Para la fundación del Colegio de Santa María de Jesús en Sevilla, en cuya catedral era arcediano de Reina y canónigo magistral, Rodrigo Fernández de Santaella (1444-1509) impetró dos bulas de Julio II, una en 1505 y otra en 1508. Maestro en teología y antiguo colegial de San Clemente de Bolonia, que sería el modelo del que terminaría fundando, Fernández de Santaella pertenece a una generación de eclesiásticos universitarios que eran conscientes del bajo nivel educativo del clero castellano. De esta preocupación dio muestras en su obra literaria. En los últimos años del siglo XV el cabildo municipal de Sevilla comenzó a tratar la posibilidad de la fundación de una universidad en la ciudad e inmediatamente su iniciativa fue secundada por el cabildo catedralicio. No es casualidad que el primer testimonio del interés de maese Rodrigo en la creación de un colegio fuesen tres cartas de la reina Isabel en apoyo de su proyecto que se fechan en 1500. Dos años después una cédula real facultaba a la ciudad para crear un Estudio General que contase con cátedras de teología, cánones, leyes, medicina y artes liberales. Los motivos que se adujeron para la concesión de esta cédula también aparecen en la exposición de la bula de 1505. En ésta ya se admitía la creación de un colegio para estudiantes pobres dotado con los privilegios de los colegios universitarios y, por consiguiente, con capacidad para otorgar grados, sin olvidar la adscripción de la dotación y de los beneficios que Fernández de Santaella le resignaba. Al año siguiente se consagraba la capilla del Colegio y en 1508 la segunda bula completaba y modificaba la anterior porque otorgaba la capacidad de desarrollar un Estudio General a partir del Colegio. Entre ambas bulas el fundador escribió las Constituciones del Colegio, una adaptación de las de San Clemente, pensadas para quince becarios, de los que cuatro serían capellanes, distribuidos entre diez teólogos y cinco canonistas, que debían cumplir ciertas requisitos para el ingreso. Las dos bulas, los dos testamentos de maese Rodrigo (1508, 1509) y la Constituciones comprenden el aparato legal fundamentador del Colegio, pero estas últimas fueron modificadas de una manera sustancial por Martín Navarro, que le sucedió en la canonjía magistral. Así, el oficio de rector pasó de bianual a anual, disminuyó el rigor de la exigencia de pobreza y, sobre todo, impuso a partir de 1519 la limpieza de sangre a los colegiales, eliminando la constitución XV de Santaella que, inspirado en la teología paulina y consciente de su propio origen converso, había prohibido terminantemente la distinción de linajes. En general, Navarro, que había sido colegial de San Bartolomé de Salamanca, asimiló con su reforma constitucional a Santa María de Jesús con las instituciones que en la primera mitad del XVI acabarían convirtiéndose en los Colegios Mayores.

El Colegio comenzó su existencia real en abril de 1518 cuando tomaron posesión de las becas los doce primeros colegiales. El dictado unos meses después de unos estatutos universitarios por Alonso de Campos, arcediano de Almuñécar, albacea de Fernández de Santaella y al que éste había encomendado, junto con otros, su elaboración, significa el inicio de su vida universitaria. La institución quedaba organizada como Colegio-Universidad, una estructura que mantendría hasta 1769 y que señalaría durante estos siglos el dominio absoluto de los colegiales. Tal dominio quedaba determinado principalmente por el hecho de que el rector del Colegio lo fuese también de la Universidad, a lo que hay que añadir que ésta, carente de recursos propios, era económicamente dependiente y el acceso las cátedras, desde las dos primigenias, Prima de Teología y Prima de Cánones, estaba controlado por los becarios.

Desde 1518 a 1700 entraron en el Colegio 300 colegiales y durante el XVIII, hasta 1797, lo hicieron otros 118. El número hubiese sido mayor si se hubiesen respetado las disposiciones constitucionales, pero lo mismo ocurrió en los demás colegios castellanos. Todo el sistema favoreció el desarrollo de una fuerte conciencia de identidad corporativa que se cifraba en la defensa de la institución y en la colocación de sus colegiales en las plazas de la Iglesia y de la Monarquía de mayor nivel y prestigio. Este sentimiento reforzó, además, la competencia con otros colegios similares, en particular con los seis grandes Colegios Mayores, y por esta razón en 1580 llegó a prohibirse que ningún colegial aprovechara su paso por Maese Rodrigo para optar a cualquier otro como había ocurrido con anterioridad. En el XVII disminuyó el número de colegiales que ingresaron porque los que ya estaban permanecieron más tiempo con sus becas esperando un acomodo adecuado al crédito personal y de la corporación. Esta misma conducta siguieron los colegiales de Salamanca, Valladolid o Alcalá y en cada uno de sus colegios se creó la “hospedería” para alojar a los colegiales huéspedes que habían agotado el tiempo de su beca, una fórmula que burlaban las normas constitucionales que limitaban la estancia del becario, y que en el de Sevilla se institucionalizó en 1645. Esta quiebra del sentido original de estas fundaciones no fue una excepción y se explica desde una evolución histórica compleja a la que no es ajena el proceso de conformación social del grupo. Hasta aproximadamente 1575 sus miembros habían sido universitarios mayoritariamente graduados en Salamanca y procedentes de familias de propietarios rurales pequeños y medianos. Entraban y abandonaban sus becas con una periodicidad relativa que se correspondía con la reglamentación constitucional. Fueron ellos los que impulsaron el estrechamiento de la exigencia de la limpieza de sangre, vaciaron de contenido el requisito de la pobreza y modificaron la distribución de las becas en beneficio de los canonistas. El resultado fue que los colegiales fueron progresivamente individuos menos pobres, más orgullosos de la pureza de sus linajes y más “honrados”.

