Este pintor no solo ha merecido la inmortalidad historiográfica por lo mucho y bueno de su producción artística –que le valió la consideración en vida y la fama tras la muerte–, sino, además, por configurar el aprendizaje de un buen número de discípulos que, con el paso del tiempo, fueron los protagonistas de la actividad profesional correspondiente a las décadas siguientes. De este modo, Martínez inclinó, con su magisterio, la balanza de la pintura sevillana de la mayor parte del siglo XVIII a la esfera de su estilo e influencia. También consiguió que perdurara su manera de trabajar –en equipo o cuadrilla–, aún cuando las prácticas de taller y gremio fueron sustituidas por otras aparentemente distintas.

Se formó como pintor con Juan Antonio Osorio primero y con Lucas Valdés (Sevilla, 1661 – Cádiz, 1725), después. Uno de sus primeros trabajos fue el que desarrolló con el padre de su futuro discípulo Juan Espinal (Sevilla, 1714 – 1783), Gregorio Espinal, otro de los miembros de la Hermandad Sacramental de la parroquia de San Lorenzo. Consistió en decorar los muros de la capilla propia que tenían en aquel inmueble con pinturas de signo eucarístico en 1718. Esta congregación de fieles articuló, desde un determinado aspecto, las relaciones de algunos importantes artistas del setecientos sevillano. Además de los citados, Pedro Tortolero, Francisco y Vicente Alanís o Francisco y Antonio de Acosta se contaron entre las filas de devotos sacramentales y participaron de su vida interna. Podría ser llamado «el grupo de la collación de San Lorenzo». Martínez había trasladado su domicilio y taller desde la collación de San Martín a la de San Lorenzo al establecerse en la calle de los Lisos.

Ya en la segunda mitad de la década de los veinte de la centuria setecentista, el de Martínez era el obrador de pintura más activo de toda Sevilla, el que acabó por capitalizar la mayoría de los encargos de la clientela hasta mediados de siglo y el que estaba mejor dotado en lo que a dibujos, estampas y modelos en yeso y al natural se refiere, tal y como quedó registrado en el inventario postmorten de la biblioteca de Domingo Martínez. Tan completo y dinámico era el taller que, años más tarde, Ceán Bermúdez escribiría que su «casa parecía una academia y que le visitaban los grandes, los caballeros y profesores que fueron con S. M.», mientras duró la permanencia de la Corte en Sevilla (1729-1733). Este punto resulta especialmente interesante, ya que, además de Espinal, estuvieron asociados con Domingo Martínez otros discípulos, de los que conocemos con seguridad la personalidad y producción de Andrés Rubira (+ Sevilla, 1760), Pedro Tortolero (+ Sevilla, 1767), Francisco Miguel Jiménez (1717 – 1793) y Juan José de Uceda (+ 1786). Algunos de los mencionados, capitaneados por Espinal, constituirán el germen que conseguirá levantar, tras varios intentos de recaudación de apoyos locales y reales, la futura Real Escuela de las Tres Nobles Artes de Sevilla.

Los motores del taller eran los misterios técnicos y artísticos de la práctica pictórica de la mano de los mejores referentes de la ciudad: la inspiración de Murillo –que tanta admiración suscitaba en Martínez–, las relaciones sociales y el éxito económico que cosechó el titular del taller y el esfuerzo competitivo que proporcionarían los integrantes de su obrador. Los encargos artísticos que cosecharon más éxito fueron los trabajos de decoración, con lienzos y pinturas murales, de la capilla del colegio de mareantes de San Telmo (1724) –de compleja iconografía que relaciona la enseñanza de la marinería con los santos y los episodios más adecuados–, las pinturas al temple del presbiterio de la iglesia del convento de la Merced (1727) –con escudos, santos y roleos–, y ya en la primera mitad de la década de los treinta, los lienzos dedicados a Santa Paula para la iglesia del convento homónimo, la serie de cuadros para el altar y la iglesia del Buen Suceso y la Inmaculada que se encuentra en la iglesia de San Lesmes de Burgos, todas obras en las que se acusa la participación del taller. Sin embargo, parece difícil discernir el trabajo de cada uno de sus componentes. No obstante, hay algún dato esclarecedor al respecto: es muy posible que el taller de Martínez tuviera una estructura jerárquica en función de la confianza depositada por el maestro en cada uno de sus discípulos, traducida en la ejecución de funciones de mayor o menor importancia a la hora de participar en una obra colectiva. El conde del Águila, al hablar de las pinturas que adornan la capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral de Sevilla –ejecutadas por el taller de Domingo Martínez–, especifica que «era Rubira el que le manchaba los quadros, teniendo para esto particular habilidad, y Dominguito los acababa». En cualquier caso, y esto será la tónica habitual de la producción de Martínez, siempre estuvo dispuesto a plasmar el detalle y la anécdota, a pesar de que, en ocasiones, demuestra imperfecciones que aun no pueden discernirse que sean de su responsabilidad o de las particularidades de su enorme taller. Algo que hay que advertir es el continuo uso que hace de las estampas para sus composiciones.

