El 3 de marzo de 1671 llegaba a Sevilla la noticia del Breve por el que Clemente  X concedía nuevo culto al rey Fernando III en todos los reinos de España. Culminaba así, per viam cultus, es decir, “por común consentimiento de la Iglesia, o tiempo inmemorial, o por escritos de padres o varones santos”, un largo proceso de canonización, varias veces interrumpido, cuya causa se había iniciado en 1624.

La veneración pública al conquistador de Andalucía había existido, sin embargo, en Sevilla desde el mismo momento de su óbito. En la edad media se atribuían poderes milagrosos a la espada del rey y existía la fuerte convicción de que su cuerpo debía reposar en la ciudad como garantía de la conservación del reino recién conquistado. Alfonso X honró la memoria de su padre erigiéndole un primer espacio de culto funeral dentro de la aljama cristianizada tal como queda recogida en la Cantiga 292. Sabemos, por otra parte, que desde el siglo XV los capellanes reales dedicaban al rey Fernando una solemne función el día de San Clemente que había sido el de su entrada en Sevilla y la cofradía de San Clemente, documentada desde 1441, tenía como principal instituto acudir el 23 de noviembre desde su hospital a la iglesia mayor para venerar al bendito rey. Los Estatutos de 1594, mandados ordenar por Felipe II, dan noticia, a su vez, de la antigua costumbre de instalar un túmulo con las reliquias reales en el espacio entrecoros.

La inauguración de la nueva fábrica de la Capilla Real en 1577 contribuyó a la renovación de la devoción sevillana al monarca cristiano. La obra de Martín de Gainza cerraba la crujía de levante de la Catedral y los restos del rey Fernando III y su familia pudieron por fin trasladarse desde el patio de los Naranjos al noble recinto. El rey Felipe II tomó como un empeño personal rendir culto a sus antepasados y cuando visitó Sevilla en 1570 dejó dicho al Deán “que avisase luego que se acabase esta Real Capilla para dar el orden de la solemnidad con que se avía de celebrar la traslación”. La solemne procesión se retrasó hasta 1579 por desacuerdos entre los tribunales de la ciudad que pujaban por ocupar el lugar más preeminente del cortejo. El rey prudente tuvo que intervenir desde la corte y envió la planta que debía guardar la procesión, ordenando asimismo al arzobispo que remitiese informe de la ceremonia de reconocimiento de los cuerpos reales que fueron desenclavados y exhumados por los capellanes reales.

Partiendo de estos precedentes, hay que esperar, sin embargo, a la visita de Felipe IV a Sevilla en 1624 para que la monarquía tome interés en poner en marcha el proceso informativo sobre las heroicas virtudes del rey de Castilla. Una relación compuesta aquel mismo año por Jerónimo Espino refiere que Felipe IV entró en secreto para venerar el cuerpo de su antepasado “en los deseos de cuya canonización venía muy devotamente inclinado”, repitiendo así el ejemplo del propio Fernando III cuya leyenda narraba la visita que hizo una noche desde el campamento del cerco de Sevilla para venerar a la Virgen de la Antigua que había aparecido pintada sobre un muro de la mezquita. La publicación en 1621 del Epítome de la vida y excelentes virtudes del Santo Rey de Pablo Espinosa de los Monteros y dos años más tarde de la comedia La Virgen de los Reyes de Hipólito de Vergara que estrenó la compañía de Cristóbal de Avendaño dan testimonio asimismo del ambiente proclive al lanzamiento de la causa de canonización que se vivía en la ciudad y que se va a trasladar, en seguida, a la corte gracias al empeño que pusieron en ello los arzobispos don Luis Fernández de Córdoba y don Diego de Guzmán.

La abundante documentación epistolar conservada en el Archivo Catedral de Sevilla permite reconstruir los pormenores de estas actuaciones que se concretaron en 1627 en la creación de una amplia comisión destinada a averiguar las virtudes y milagros del santo rey.  El jesuita Juan de Pineda fue el encargado de formar el memorial sobre el “precioso thesoro” que “preserva de daños la ciudad” y ampara a la monarquía “como santo progenitor suio” que entregó personalmente al rey Felipe IV. No tardó Roma en despachar cartas remisoriales con las que se comenzaba la instrucción del proceso y en 1630 llegaban noticias de Bernardo de Toro de que se había concedido licencia para imprimir estampas del rey con la aureola de santo. Se define entonces el modelo iconográfico del monarca como miembro de la Iglesia triunfante que refleja la interesante estampa romana de Claude Aubran.

