Uno de los focos más importantes de producción cerámica en España es y ha sido desde hace siglos Sevilla. La ciudad tiene una larga tradición alfarera que puede remontarse a la época romana pero especialmente al periodo hispanomusulmán. Esta actividad artesanal se ha focalizado tradicionalmente en el barrio de Triana, por ser la zona donde se concentraba mayor número de ceramistas, pero es preciso hablar más que de cerámica trianera, de cerámica sevillana.

La tradición cerámica hispanomusulmana, por su calidad y su diversidad tanto técnica como formal, marcó el desarrollo del arte cerámico en Sevilla, pero al margen de estos importantes precedentes, debemos ceñir nuestro objeto de estudio a la producción correspondiente a la Edad Moderna. Este periodo comenzó con un acontecimiento que marcaría la historia de la ciudad y su desarrollo artístico, como fue el descubrimiento de América y el establecimiento en Sevilla del puerto comercial más importante de Europa. Esto hecho tuvo su correspondiente reflejo en la producción de cerámica, especialmente en aquella destinada al almacenamiento de productos para su posterior exportación.

Pero al margen de la cerámica utilitaria y de uso común nos centraremos en la más brillante de las aportaciones proporcionadas por los talleres artesanales sevillanos: la azulejería, es decir, el arte decorativo fundamentado en la cerámica vidriada aplicada exclusivamente a la arquitectura para recubrir suelos y zócalos. A lo largo de toda la Edad Moderna Sevilla fue una de las ciudades europeas que destacó por su producción de azulejos, tanto cuantitativa como cualitativamente.

En el siglo XVI se distinguen con claridad dos etapas dentro del desarrollo artístico cerámico de azulejería; el primer tercio estuvo protagonizado por una figura esencial en la historia del arte andaluz, el pintor ceramista Niculoso Francisco Pisano. El segundo periodo comenzó a mediados de siglo y en él confluyeron artistas de procedencia diversa: italianos y flamencos, que prolongaron el influjo artístico del Pisano en Sevilla y adaptaron la técnica de la pintura de azulejos a la decoración de vajillas de gran calidad.

Sobre Niculoso Francisco (véase la semblanza de este personaje) debemos señalar que su presencia en España fue fundamental para el desarrollo del arte cerámico, al ser el primer artista en introducir el azulejo. Dada la calidad y belleza de sus creaciones trabajó para los clientes más notables, como así lo demuestran las obras realizadas para el Alcázar de Sevilla.

Coetánea al trabajo desarrollado por Niculoso fue la abundante producción de azulejos llamados de arista o de cuenca. Esta denominación alude a la técnica con la que se produjeron, de manera semi-industrial:  toma su nombre de las aristas que se forman en la superficie del azulejo tras haberlo sometido a la presión en fresco contra un molde con la decoración grabada en negativo. Una vez inscrito el motivo ornamental el azulejo se cuece y posteriormente se rellenan con el color los huecos rehundidos formados por las aristas; estas impiden que los pigmentos se mezclen durante la segunda cocción. El carácter mecánico de esta técnica permitió aumentar el volumen de la producción y disminuir sus costes, con su consiguiente desarrollo.

Los azulejos de arista se han considerado tradicionalmente como propios de la cultura mudéjar pero es preciso señalar que su producción más desatacada tuvo lugar en el siglo XVI, periodo en el que sus diseños presentan no sólo temas de origen musulmán, sino también góticos y renacentistas. Los primeros conjuntos de azulejos de arista fueron elaborados en el taller de Niculoso Francisco para completar sus tableros cerámicos pintados. A su muerte el taller de los Polido tomó el relevo y se hicieron cargo de las peticiones de revestimientos de azulejería más importantes del momento, como el de paredes y suelos de la Casa de Pilatos y del Cenador de Carlos V en el Alcázar de Sevilla.  Este tipo de azulejería se expandió extraordinariamente no sólo por España, sino también por otros lugares de la geografía europea como Italia, Portugal y el sur de Inglaterra, sin olvidar su presencia en diversos puntos de los nuevos territorios americanos.

La segunda mitad del siglo XVI estuvo marcada por la presencia de pintores ceramistas procedentes de Italia y Flandes; en ambos casos estos nuevos artistas fueron responsables de la fuerte influencia italiana en la cerámica sevillana de este periodo. Entre los italianos podemos citar a la familia Pesaro, procedente de Génova, que establecieron taller en la ciudad. El artista flamenco Frans Andries llegó a Sevilla en 1561 y se comprometió ante notario a enseñar la técnica italiana a un ceramista local, Roque Hernández, del cual no se ha podido identificar ninguna obra con certeza, pero sí de su yerno, Cristóbal de Augusta, que firmó algunas de sus creaciones y otras se le han podido atribuir. A este ceramista se le debe la plena introducción del repertorio ornamental del grutesco, que hasta entonces había tenido poca aceptación entre el público sevillano, si bien a finales del XVI ya estuvo presente en grandes composiciones y se desarrolló plenamente durante el primer cuarto del siglo XVII.

