Andalucía ofrece un interesante fenómeno de santidad mística femenina en el tránsito a la Edad Moderna. Ilustra el papel ejercido por las mujeres en las grandes corrientes de espiritualidad de la época de oro hispánica del siglo XVI y muestra posturas de emancipación respecto a unas estructuras sociales e institucionales progresivamente cerradas.

Protagonista destacada fue la condesa de Feria, doña Ana Ponce de León. Hija de los primeros duques de Arcos, nació el 3 de mayo de 1527. Huérfana precoz, se inclinó por la espiritualidad desde la infancia, pero se vio forzada a casarse a los catorce años con el conde de Feria, don Pedro Fernández de Córdoba. Durante su matrimonio abrazó la espiritualidad del recogimiento.

Con la muerte de su marido en 1552 se pone de manifiesto su afán individualista y autónomo, muy a contracorriente de su mundo. No quería volver a casarse pese a ser todavía muy joven y pieza apetecible para las estrategias de linaje. Ni dedicarse a su hija de corta edad, Catalina, que había de heredar el marquesado de Priego. Pretendía consagrarse a la espiritualidad como laica recogida, con independencia vital y espiritual autorizada vinculándose a algún monasterio bajo la obediencia de su confesor, Juan de Ávila.

Era un planteamiento demasiado transgresor. El P. Ávila se negó y le hizo prestar obediencia a su suegra la marquesa, manteniéndola sometida a los intereses señoriales. Quizá por ello, domeñando su inclinación individualista, doña Ana se planteó hacerse monja, aunque las ataduras señoriales recortaban su capacidad de elección destinándola necesariamente a Santa Clara de Montilla, el cenobio de patronato de los Fernández de Córdoba. Un monasterio que no tenía que ver con su espiritualidad recogida y que mantenía comunicación continua con los titulares del señorío, dos cosas que no podían gustarle. Pero el proceso decisorio estuvo jalonado por experiencias místicas que le hicieron ver claro su destino como esposa de Cristo.

La relación entre experiencia mística y libertad femenina por encima de las obligaciones religiosas y sociales se pone de manifiesto. Según la biografía, aunque había decidido informar a su confesor antes de dar ningún paso, las circunstancias se lo impidieron. Se había encerrado en el monasterio para rezar y reflexionar y no encontró por allí quien le enviase su recado. Además, Dios mismo la instó a tomar allí el hábito. Rota su única atadura espiritual, no respetó las de linaje ni la normativa monástica. Salió del aposento y, encontrándose con la vicaria y maestra de novicias, les pidió un hábito para probárselo; se lo puso y declaró que no pensaba dejarlo, pues “había condenado el siglo con el vestido”. Inevitablemente se plantea una cuestión: en el orden monástico, sólo la abadesa concedía el hábito y en ceremonia solemne, ¿pensaba doña Ana que la entonces abadesa, hermana de la marquesa de Priego, se habría negado a ello? Ciertamente, la reacción de su suegra fue de total rechazo reprochándole su desobediencia. Doña Ana repuso que sólo debía obediencia a Dios. En su apoyo intervino luego el P. Ávila con una encendida defensa de lo que se alcanza por oración y de la libertad femenina por encima de las ataduras familiares y de linaje al ser superior la obligación hacia una misma y la propia alma.

De esta forma completamente subversiva había tomado el hábito la condesa y así inició su año de noviciado, tras el cual profesó tomando el nombre de Ana de la Cruz. Como monja, fue ejemplar en la observancia religiosa y muy destacada en humildad desmarcándose de todo poder y distinción: además de pedir que no le diesen título de señora y la tratasen como a cualquier monja, logró breve del nuncio para no acceder a cargos de gobierno, ni siquiera por obediencia; se dedicaba a los oficios más humildes, incluso recoger basura o acarrear ladrillos cuando había obras; no admitía ventajas ni exenciones de las obligaciones comunes y hacía disciplinas públicas ante las hermanas. Las rigurosas mortificaciones que se infligía eran instrumentos de libertad personal y señorío del yo. Como tales entendía el desapego de sus parientes, a quienes se negaba a ver, incluso a su propia hija doña Catalina; también su sufrida paciencia en las tribulaciones o el ascetismo físico radical.

La oración intensa era garantía de contacto con Dios y la tenía ocupada casi todo el día hasta que la abadesa le ordenó cesar a medianoche por el daño a su salud, aunque seguía en sueños y a veces despertaba hablando con Jesucristo o llorando. Aunque las manifestaciones de su comunicación divina no siempre llegaban al rapto extático, solía quedar ensimismada y absorta. Recibía en su entendimiento altos saberes divinos que registró por escrito. Sus contenidos revelan la seguridad emocional de la continua presencia amorosa y ayuda divinas, fuente de paz y salud, y la garantía de tener en el cielo a la verdadera familia: Dios padre-madre, la Virgen madre y Jesucristo, hermano mayor y pastor entre otras atribuciones. Las visiones la animaban a mantenerse fiel a la vocación con la promesa de salvarse y estar entre los escogidos. En algunas, como la que tuvo del Corpus en el cielo, participaban los grandes de su casa, pero su fin era didáctico: animarlos a la contemplación eucarística y la comunión frecuente para asegurarse la gloria. Otras le permitían admirarse por la gran humildad de Dios. Este contacto extraordinario con él eludía toda mediación sacerdotal pese a contarlo todo a los confesores.