Pero las esperanzas de esta generación se vieron pronto defraudadas por el Breve de Urbano VIII Coelistis Hierusalem (1634) que reservaba para la Santa Sede la decisión sobre todo culto público. El proceso se detuvo entonces y con un nuevo planteamiento pudo reabrirse en 1636. Recorrerá a partir de esta fecha un camino incierto, no exento de dificultades económicas y políticas. Las aportaciones de ciudades y mitras de toda España y de las Indias eran insuficientes para garantizar su éxito y hasta 1653 no se entregó un nuevo sumario que recogía  los testimonios de historiadores y cronistas que demostraban la fama de santidad in genere del soberano. Alejandro VII admitió por fin el culto inmemorial de San Fernando en 1655 y la reina Mariana de Austria consiguió años después la reanudación del proceso. El arzobispo Antonio Paíno fue el encargado de enviar el voluminoso expediente a la Sagrada Congregación de Ritos y su sucesor en la mitra, el cardenal don Ambrosio Espínola, recogerá los frutos de tan larga negociación en febrero de 1671.

Conocemos muy bien las fiestas solemnes que el cabildo catedral de Sevilla dedicó a San Fernando gracias a la extensa relación de las mismas que escribió el poeta Fernando de la Torre Farfán: Fiestas de la Santa Iglesia Metropolitana… al nuevo culto del Señor Rey S. Fernando. Un libro que incluía valiosos grabados de Francisco de Herrera y Matías de Arteaga de los altares efímeros y de los jeroglíficos que ilustraron el túmulo erigido en la iglesia mayor. El patrocinio de la obra correspondió a la Catedral que tenía por grandeza custodiar los restos del santo rey y haberle rendido veneración durante siglos. Torre Farfán dedica el libro al rey Carlos II que podía ver en el ejemplo de su antepasado las ínclitas hazañas y la entrega a la conservación de la religión, valores que aspiraba a encarnar en su reinado. Los canónigos Justino de Neve y Juan de Loaysa desempeñaron un papel relevante en la preparación de las fiestas encargando a Valdés Leal que levantase una máquina triunfal entre la puerta principal y el trascoro de la catedral. El sagrado triunfo era de planta cuadrada y dos cuerpos de altura. En el inferior se repartían las historias del santo: “bien sus heroicas piedades, bien sus religiosas hazañas”. Y en las enjutas de los arcos principales, recuadros con dedicatorias a Fernando III, Clemente X, Carlos II y Mariana de Austria. Imitando el estilo de los antiguos se colocaron asimismo los arneses de los cristianos en las repisas superiores en contraste con los despojos de los sarracenos que iban en las inferiores. Pero donde más sobresalió el ingenio fue en la serie de 16 jeroglíficos que referían la liberación de la ciudad y el benigno vasallaje que gozaron los moros de Granada.

En el segundo cuerpo lucían cuatro lienzos que aludían a las últimas acciones del monarca, entre ellas, una recreación barroca de la procesión de bendición de la mezquita mayor, después de la conquista de Sevilla, en la que figuraba la Virgen de los Reyes en sus andas suspendida sobre hombros de sacerdotes revestidos. El remate de todo este cuerpo que Farfán califica “de superior fantasía” era un simulacro del Santo Rey, con calzas, armadura y brillante manto; en la mano diestra portaba la espada y en la izquierda le devolvía al Padre eterno la corona real.

La hermandad del Sagrario encargó el adorno de su capilla mayor a Murillo que dispuso una escenografía en perspectiva teatral subrayada por la sucesión de varios arcos [Imagen 4]. En primer término figuraba la Fe que mostraba al rey la ciudad de Sevilla, mientras San Clemente contemplaba la escena desde una nube. Todo ello coronado por un rompimiento de gloria. Junto a Murillo participaron en el aparato escenográfico Juan de Valdés Leal, Matías de Arteaga, Francisco de Ribas y Pedro de Medina. Este último ejecutó las escenas del Sueño de San Fernando y La aparición de San Isidoro a San Fernando que figuraban en los bancos del retablo.

