Bartolomé Esteban Murillo fue el máximo exponente de la pintura del Pleno Barroco en Sevilla. Fue el último de los hijos de Gaspar Esteban -barbero cirujano- y María Pérez Murillo -familiar de plateros y pintores-, siendo bautizado el primer día de 1618 en la parroquia de Santa María Magdalena. Quedó huérfano a los 9 años pasando a ser tutelado por su hermana Ana, al mismo tiempo que debió empezar su formación en el obrador de Juan del Castillo, pariente por vía materna. En 1633 dispuso la documentación necesaria para embarcar a Nueva España junto a su hermana María, su cuñado Jerónimo y su primo Bartolomé; si bien nunca llegó a realizar el viaje.

Hacia 1638 Murillo obtuvo la maestría, abrió su propio obrador y comenzó a aceptar encargos realizados bajo una clara estética de Castillo e influido por las formas de Juan de Roelas, las composiciones de Francisco de Herrera el Viejo y las atmósferas de Francisco de Zurbarán. Su primer trabajo conocido es La Virgen entregando el rosario a Santo Domingo (Palacio Arzobispal de Sevilla, ha. 1638), cuyo éxito le reportó encargos similares.

En 1645 se casó con Beatriz Cabrera y Villalobos, con quien tuvo 10 hijos. Entre este año y 1647 completó su primer gran encargo, una serie de 13 grandes lienzos destinada el claustro chico del Convento Casa Grande de San Francisco (fig. 1). El resultado fue un trabajo correcto e intuitivo, coda del Naturalismo tenebrista. Paralelamente, comenzó a darse a conocer como creador de pinturas costumbristas dirigidas a un mercado nórdico (fig. 2). Estas obras, compuestas por tipos populares -principalmente pillos y ancianas-, responden a la representación gráfica de refranes populares y de la literatura picaresca.

En 1649 Sevilla sufrió una epidemia de peste bubónica que arrasó con la mitad del vecindario. Este duro golpe supuso el fin de la hegemonía económica de la ciudad: el comercio ultramarino fue retirándose a Cádiz, la presencia extranjera fue disminuyendo y la urbe se volvió más introspectiva. El resultado fue la creación de una ciudad piadosa dirigida por la Iglesia mediante las predicaciones y del arte. En ausencia de los antiguos maestros, Murillo capitalizó la reconstrucción de la ciudad bajo una nueva estética más amable.

La temprana primacía del maestro en el mercado hispalense se pone de manifiesto en la concepción de su primer Autorretrato (The Frick Collection, ha. 1650) en el que se presenta como artista clásico, así como en el estudio evolutivo y anatómico sobre las imágenes del rey Fernando III encargado por el arzobispo Agustín Spínola como parte de la causa del santo. Debieron ser años difíciles, toda vez que el pintor fue encarcelado en 1655 por deudas contraídas con el Cabildo Eclesiástico debidas a una falta de liquidez provocada por las inversiones que realizó en la carrera de Indias. De estos años destacan La Inmaculada Concepción con fray Juan de Quirós (Palacio Arzobispal de Sevilla, 1652), realizada para la portada de la capilla de la Hermandad de la Vera Cruz del convento franciscano, y los lienzos de San Isidoro y San Leandro (1655), encargados por Juan Federegui para la Sacristía Mayor de la Catedral.

El regreso de Francisco de Herrera el Mozo a su ciudad natal en 1655 propició el fin definitivo del Naturalismo. Este mismo año dio comienzo la actualización estética de la Catedral que, bajo la dirección del canónigo Alonso Ramírez de Arellano, sirvió de campo de ensayo, eclosión y consagración del nuevo lenguaje estético. En este contexto renovador, Murillo se encargó de realizar La visión de san Antonio de Padua (1656) en la capilla dedicada al santo; mientras que Herrera el Mozo pintó el Éxtasis de san Francisco de Asís (1657) para la capilla anexa. Ambos trabajos supusieron la consagración definitiva de ambos artistas y, sobre todo, el desarrollo de un nuevo lenguaje basado en la persuasión, la teatralidad y la amabilidad: el Pleno Barroco sevillano.

Murillo visitó Madrid en 1658, donde debió tomar contacto con los artistas cortesanos, pudiendo disfrutar de las colecciones reales. A su regreso fundó una academia de dibujo en la Casa de la Lonja de Mercaderes junto a Francisco de Herrera, la primera entidad estable de estas características de las que se tiene constancia en el reino, llegando a tener una vigencia de 13 años y dando cabida al 85% de los profesionales de la pintura del municipio. Ambos compartieron la presidencia en 1660, siendo los encargados de disponer los ejercicios de dibujo anatómico masculino que se llevaban a cabo durante las jornadas nocturnas. Con la llegada del verano, el Mozo regresó a Madrid dejando a Murillo la presidencia. El maestro se mantuvo en ella dos años más y, con posterioridad, nunca dejó de mantener contacto con la institución, llegando a realizar un Autorretrato (fig. 3) para su galería de presidentes, en el que se muestra como padre de pintores.

