Álvaro de Zúñiga y Sotomayor, -tales eran sus apellidos por nacimiento-, fue el quinto hijo de los III duques de Béjar, Alonso Francisco de Sotomayor y Portugal, conde de Belalcázar, y Teresa de Zúñiga y Manrique de Lara, duquesa de Béjar. Nacido en Salamanca, el 29 de mayo de 1532, pasó su infancia y juventud en Sevilla, donde residía su familia. Tal fue su arraigo que siempre fue considerado como natural de la ciudad hispalense. Cuando contaba doce años de edad falleció su padre, habiendo expresado su voluntad de que, llegado el momento, Álvaro fuese enviado a estudiar a Salamanca. Conforme a dichas disposiciones, en 1553 ingresó en la universidad para cursar estudios de cánones. Sin embargo, su vocación no se decantó hacia la carrera eclesiástica y, una vez graduado como bachiller, el joven regresó a Sevilla, desde donde fue encaminando sus pasos hacia una carrera más acorde con las aspiraciones comunes de un noble.

En 1560 se concertó su matrimonio con Blanca de Velasco, hija de Diego de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva y virrey del Perú, y de María Enríquez de Almansa, hermana de Martín Enríquez de Almansa, quien fuera también virrey de Nueva España y Perú. Poco después, don Álvaro solicitó su ingreso en la Orden de Santiago, cuyo hábito le fue concedido en 1564. Un año más tarde, su madre decidió instituir mayorazgos para sus hijos menores, otorgándole uno de los que ella misma había recibido, que incluía la población de Gines, el cual llevaba vinculado el apellido Manrique. Por esta razón pasó a llamarse Álvaro Manrique de Zúñiga. A sus posesiones se sumaron poco después las correspondientes al mayorazgo de su hermano Pedro, al fallecer este sin descendencia. De esta manera, su señorío se estructuró en el área del reino de Sevilla limítrofe con Huelva, en torno a la villa de Mures, que en lo sucesivo pasó a llamarse Villamanrique de Zúñiga.

En 1567 adquirió el oficio de alcalde mayor de la ciudad de Sevilla, cargo que ejerció hasta 1585. En varias ocasiones pretendió conseguir la nominación como veinticuatro del cabildo, reclamando para sí la plaza que había quedado vacante en 1560, por el fallecimiento de su hermano Manrique. En última instancia, intentó que se le concediera dicho cargo como ayuda de costa, con intención de traspasar la alcaldía a su hijo Francisco y de esta manera incorporar a su patrimonio este oficio de gobierno local. Sin embargo, la política real era de ir eliminando las plazas vacantes y, finalmente, no consiguió su propósito.

En 1569, la delicada situación económica de la corona llevó a Felipe II a hacer provisión de dinero en la ciudad hispalense. Una de las fuentes de ingreso fue la venta de privilegios de hidalguía, llevada a cabo por el asistente, conde de Villar, medida a la que se opuso vivamente don Álvaro, ofreciendo a cambio la posibilidad de abonar al rey una importante cantidad a cambio de cesar la venta. También se opuso a las prórrogas de los encabezamientos de tributos como el almojarifazgo. En torno a este asunto se sucedieron las discusiones, en las que varios miembros del cabildo le acusaron de perseguir intereses particulares, para verse favorecido en las adjudicaciones de su propio estado. Finalmente, se avino a cambiar el sentido de su voto, plegándose a la voluntad real, circunstancia que pudo esgrimir más tarde como servicio al monarca en espera de la merced real, la cual recibió en 1575, cuando el monarca le otorgó el título de marqués de Villamanrique.

En 1579 se produjo el solemne traslado de los cuerpos de los reyes Fernando III y Alfonso X a la capilla nueva de la catedral sevillana. En el cortejo, el marqués ocupó un destacado lugar portando las andas con los restos reales, junto al marqués de Alcalá de la Alameda, hasta el mausoleo erigido por el arquitecto Jerónimo Hernández. Simultáneamente, hubo de ocuparse de los dominios de su hermano Antonio, marqués de Ayamonte, quien se hallaba en Milán desempeñando el cargo de gobernador. Bajo el temor de los ataques piratas y de una ofensiva del imperio Otomano e, incluso, de una posible invasión desde el norte de África, Felipe II emprendió un proyecto de mejora de las defensas costeras. Dado que Ayamonte era un enclave estratégico y que don Álvaro tenía encomendados tales negocios, fue el encargado de estudiar las propuestas de  Luis Bravo de Lagunas para la mejora de las torres almenaras, gestionar la financiación y llevar a cabo las modificaciones.

También recayó en Villamanrique la tarea de atender la defensa fronteriza del estado de Ayamonte, con motivo de la guerra de sucesión de Portugal. Asimismo, recibió el encargo real de asistir a su sobrino Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, a quien se le habían encomendado las operaciones de la franja limítrofe con el Algarve. Las levas correspondientes a los estados de Villamanrique y Ayamonte se hicieron bajo el control de don Álvaro, quien hubo de hacer un considerable desembolso, debido a la ausencia y a la precaria situación económica de su hermano.

