Fundado en la década de 1560 por María de Toledo, hija de la marquesa de Priego y esposa de Luis Cristóbal Ponce de León, II duque de Arcos, el Colegio de la Encarnación de Marchena destacó poderosamente dentro de la Provincia Bética de Compañía de Jesús durante los siglos XVI y XVII. No en vano, estaba situado en la capital de los estados señoriales y lugar de residencia habitual de un linaje nobiliario tan poderoso como el de los duques de Arcos, quienes eligieron la iglesia de los jesuitas como nuevo lugar de enterramiento. A partir de ese momento, los duques escogieron siempre como confesores y maestros de los miembros de su estirpe a los distintos rectores del Colegio, que eran designados por la Compañía entre sus sujetos más prestigiosos, tanto a nivel intelectual como espiritual. De ello derivó un hecho clave: los jesuitas de Marchena pasaron a colaborar con sus aristocráticos patronos en asuntos políticos y económicos. Convirtiéndose los sucesivos rectores de la Encarnación, de hecho, en los más cercanos consejeros ducales, con el poder e influencia que de ello derivaba en el Antiguo Régimen. El formidable peso específico del Colegio dentro de la Provincia Bética y la influencia de los jesuitas en la zona decayó velozmente, sin embargo, a partir de 1673, momento en el que los duques decidieron trasladarse definitivamente a Madrid. Alejándose, de este modo, la principal fuente de patronazgo y ascendiente social de los jesuitas de Marchena.

La actividad docente del Colegio de la Encarnación se encuadraba en la Ratio Studiorum de la Compañía de Jesús. Ésta se distinguía por su modernidad y eficacia, adoptando el programa de estudios clásicos ideado por el Humanismo renacentista e incluyendo tanto el ejercicio físico al aire libre, como la preparación para la vida en la sociedad distinguida (música, danza, representaciones teatrales, lenguaje correcto y urbanidad). En el caso concreto de Marchena, destacaba la atención prestada por los jesuitas a la enseñanza de las primeras letras (de leer, escribir y contar). Un cuidado en el que también insistían continuamente los duques de Arcos, que necesitaban de este tipo de escuelas para formar a los hijos de sus criados, cantera de futuros empleados. En Marchena como en la mayor parte de los centros de la Compañía de Jesús, las clases se impartían de forma gratuita, sin excluir a ningún alumno por no ser de condición elevada o por ser pobre. Buena prueba del fulgurante éxito del Colegio es que en 1568, apenas fundado, ya tenía 300 estudiantes.

A nivel artístico, el Colegio de la Encarnación destacaba por su espléndida iglesia, que seguía los prototipos habituales de la Compañía de Jesús y que estaba ricamente decorada con los escudos de los Ponce de León, costosos retablos, pinturas de artistas tan destacados como Roelas y ornamentos preciosos fruto de continuas dádivas y limosnas piadosas de particulares. Incluía también un claustro clasicista con elementos mudéjares y una fuente, en torno al que se disponían las distintas dependencias de los padres y hermanos jesuitas; contaba, igualmente, con otros edificios anexos para las escuelas, almacenes y graneros de la comunidad. Parte del conjunto, renovado en profundidad durante el siglo XVIII gracias a las generosas donaciones de don Juan de los Ríos y Baeza, vicario del arzobispo de Sevilla, subsiste en la actualidad –aunque expoliado de buena parte de su mobiliario– como convento de monjas de Santa Isabel.

Durante la primera parte del siglo XVII, el Colegio de Marchena brilló particularmente gracias a las espectaculares celebraciones que albergó con motivo de las beatificaciones y canonizaciones de Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Francisco de Borja. Un terreno en el que la Compañía de Jesús y los duques de Arcos hallaron un interesante punto de encuentro. Porque en las fiestas se celebraba que un jesuita había pasado a ser considerado santo, con el acrecentamiento del prestigio de la Compañía que ello suponía. Pero, al mismo tiempo, los Ponce de León, con su presencia y contribución decisiva a los gastos, se presentaban ante el pueblo compartiendo en parte el carisma de quien había ascendido a los altares. Más aún, en el caso de los prin­cipales santos jesuitas, todos de origen noble. En este contexto, el arte efímero —tan propio de la estética del Barroco— se configuró como el vehículo perfecto para solemnizar y reflejar el poder, tanto espiritual como terrenal, de sus protagonistas, fueran aristócratas o jesuitas. Las fiestas incluían fuegos de artificio, música, desfiles y mascaradas; y su ornato contaba con las joyas y colecciones artísticas de los Ponce de León, prestadas para cada ocasión. El Colegio de Marchena alcanzó también una cierta celebridad, a finales del siglo XVII y principios del XVIII, por un beaterio anexo y dependiente de los jesuitas en el que habitaron varias beatas que vivieron con fama de santidad y que se convirtieron en protagonistas de una importante devoción popular.

Los duques de Arcos, para ser reconocidos como patronos y fundadores del Colegio de Marchena, donaron a los jesuitas los bienes que permitieron que la institución fuera siempre plenamente autónoma en lo económico, sustentándose a partir de sus propias rentas y de los frutos obtenidos de la explotación de sus propiedades. La finalidad de este sistema era garantizar, tanto la futura supervivencia de un número concreto de padres y hermanos coadjutores, como la continuidad de las escuelas, muy especialmente de las de primeras letras. Hasta las primeras décadas del siglo XVII el colegio prosperó, invirtiendo su capital fundacional en la compra de juros y en redondear y mejorar sus propiedades rústicas, dedicadas fundamentalmente a la vid, el olivar y la ganadería. Recibió, además, nuevas limosnas y donaciones, tanto por parte de los duques y del Ayuntamiento de Marchena, como de particulares de la comarca. La difícil coyuntura económica española del Seiscientos, sin embargo, provocó una crisis evidente en las finanzas del Colegio, cada vez más empobrecido. Hacia 1650, de hecho, muchos de sus edificios amenazaban ruina. Los desesperados intentos de los rectores de la Encarnación por racionalizar sus explotaciones y por dotarlas de nuevas infraestructuras productivas, como molinos de aceite, causaron un fuerte endeudamiento de la institución religiosa, que se vio obligada incluso a vender ornamentos preciosos de la iglesia. Los comienzos del siglo XVIII fueron una época de altibajos económicos, que coincidieron con los intentos de algunos rectores del Colegio por mejorar su situación pecuniaria mediante la subida de las rentas de la tierra, la inversión en ganado y la mejora de los cultivos. Una buena prueba de lo desastroso de la situación es que, en estos años, muchos de los jesuitas designados para gobernar el Colegio trataban de salir cuanto antes de él dado su crítico estado. Sus finanzas, pese a todo, remontaron de forma sostenida a partir de 1720, construyéndose bodegas más grandes y capaces, plantando más vid y olivar en sus tierras y poniendo al corriente sus juros. Un hecho clave en esta recuperación fue el traslado a las instalaciones del Colegio del Seminario jesuítico de la Provincia de Andalucía en 1754, que se tradujo en nuevos ingresos y en la restauración casi integral de los edificios del centro para albergar a los padres y hermanos que debían pasar a Indias. En 1762, poco antes de la expulsión de la Compañía de Jesús por Carlos III, las fuentes jesuitas señalaban que la economía del Colegio estaba en muy buen orden.

Autor: Julián José Lozano Navarro

Bibliografía

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