La reclamación de la ascendencia hidalga fue haciéndose mayoritaria entre unos individuos que procedían de las minorías dominantes provinciales y locales de su ámbito espacial. La tendencia que define la procedencia geográfica de los colegiales debe entenderse de modo paralelo a esta evolución. Durante el siglo XVI poco más de la mitad llegaron de lugares de las diócesis andaluzas, mientras que en el XVII esta proporción ascendió hasta el 84 % y en el XVIII al 95 %. Se produjo, en definitiva, una progresiva reducción de un círculo de atracción en el que debe incluirse el sur de Extremadura. Este retroceso espacial fue paralelo al aumento de concentración de la procedencia en un menor número de lugares, que a su vez serían de mayor tamaño o de carácter urbano, un fenómeno que es coherente con la ruptura de la norma constitucional que prohibía la entrada de individuos naturales de la propia Sevilla, eliminada en 1633, o la presencia de más de un colegial originario de la misma localidad o de parientes en un grado prohibido por las Constituciones. La evolución secular terminó concluyendo con una mayoría de colegiales originarios de las tierras comprendidas entre el Guadalquivir y las sierras Subbéticas, aunque no faltan del Reino de Granada. Que ocurriera de esta manera dependió evidentemente de factores demográficos y socioeconómicos independientes de la misma institución, los mismos que contribuyen a explicar la disminución de las distancias que estuvieron dispuestos a recorrer los estudiantes para realizar sus estudios universitarios. En consonancia con ello, desde 1650 esta movilidad casi había desaparecido y sólo unos pocos becarios llegaron al Colegio con sus estudios y grados de otras universidades que no fuera la de Sevilla.

El prestigio del Colegio se medía por el éxito que habían tenido sus colegiales en sus carreras y ésta es una de las razones que explica el predominio de los juristas sobre los teólogos, que estaban abocados a seguir sólo oficios eclesiásticos normalmente de menor rango. Aunque hubo colegiales que se elevaron hasta las plazas de asiento más ambicionadas, incluso hasta llegar al Consejo de Castilla, el que dominara la carrera eclesiástica entre los colegiales de Maese Rodrigo que ingresaron antes de 1700 y que muchos de sus letrados siguieran sus carreras en Indias puede entenderse como una consecuencia de su marginalidad en comparación con los Colegios Mayores. La conciencia de esta posición de inferioridad en la competencia por la colocación en el mercado de los empleos de la Monarquía y la reacción colegial a la imposición del Estatuto de la Universidad de 1621 persuadieron a los colegiales de las ventajas que podría acarrear la entrega al patrocinio y amparo de D. Gaspar de Guzmán, todavía conde de Olivares, en 1623. Consiguieron así que los medios que utilizaban para seleccionar sus ingresos fuesen aceptados en pie de igualdad con los de las instituciones hacia las que ellos miraban con envidia y recibieron con orgullo la visita del rey en 1624. El manto protector del Conde duque todavía se dejó sentir en 1633, cuando el Colegio vio reconocido oficialmente el título de “Mayor”, pero las rentas prometidas por el todopoderoso Patrono y Protector nunca acabaron de llegar y las expectativas que habían depositado en la progresión de sus carreras profesionales no se vieron satisfechas en la medida que esperaban. Sin embargo, esta frustración, los colegiales, tras la muerte del gran valido, renovaron el patronazgo con don Luis Méndez de Haro y volverían insistir ante Felipe V en el reconocimiento de la denominación de «Mayor» (1716, 1717) hasta lograr, por fin, sentar a un representante en la Junta de Colegios (1732), un órgano consultivo que garantizaba las mejores colocaciones en la administración. No cambió por ello el signo mediocre de las carreras de la mayoría durante el XVIII, pero les sirvió para mantener el dominio absoluto del Colegio sobre la Universidad a él adherida hasta el Plan de Olavide de 1769. La separación definitiva no supuso la desaparición del Colegio de Santa María de Jesús, que perdió las atribuciones universitarias que había disfrutado desde su nacimiento. Todavía entre 1769-1797 ingresarían 21 colegiales que mantuvieron la institución y protagonizaron algunos intentos de recuperación, aunque fuera parcial, de reconocimiento en su relación con la Universidad. Esta posibilidad pareció reabrirse con la reacción absolutista y el restablecimiento de los Colegios Mayores en 1815 e incluso aún logró sobrevivir a su supresión en 1822 durante el Trienio Liberal hasta extinguirse definitivamente en los últimos años del reinado de Fernando VII.

Autor: José Antonio Ollero Pina

Bibliografía

AGUILAR PIÑAL, Francisco, Historia de la Universidad de Sevilla, Sevilla, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, 1991.

OLLERO PINA, José Antonio, La Universidad de Sevilla en los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla – FOCUS, 1993.

OLLERO PINA, José Antonio, “La Universidad de Sevilla en los siglos XVI y XVII”, en SERRERA CONTRERAS, Ramón María, SÁNCHEZ MANTERO, Rafael (coordinadores), V Centenario. La Universidad de Sevilla, 1505-2005, Sevilla, Universidad de Sevilla – Fundación El Monte, 2005, pp. 135-203.

OLLERO PINA, José Antonio, “Clérigos, universitarios y herejes. La Universidad de Sevilla y la formación académica del cabildo eclesiástico”, Universidades Hispánicas. Modelos territoriales en la Edad Moderna (I) Miscelánea Alfonso IX, 2006, 107-195.

SERRERA CONTRERAS, Ramón María, SÁNCHEZ MANTERO, Rafael (coordinadores), V Centenario. La Universidad de Sevilla, 1505-2005, Sevilla, Universidad de Sevilla – Fundación El Monte, 2005.