Todos estos méritos fueron esgrimidos por el marqués en los sucesivos memoriales que dirigió a Felipe II, suplicándole le empleara en su servicio. Finalmente, en 1585 el monarca le recompensó con el nombramiento de virrey en Nueva España, distinción que el marqués recibió con algunas reservas. Su aspiración era un cargo en la corte y, a sus 53 años, le suponía una carga el largo viaje, la separación de sus hijos y la lejanía del monarca.

Su desembarco en Nueva España se vio lastrado por una situación anómala en el relevo. Su predecesor, el conde de Coruña, había fallecido meses antes en el ejercicio de su cargo, siendo sustituido de forma interina por el arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras. El prelado era, además, presidente del tribunal de la Inquisición y visitador general del reino, reuniendo en su persona todo el poder temporal y espiritual en la Nueva España. El traspaso de poderes derivó en una batalla, con el ceremonial utilizado como arma, tras la cual las relaciones entre ambos quedaron dañadas para sucesivos contactos. A ello se sumaba el hecho de que, como virrey, debía defender el patronato regio, cuestión que los clérigos consideraban una intromisión, lo cual fue fuente de varios conflictos con las autoridades eclesiásticas.

Las descripciones de su carácter, según los cronistas, difieren en función de los intereses.  Mientras unos hablan de un hombre recto, firme, defensor de los intereses reales y de los más débiles, otros lo tachan de orgulloso y déspota. Uno de los asuntos más graves durante su mandato, fueron los ataques de los piratas, tanto en el Atlántico como en el Pacífico. Estas amenazas le llevaron a promover la fortificación del puerto de San Juan de Ulúa tras el ataque de Drake, así como el refuerzo de las flotas para la navegación hacia Filipinas, a raíz del asalto al galeón Santa Ana por Cavendish.

Se ganó la enemistad de algunos grupos de mineros y encomenderos, a causa de su defensa de los indios y el intento de frenar los abusos que contra ellos cometían. Sus mayores esfuerzos los dedicó a terminar con la larga, cruenta y costosa guerra que se libraba en las tierras del norte contra los indios chichimecas. El sistema represivo utilizado hasta ese momento había resultado inútil. Los presidios eran costosísimos y las represalias llevadas a cabo por los españoles, apresando y esclavizando a los indios rebeldes, sólo habían conseguido acrecentar la agresividad de los naturales. Por ello ideó el sistema de “paz por la compra”, en el que suministraba a los indios lo necesario para la subsistencia, a cambio de que depusieran las armas. A pesar de sus detractores, finalmente se demostró la efectividad de su sistema.

No obstante, la principal fuente de problemas fue su relación con los oidores de las audiencias. En realidad, éste era un problema estructural, derivado del propio sistema de la administración indiana, en el que se buscaba y aún propiciaba una cierta conflictividad entre los distintos poderes, que sirviera de mutuo control, a fin de conseguir un equilibrio entre ellos. El conflicto más grave se suscitó en la audiencia de Guadalajara, cuyo desencadenante fueron los matrimonios contraídos por el fiscal y algunos oidores, cuestión expresamente prohibida por Felipe II en sucesivas ocasiones. El virrey Villamanrique apeló a las cédulas reales para hacer cumplir la ley, a lo que los oidores respondieron que no reconocían su autoridad, apelando a la autonomía del territorio. Intentó entonces don Álvaro una prueba de fuerza, con el envío de tropas para conminarles a deponer su actitud. La respuesta de los oidores fue armar a la población, aunque las tropas del virrey se retiraron para evitar un derramamiento de sangre. Sin embargo, los oidores habían enviado cartas a España acusando falsamente a Villamanrique de provocar una guerra civil, lo que provocó que Felipe II decidiese su destitución inmediata. Para cuando llegaron a la corte las relaciones enviadas por el virrey, ya había embarcado Luis de Velasco II como sustituto, el cual llevaba, además, la comisión, como visitador del virrey, al obispo de Tlaxcala, Diego Romano, enemigo mortal del marqués. Éste le sometió a una rigurosísima visita, en la que se multiplicaron los cargos contra Villamanrique, se le confiscaron todos sus bienes y se le confinó largo tiempo hasta el momento de su embarque a España, que se produjo sin poder traer más objetos personales que las cenizas de su hija Francisca, fallecida poco antes en México. A ello se sumaron las medidas preventivas de inhabilitación y destierro de la corte.

Una vez regresó a España, se dedicó a intentar acelerar su proceso de apelación, con el fin de recuperar su honor y su hacienda. No fue hasta 1598, ya reinando Felipe III, cuando vio anulada su condena y rehabilitado su nombre, aunque nunca llegó a recuperar los bienes que le habían sido confiscados en México.

El I marqués de Villamanrique falleció en Sevilla el 3 de marzo de 1604.

Autora: María Vincens Hualde

Bibliografía

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ROJO VEGA, A., Documentos sobre los seis primeros duques de Béjar, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2008.

RUBIO MAÑÉ, J.I., Introducción al estudio de los virreyes de Nueva España, México, UNAM, 1959.

ORTIZ DE ZÚÑIGA, D., Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobles y muy leal ciudad de Sevilla, Madrid, Imprenta Real, 1795.