Las siguientes dos décadas fueron de efervescencia creadora. Bajo esta nueva estética -denominada por Diego Angulo como ‘etapa vaporosa’- llevó a cabo grandes ciclos pictóricos y codificó distintos prototipos religiosos que tuvieron un éxito universal inmediato: la Inmaculada Concepción, el Buen Pastor o la Virgen con el Niño. En este periodo sus principales mecenas fueron el canónigo Justino de Neve, Miguel de Mañara y la comunidad de capuchinos.

Por encargo del sacerdote -con quien mantuvo una estrecha amistad, llegando a ser su albacea testamentario-  realizó un ciclo para los medios puntos de la iglesia sevillana de Santa María la Blanca, La Inmaculada Concepción de los Venerables (Museo Nacional del Prado, 1660-65), un Bautismo de Cristo para el remate del retablo de San Antonio de la Catedral, su propio retrato (The National Gallery, 1665) y una serie de obras de carácter personal. Para el Mañara realizó un trabajo más críptico, seis “jeroglíficos” que explican otras tantas obras de Misericordia que formaban parte del programa iconográfico del Hospital de la Santa Caridad diseñado por el propio comitente, en el que también participaron Valdés Leal, Pedro Roldán y Bernardo Simón de Pineda (fig. 4). Murillo desarrolló este conjunto entre 1666 y 1670. Paralelamente, los capuchinos encargaron al maestro la decoración completa de su templo con un ciclo pictórico compuesto por 16 lienzos con motivos propios de la orden. Este trabajo fue desarrollado entre 1665 y 1669 en dos etapas. Hoy estas piezas, con excepción del Jubileo de la Porciúncula (Wallraf-Richartz Colonia), se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Como no podía ser de otra manera, Murillo participó en la conmemoración de la beatificación de Fernando III en 1671 por Clemente X, una de las efemérides más suntuosas del Barroco español. Para esta ocasión diseñó algunas decoraciones efímeras y la vera effigie oficial del bienaventurado, concretada un lienzo y en una lámina del libro conmemorativo escrito por Fernando de la Torre Farfán. Para llevar a cabo este trabajo se valió de los estudios compilatorios y anatómicos anteriormente descritos.

El maestro sevillano mantuvo una clientela foránea fiel hasta sus últimos días. Nicolás de Omazur llegó a reunir 31 obras de su mano -entre ellas su retrato y el de su esposa- y mandando abrir una estampa con la imagen del pintor tras conocer su fallecimiento. Otro gran coleccionista de Murillo fue el genovés Giovanni Bielato quien, como gran devoto de la orden capuchina, dejó el grueso de su colección a la comunidad sevillana y un dinero para encargar las pinturas que debían decorar el retablo mayor del convento de Cádiz. Este conjunto fue terminado, finalmente, por Francisco Meneses Osorio tras el fallecimiento del maestro durante el planteamiento de Los desposorios de Santa Catalina. Según Antonio Palomino la defunción se produjo a causa de los daños sufridos tras una aparatosa caída del andamio mientras se encontraba pintando esta obra. No obstante la documentación muestra que le sobrevino la muerte en Sevilla y de manera natural el 3 de diciembre de 1982; llegando a disponer testamento en el que nombra por albaceas a su hijo Gaspar Esteba, Justino de Neve y el caballero pintor Pedro Núñez de Villavicencio.

Fallecido el hombre nació el mito. Su figura pronto formó parte de los repositorios de artistas nacionales e internacionales. Sus diseños tuvieron eco más allá de las fronteras hispanas gracias a los grabados y estampas. Y tras de sí dejó una estela de seguidores que ha venido denominándose murillistas, cuya coda llega a nuestros días.

Autor: Antonio García Baeza

Bibliografía

FINALDI, Gabriele (dir.), Murillo & Justino de Neve: El arte de la amistad, Madrid, Museo Nacional del Prado, Fundación Focus-Abengoa, Dulwich Picture Gallery, 2012.

HEREZA, Pablo, Corpus Murillo: Biografía y Documentos, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 2018.

MENA MARQUÉS, Manuela. Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), dibujos: Catálogo razonado, Madrid, Fundación Botín, 2015.

NAVARRETE PRIETO, Benito y PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio (dir.), El joven Murillo, Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, Junta de Andalucía, 2009.

NAVARRETE PRIETO, Benito, Murillo y las metáforas de la imagen, Madrid, Cátedra, 2017