De Diego de Siloé creo se puede afirmar que es uno de los genios más claros de nuestro renacimiento. Desde luego, es el artista que acertó a convertirlo en un lenguaje maduro y castizo, libre, tanto del esnobismo italiano de Machuca, como de la provinciana indecisión de los llamados platerescos. De su mano, los brotes lombardos, florentinos y romanos enraízan con fuerza en la Península para no volver a parecer injertos aislados ni trepaderas de superficie. Con él se alcanza la plena comprensión del estilo y, como consecuencia, su avezado dominio por parte de los maestros posteriores. Magnífico escultor y, sobre todo, excelente arquitecto, Siloé destaca por su creatividad desbordante y apasionada, que se descubre triunfal en cada uno de sus grandes proyectos. Arquitectura de espacios claros, amplios y luminosos, de imponente monumentalidad; decoración exuberante de grutescos atormentados y jugoso follaje, que nunca excede sus marcos naturales ni entra en competencia con la claridad tectónica; escultura de formas llenas, amables y sensitivas, clásicas de inspiración y, sin embargo, desbordantes de vigor impetuoso.

Diego de Siloé es uno de nuestros genios de más alto vuelo y una figura conspicua a nivel europeo. Un artífice capaz de eclipsar a los antiguos Phidias y Praxiteles, en palabras de Cristóbal de Villalón, de 1539; o, incluso, un águila, un águila de nuestro renacimiento, como acertó a calificarlo hacia 1549 el portugués Francisco de Holanda, cuya fina intuición sentó un tópico historiográfico que, retomado al cabo de cuatro siglos –en 1941– por Gómez-Moreno Martínez, alienta fresco hasta nuestros días.

Diego de Siloé debió de nacer en Burgos entre 1487 y 1490. Era hijo del maestro Gil de Siloé, escultor nórdico arribado quizá al abrigo de los Colonias, que acometerá varias empresas de considerable empeño en el último cuarto del siglo XV. Tuvo, que sepamos, tres hermanos: Juan, Ana y María, de los que, al menos, el varón se dedicará a la escultura y colaborará activamente con él. Sin duda, ambos obtuvieron los rudimentos del oficio junto a su padre, aunque su fallecimiento en torno a 1505, cuando todavía eran demasiado jóvenes, los privó de la posibilidad de continuar con el exitoso taller. Entre 1505 y 1509 completó su aprendizaje al lado de Felipe Bigarny, con estipendio y responsabilidades que superan los habituales en un aprendiz. De ese período data su participación en el coro de la catedral de Burgos, dirigido por Bigarny y Andrés de Nájera. Siloé, sin completar el trabajo lo abandona por falta de pago, a lo que su maestro responderá embarcándolo en un pleito que desencadena la enconada enemistad entre ambos.

Durante los diez años siguientes, entre 1509 y 1519, el joven Diego aparece establecido en Nápoles, al lado de Bartolomé Ordóñez, quien tal vez hubiera sido oficial en el taller de Gil de Siloé. Juntos llevan a término el original sepulcro del niño Andrea Bonifacio, para la iglesia de los Santos Severino y Sosio, y el exquisito retablo mayor de la capilla funeraria de Galeazzo Caracciolo di Vico, héroe de la batalla de Otranto, en la maltrecha iglesia de San Giovanni a Carbonara. En este momento, alrededor de 1517, ejecutaría también el precioso San Sebastián de la parroquial de Barbadillo de los Herreros, muy cercano al del retablo Caracciolo. Tres bellas obras de mármol de Carrara que revelan un conocimiento profundo y consciente del lenguaje clásico, con visibles referencias al hacer de Donatello y claras deudas con la manera de Miguel Ángel.

Por motivos que desconocemos, en 1519 maese Diego está de nuevo en Burgos. Allí se casa con Ana de Santotís, natural de esta parroquia de las Merindades, y establece taller de escultura junto a su hermano Juan. Apenas llegado, ajusta por doscientos ducados el sepulcro del obispo Luis de Acuña, para cuya capilla labrará más adelante un retablo, asimismo de mármol, con imaginería de talla. En 1519, el 4 de noviembre, contrata también la fábrica de la Escalera Dorada, su primera gran obra arquitectónica. Un inolvidable ingenio destinado a salvar el desnivel entre el interior de la catedral y la puerta de la Coronería, en el transepto sur, respetando además el acceso por la puerta de la Pellejería. El resultado no pudo ser más brillante ni eficaz, con la briosa valentía de una traza seguidora de Bramante y el suntuoso fulgor de sus grutescos dorados. Desde 1523 está documentada su presencia, junto a Felipe Bigarny, en el retablo mayor de la capilla del Condestable, del que se le pueden atribuir las trazas, y parte del grupo de la Purificación, en concreto las figuras de la Sagrada Familia y la sirvienta que lleva los pichones. Pero la nueva competencia no mejoró las relaciones entre ambos artistas. El trato se rompe definitivamente y Siloé, tras terminar en la misma capilla su parte de los retablos de San Pedro y Santa Ana, busca trabajo en obras ajenas a la catedral, a la que sólo volverá en 1526 tras aceptar el encargo del sepulcro de su protector, el obispo Antonio de Rojas. Acomete entonces el retablo de Santa Casilda, en el santuario de Salinillas de Bureba, para el que retoma el modelo del cenotafio de Andrea Bonifacio. Le siguen el puente de Santa María, de Burgos, que hubo de compartir con Francisco de Colonia; y la torre de Santa María del Campo, de 1527. Se sitúan, además, en estos años anteriores a 1528, sus tres paneles para la sillería del monasterio de San Benito, de Valladolid, centrados por el magnífico Bautista del Museo de Escultura y, de ser suyos, el meritorio Ecce Homo de San Agustín de Dueñas y el Cristo a la columna, bastante más mediano, del Museo catedralicio de Burgos. Muy hermosos son los relieves de la Virgen con el Niño, del sepulcro del canónigo Diego de Santander, en el claustro de la catedral de Burgos; y la Sagrada Familia con San Juanito del Museo Nacional de Escultura, plasmada con un primor tierno y desenfadado. Completan esta segunda etapa burgalesa, su estancia en Jaén, documentada en 1522, dando trazas para la erección de la catedral; y un posible viaje a Málaga, anterior a 1527, también relacionado con el diseño de su iglesia mayor.  