Por último en el patio de los Naranjos se levantó un monte asilvestrado en que se representó “el ascenso continuado de las virtudes del Santísimo Monarca”. En la parte inferior una matrona que representaba la Naturaleza entregaba al rey-niño a la Gracia. Por las vueltas que hacía el risco iban repartidas las virtudes cardinales y teologales que conducían al rey hasta el trono de la Divina Majestad. Postrado de rodillas trocaba la corona real por la eterna.

El domingo 24 de mayo se abrieron por fin las puertas de la Santa Iglesia para que el público pudiese admirar los portentosos triunfos y airosos simulacros. El lunes 25 de mayo por la mañana se celebró la solemne función para la que se había dispuesto la efigie del Santo Rey en la capilla mayor. En el momento del canto del Gloria, desde las bóvedas, cayeron flores y cedulillas que Farfán copia en su crónica. Y esa misma tarde se celebró la pompa triunfal o procesión con la nueva efigie del rey santo, que iba coronado, con el manto de armiño, portando la espada y el mundo, por unas calles y plazas profusamente adornadas.

La imagen oficial de San Fernando quedó definitivamente asentada en 1671. El escultor Pedro Roldán y el propio Murillo pudieron inspeccionar los restos del monarca para representarlo con propiedad. Se imprimieron estampas que reproducían la vera effigie del nuevo santo que grabó Matías de Arteaga a partir de un dibujo en óvalo de Murillo. Las imágenes llegaron a Cádiz desde Roma en una caja el 11 de abril de 1671. Murillo realizó asimismo un lienzo del Santo rey que hoy se conserva en el Museo de la Catedral de Sevilla. El rostro refleja aquí la idealización de la vida beatífica y está inspirado en una tabla de alerce que se le suministró al pintor.

Pero la canonización de San Fernando no sólo se celebró en Sevilla. La noticia del Breve de Clemente X se difundió a otras iglesias españolas y americanas que establecieron su culto el 30 de mayo de cada año. Las diócesis sufragáneas de Sevilla iniciaron sus demostraciones (Córdoba, Canarias). Pero también la Real Capilla de Granada y el tribunal de la Inquisición de esta misma ciudad en el Real Convento de Santa Cruz. En la catedral de Málaga se alzó un monumental altar, formado por graderías que presidía la imagen del Santo Rey, rodeada en los nichos laterales por los santos locales San Ciriaco y Santa Paula. Y la Real Capilla de la Corte celebró solemne función el 7 de junio de 1671 en la que predicó el obispo de Puerto Rico fray Bartolomé García de Escañuelas. El 3 de septiembre de 1672 el mismo pontífice extendió a toda la iglesia universal la veneración de San Fernando.

Autor: José Jaime García Bernal

Bibliografía

ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, Antonio, “Santo y rey: la corte de Felipe IV y la canonización de Fernando III”, en Marc VITSE (coord.), Homenaje a Henri Guerreiro: la hagiografía entre historia y literatura en la España de la Edad Media y del Siglo de Oro, Iberoamericana, 2006, p. 243-260.

CASTAÑEDA, Paulino, “Fernando III: el hombre y el santo”, Archivo Hispalense, 77, 234-236, 1994, p. 401-416.

GARCÍA BERNAL, J. Jaime, El culto y las fiestas al rey San Fernando en la Sevilla del Barroco. Pregón en honor de San Fernando, Santa Iglesia Parroquial del Sagrario de la Catedral, Sevilla, 21 de mayo de 2012.

LAGUNA, Teresa, “Devociones reales e imagen pública en Sevilla”, Anales de Historia del Arte, 23, 2013, p. 127-157.

NAVARRETE, Benito, Murillo y las metáforas de la imagen, capítulo IV “Arte e ilusión: Murillo y la escenografía”, Madrid, Cátedra, 2017.