Varios fueron los hitos que vivió Martínez en los veinte años que transcurrieron entre la llegada de la Corte a Sevilla (1729) y la muerte del maestro (1749). Uno fue el de las permanentes relaciones mantenidas con los caballeros y los grandes que formaban el séquito de los Reyes durante su estancia en Sevilla en el denominado Lustro Real. A pesar de que, según se cuenta, el carácter melancólico y solitario del monarca lo reservó en el Alcázar las más veces, la reina Isabel de Farnesio, amante del arte y conocedora de la pintura de Murillo, recorrió la ciudad en varias ocasiones para apreciar y atesorar algunas de ellas en su colección particular. Frecuentemente participaron en estas visitas regias, además del pintor de cámara Jean Ranc, el propio Domingo Martínez, que iría acompañado de miembros de su taller o colegas de profesión. Como entusiasta seguidor del estilo del pintor del seiscientos, Martínez sabía dónde se encontraban sus principales cuadros y podía ilustrar a la reina con sus conocimientos y erudición. Sin embargo, este aprecio por lo murillesco no impidió que la mano real sustrajese estas obras del territorio sevillano, ya que, a buen seguro, primó más el posicionamiento social alcanzado y la relación con los grandes que cualquier otra consideración, hoy diríamos, patrimonial. De hecho, Martínez tuvo la posibilidad de marchar a Madrid para ser nombrado pintor de cámara, como ocurrió con Alonso Miguel de Tovar, pero el maestro de nuestro pintor, quiso quedarse en la ciudad en la que ya era una seria referencia pictórica. Es razonable pensar que Espinal asimilase parte de esta erudición y la transmitiese a lo largo de su vida, por ejemplo a su discípulo Ceán o en el memorial que ayudó a confeccionar al conde del Águila y a Francisco de Bruna y que sería uno de los escritos en los que con más confianza se apoyó Antonio Ponz a la hora de redactar el tomo IX de su Viage de España, dedicado a Sevilla.

Otras obras destacadas son el extenso programa decorativo de la iglesia del noviciado de la Compañía de Jesús y, por otro, los cuadros de la mascarada de la Fábrica de Tabacos. Ambos conjuntos se realizaron en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo XVIII, cuando la edad de Martínez era más avanzada y más necesitaba de la ayuda de sus discípulos, entre los que destaca sobre el resto, marchado Rubira a Portugal, Juan Espinal. En el caso de San Luis de los Franceses, Martínez y Espinal se dedicaron a plasmar en los muros arquitecturas fingidas en perspectiva entre 1743-1750 aproximadamente. Esta práctica de la quadratura representa una de las facetas más ricas de la pintura sevillana del setecientos. Con respecto a las ocho pinturas que representan el desfile de carrozas de la mascarada que organizó la Fábrica de Tabacos con motivo de la subida al trono de Fernando VI y Bárbara de Braganza en 1747, es muy probable que se encargaran a Martínez pero que fueran sus discípulos los que las compusieran, pues, no en balde, los investigadores González de León y José Gestoso vieron en ellas la mano de Juan Espinal antes de volverse a asociar con su maestro por parte de la historiografía moderna. Son toda una muestra de perfección en el detalle a la hora de la representación de los espacios y de los personajes. Han servido desde entonces como testimonio de primera mano para conocer la antigua fisonomía de la ciudad, los ropajes utilizados en las festividades y el adorno efímero de la urbe.