Otro ámbito de independencia fue la comunidad monástica. Sor Ana pudo haber desarrollado un magisterio espiritual de amplio calado por superar las capacidades de los más importantes predicadores del tiempo, pero se limitó a utilizar su gran capacidad de consuelo y consejo y de percibir las faltas ajenas. A su individualismo natural sumaba el provocado por las experiencias extraordinarias. El diálogo permanente con Dios, la intensidad de su oración y el gran impacto de su vivencia podía ser un obstáculo a la hora de compartir actividades comunes o de mantener la comunicación y relación fluida con las hermanas al situarse en un plano diferente. Incluso, el ideal espiritual podía chocar con la vivencia comunitaria: sor Ana emulaba a los padres del desierto demostrando que la verdadera soledad se hallaba en el corazón, cortando con el mundo y viviendo dentro de sí con Dios, lo que, entre otras cosas, implicaba la observancia de silencio riguroso. No se oculta tampoco la dificultad de compatibilizar la vivencia mística con la convivencia monástica, máxime en un contexto como Santa Clara de Montilla. Las referencias son escasas, pero señalan su impasibilidad ante las reacciones que suscitaba, oscilantes entre la etiqueta de la “envidia” con que los cronistas catalogaban los desdenes y faltas de agradecimiento y la admiración maravillada. De un modo u otro, el aislamiento comunitario parecía inevitable.

Fue notable su actividad de ayuda carismática selectiva dentro de la comunidad o particularismo espiritual al beneficiar con sus dones extraordinarios a las pocas monjas con las que tenía amistad. Fruto sobre todo de la afinidad fundada en el discipulado del P. Ávila, constituía una especie de parentesco alternativo en el seno de la familia espiritual monástica. Así Leonor de Cristo, favorecida por la mediación de sor Ana con favores extraordinarios que señalaban su condición de diferenciación espiritual respecto a la comunidad y junto a la santa. Respecto a las demás, sor Ana se limitaba a favorecer a los sectores marginales como las enfermas.

De estos episodios se desprende la forja de un entorno afín a la condesa mística y en cierto modo separado del resto, tanto por el hecho de recibir los favores excepcionales con que las demás no se beneficiaban como porque la eucaristía ejerce funciones de refugio que en ocasiones sugieren su posible uso como metáfora de situaciones de dificultad en la integración comunitaria. Por otra parte, la figura de los confesores como directores de conciencia y, de algún modo, controladores de la vida espiritual femenina, aparece aquí muy matizada. Todo indica que el vínculo entablado entre sor Ana y el P. Ávila fue más un instrumento de libertad que de constricción para ella; el confesor apoyaba sus visiones y refrendaba los mandatos divinos directos.

Otro ámbito relacional altamente informativo del carácter independiente de sor Ana fue el mundo exterior. Apenas se relacionó con sus parientes. Sólo alguna vez los presionó para que ayudasen a los pobres, que eran una de sus mayores preocupaciones. Se ocupaba de ellos en lo material y rezaba por los desamparados en la otra vida, las ánimas que necesitaban su mediación. Pero su oración los unía a todos, pobres y parientes. Parece percibirse una cierta preferencia por sus parientas y un cierto ejercicio de magisterio espiritual, pero las noticias son limitadas.

Su actitud estuvo muy en sintonía con la importancia central de la humildad y el rechazo del poder en su experiencia religiosa. Ha de contemplarse en el significativo marco de su origen noble, inseparable de su experiencia en una doble dimensión de fama y de rechazo. Favoreció el prestigio del linaje, que a su vez lo alimentó apoyándola e impulsando la proyección de su fama de santidad; sin embargo, se trató de actuaciones preferentemente “post mortem”. Fue así porque ella rechazó los vínculos familiares y de linaje. En principio una mortificación más, no dejaba de entrañar una opción por la libertad individual que en el XVI sólo el claustro podía brindar a las mujeres de esta procedencia social.

Autora: María del Mar Graña Cid

Bibliografía

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GRAÑA CID, María del Mar, “Notas sobre el fenómeno místico femenino en el monacato andaluz del siglo XVI”, en GONZÁLEZ DE LA PEÑA, Mª del Val (coord.), Estudios en memoria del Profesor Dr. Carlos Sáez. Homenaje, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2007, pp. 791-807.

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TRIVIÑO, Mª Victoria, Escritoras clarisas españolas, Madrid, BAC, 1992.