early Modern Spain: 1425-1783. Nueva York, 2007.