Maese Diego abandona Burgos rumbo a Granada. Dejaba a medias la torre de Santa María del Campo, que encomienda a su ayudante Juan de Salas, quien bien poco tardó en desvirtuar los planteamientos originales. La estancia granadina de Siloé representa uno de los capítulos más brillantes de la historia del arte español. Además, se trata de un período bien documentado en el que conocemos abundantes detalles acerca de su biografía. Llegó a la ciudad en 1528, con su esposa y dos de sus hermanos:  Ana, que casará con el platero Hernando Alonso y será madre en 1536; y Juan, cuyo rastro se difumina sin dejarnos saber con certeza más que el hecho de que falleció antes que Diego. Tampoco le sobrevivirá la mujer, Ana de Santotís, muerta el 3 de octubre de 1540 y enterrada en la iglesia del Sagrario. Para ese entonces, el artista goza de elevado prestigio y envidiable posición, con un capital estimado en doce mil ducados. Posee casa propia en el entorno de la catedral, que habita desde 1547. Es dueño de esclavos y alhajas, viaja con séquito de criados y disfruta un sueldo fijo de unos quinientos ducados. Viudo con cincuenta años, o poco más, sin hijos y con tan buenos caudales, el maestro vuelve a contraer matrimonio en 1541. La nueva esposa, Ana de Bazán, de veintitrés años, procede de una familia con ínfulas de nobleza censada en Huelma, aunque natural de Cuéllar. Su reputación crece, ayudada también por el apellido de la señora, y el artista figura como hermano de las cofradías de la Caridad y el Corpus Christi, jurado de la collación de San Justo y árbitro en todo lo relacionado con la arquitectura, empoderado así por la ciudad como por la diócesis. Enfermo, en octubre de 1562 pide ser enterrado en la catedral, al pie de un pilar del coro, y promete mil ducados para la fábrica. La dolencia se prolonga y aún dicta dos testamentos más. En el último fija su sepultura en la iglesia de Santiago, en la capilla de su concuñado Gonzalo Gutiérrez. Su aparejador, Juan de Maeda recibió todos sus planos y dibujos; el hijo de éste, Asensio, obtuvo todas las herramientas y el escultor Diego de Aranda fue beneficiado con veinte ducados. No teniendo legatarios forzosos hizo su heredero universal al hospital de San Juan de Dios. Aún dispuso dos codicilos que no llegó a firmar y, por fin, encontró el descanso, tras larga agonía, el 22 de octubre de 1563, cuando contaba unos setenta y cinco años. Su viuda, Ana de Bazán, de cuarenta y cinco, casará en 1569 con Juan de Maeda.

En Granada, Diego de Siloé trabaja, sobre todo, como arquitecto. Viene al servicio de la duquesa de Sessa para completar la obra de la cabecera de San Jerónimo. Pocos meses después lo encontramos ya al frente de las obras de la catedral, el más suntuoso edificio del renacimiento español, que lo ocupará hasta el final de sus días. Con él, el rancio proyecto de Enrique Egás gira a lo romano , un viraje que desagradó al emperador y que ante él habrá de defender en Toledo en 1529. Allí conoció al primado Alonso de Fonseca, a quien dará trazas para su colegio de los Irlandeses, de Salamanca, así como para el sepulcro y el retablo de la capilla del Patriarca de Alejandría, su padre, en las Úrsulas de la misma ciudad. Seguirán a la de Granada las catedrales de Málaga y Guadix, en las que madura a menor escala un modelo que se retoma en Almería, Jaén y buena parte de América. Viene a continuación la magnífica iglesia del Salvador, de Úbeda, auténtico templo funerario a la italiana, levantado a costa de Francisco de los Cobos. Las intervenciones en obras de envergadura son todavía muchas más: la iglesia de Iznalloz; la de la Villa, en Montefrío; san Gabriel, en Loja; el convento de Santiago, en Guadix; su participación en las sacristías de la catedral de Sevilla… además de obras civiles, como la casa de los Miradores, en la plaza de Bibarrambla, y el diseño de tantas portadas –las de la catedral, San Gil, el Salvador…– bien marcadas por su sello más personal.

La escultura, como es fácil comprender, supone ahora una actividad menor, aunque aún acomete obras de gran empeño. En Granada debió labrar el sepulcro, en rico arcosolio de mármol, de Rodrigo Mercado de Zuazola, para la iglesia de San Miguel, de Oñate, puesto que la piedra que usa es de la sierra de los Filabres. Obra documentada es la sillería de San Jerónimo, terminada en 1544, con su espléndido estalo prioral albergando el bello relieve de la Virgen Madre del Museo de Bellas Artes, con el Padre Eterno encima, bendiciendo bajo una venera. Excepcional es el medallón de San Juanito, también del Museo, que resume las mejores cualidades de su estilo, y muy notables la portada y la puerta de la sacristía de la catedral. En cuanto al resto de las obras en madera policromada que se relacionan con su estilo, considero que debe ser objeto de una revisión crítica en profundidad, encaminada a descubrirnos el nombre de aquellos autores que con tanta solvencia actuaron bajo la inspiración del maestro.

Autor: Francisco Manuel Valiñas López

Bibliografía

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