Las obras de Cristóbal de Augusta se caracterizan por un llamativo colorido y entre ellas destacan los zócalos de los salones del Alcázar de Sevilla, el panel de la Resurrección conservado en el Instituto Valencia de Don Juan (Madrid) y el panel de la Virgen del Rosario en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

A finales del siglo XVI y durante la primera mitad del XVII la familia Valladares controló la producción de azulejos sevillanos. Su vinculación estilística con Cristóbal de Augusta es notoria, especialmente en el repertorio ornamental, igualmente rico y llamativo. También existe cierta relación estilística entre las obras contemporáneas producidas en Talavera, otro destacado centro cerámico español. De la producción de los Valladares podemos resaltar los zócalos de la iglesia conventual de Santa María de Jesús, las piezas procedentes de los conventos de San Pablo y del de Regina Angelorum, actualmente en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, o el amplio conjunto existente en la iglesia, coro y claustro del monasterio de Santa Paula.

Desde mediados del siglo XVII y de manera gradual fueron desapareciendo los grandes zócalos polícromos siendo sustituidos por otros pintados íntegramente en azul, siguiendo la moda europea. También en esta segunda mitad de siglo son dignos de mención los conjuntos de cuadros cerámicos para fachadas de edificios religiosos, como los conservados en la iglesia del hospital de la Santa Caridad, los que poseyó el desaparecido convento de Nuestra Señora del Pópulo y los del convento de San Francisco de Paula.

El siglo XVIII muestra un panorama más homogéneo, carente de figuras de relevancia pero muy rico en producción de cerámica popular. Y es que si por algún aspecto puede caracterizarse a la cerámica sevillana dieciochesca, especialmente el azulejo, es por su carácter popular tanto en su estilo como en su dimensión social. A este respecto cabe señalar que la productos cerámicos y concretamente el azulejo pintado comenzó a ser más asequible para el público humilde de manera que la clientela se amplió y por ende la producción se fue acomodando a la nueva demanda. Complementariamente y como consecuencia de este hecho se percibe la independencia de la cerámica dieciochesca sevillana respecto al arte oficial desarrollado en el país, que fue asumiendo gradualmente la estética francesa impuesta por los Borbones.

Durante esta centuria fue notoria la pérdida de presencia del azulejo como revestimiento de los zócalos, aunque aumentó su popularidad como panel devocional para el exterior. Esta tipología favoreció la ejecución de piezas de notable calidad técnica y riqueza decorativa, y aunque el azulejo pintado plano produjera sus mejores ejemplares en la producción de paneles devocionales y de zócalos, también hubo otras tipologías sobresalientes durante el periodo dieciochesco, como los azulejos de propio, destinados a marcar la propiedad de los inmuebles en el exterior; los azulejos de señalización de barrios y calles y los de contrahuella, cuyo fin era el de revestir los frentes de peldaños de escaleras.

El repertorio decorativo de los azulejos estuvo marcado por la misma concepción pictórica del siglo, tanto formal como iconográfica. Aunque los temas figurativos fueron variados: alegóricos, cacerías, o escenas galantes, los más sobresalientes fueron los azulejos de temática religiosa, especialmente, los cuadros devocionales para el exterior. Este hecho demuestra el carácter público y comunitario de la vivencia religiosa y además vincula a la Iglesia católica como la principal demandante de piezas a los talleres artesanales. Los modelo iconográficos de estos paneles cerámicos fueron de gran simplicidad que sólo excepcionalmente se inspiraron en fuentes de mayor sofisticación formal como las proporcionadas por las estampas flamencas. Pero que al fin y al cabo las imágenes que reproducían tenían que ser fácilmente reconocibles por la clase popular, de ahí que su lenguaje formal y compositivo quedara supeditado a la función devocional y que en sus ejemplares sea muy notoria la expresividad y la claridad de su diseño.

Autora: Carmen de Tena Ramírez

Bibliografía

PLEGUEZUELO, Alfonso: Azulejo sevillano. Catálogo del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla. Sevilla, 1989.

PLEGUEZUELO, Alfonso: «Cerámica de Sevilla (1248-1841)», en Sánchez-Pacheco, Trinidad (coord.): Cerámica Española. Madrid, 1997, pp. 343-386.

PLEGUEZUELO, Alfonso: Lozas y azulejos de Triana: colección Carranza. Sevilla, 2011.

PLEGUEZUELO, Alfonso: Centro Cerámica Triana. Sevilla, 2017.