No solo destacó en estos campos Domingo Martínez, sino también en el del dibujo. Algunas de sus más bellas creaciones se conservan en la Kunsthalle de Hamburgo, en la colección Brauer de Zúrich o en la Biblioteca Nacional de Madrid y suponen, en la mayoría de los casos, estudios preparatorios de ulteriores lienzos, muy bien estudiados por Pérez Sánchez.

Los rostros de sus personajes suelen ser fácilmente reconocibles: redondos y bondadosos en el caso de los femeninos, más alargados y finos en el de los masculinos, pero siempre con escasa expresividad, cuando no con una mirada abiertamente melancólica. Quizá como excepción de todo ello se presenta el retrato del arzobispo Salcedo y Azcona –donde Martínez consigue captar la psicología del personaje–, y la candidez casi cortesana de la Santa Bárbara de la parroquia de Consolación de Umbrete. El colorido no es siempre brillante ni jugoso. En las más de las ocasiones, Martínez recurre a los claroscuros, como si tomara aquello que necesitara de las dos tendencias mayoritarias en la centuria anterior: la vaporosa de Murillo y la oscura de Valdés Leal. A la primera se adaptó Martínez para agradar a la clientela –sobre todo a la que contentó durante el Lustro Real–, de la segunda era heredero por su aprendizaje con Lucas Valdés. Por otro lado, las composiciones denotan siempre un punto de encorsetamiento y contención que responde a las directrices estéticas de la primera mitad del siglo XVIII, heredadas de Lucas Valdés, pero que serán superadas en colorido y fantasía por Juan Espinal. Martínez actúa, por tanto, como el nudo gordiano entre dos generaciones de importancia capital para el desarrollo de la pintura sevillana.

Al igual que había ocurrido con su maestro, Martínez representó varias arquitecturas y diseños: además de las de los carros de la Mascarada antes mencionada, incluyó en sus cuadros los planos de las cajas de órganos de la Catedral de Sevilla, el proyecto del retablo de la Virgen de la Antigua o el de la capilla de San Telmo –junto con otros de los que fue diseñador–, el Monumento de Semana Santa y el altar de plata de la Catedral de Sevilla. Con ello contribuyó a la expansión gráfica de la iconografía hispalense. Y también como él actuó de policromador en varias ocasiones, en la mayoría de ellas, encarnando las esculturas de Pedro Duque Cornejo.

Domingo Martínez, a su muerte en 1749, acabó por nombrar a Espinal albacea y heredero de su taller, lo que lo convertía en propietario de la maravillosa biblioteca del difunto patrón y el encargado de atender los encargos de la clientela más numerosa y poderosa de la ciudad. Confundiéndose estilísticamente ambos pintores en la pintura del último barroco, termina la vida del primero y empieza la carrera en solitario del segundo, entre el taller del maestro y la participación en la Real Escuela de las Tres Nobles Artes de Sevilla.

Autor: Álvaro Cabezas García

Bibliografía

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ARANDA BERNAL, Ana María, «La ‘Academia de Pintura’ de Domingo Martínez», Domingo Martínez en la estela de Murillo. Catálogo de la Exposición celebrada en Sevilla, mayo-junio de 2004, Sevilla, Fundación El Monte, 2004, pp. 86-107.

FERNÁNDEZ LÓPEZ, José, “Domingo Martínez y Juan de Espinal: nuevas atribuciones de pinturas de la escuela sevillana del siglo XVIII”, Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, nº 20, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2007, pp. 183-192.

VALDIVIESO, Enrique, «Nuevas pinturas de Domingo Martínez en la Capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral de Sevilla», Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, nº 3, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1990, pp. 109-122.

VALDIVIESO, Enrique, «Aires de renovación en la pintura sevillana del siglo XVIII: el caso de Domingo Martínez», en I Congreso Internacional Pintura Española del siglo XVIII, Marbella, 1998, pp. 157-164.

VALDIVIESO, Enrique, «Pinturas de Domingo Martínez en el Hospital de Mujeres de Cádiz», Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, nº 11, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998, pp. 539-548.

2018-01-15T15:44:42+00:00

Título: Carros del Víctor y del Parnaso (Carro de la entrega de los retratos de los reyes al Ayuntamiento), Domingo Martínez, 1748, Óleo sobre lienzo. Fuente: Museo de Bellas Artes de Sevilla. [...]