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La conversación histórica como alternativa a la mercantilización de la visita cultural

Baltasar Fernández Ramírez 26 julio, 2016

La monumentalidad de nuestro tiempo está definida por decreto. Uno puede mirar desde lejos una alcazaba, una catedral, un paisaje urbano o lugares similares, y sentir que forman parte de nuestras tradiciones patrias (de los padres, los que pasaron, los abuelos de los abuelos, es decir, nosotros), lugares que testimonian que otros estuvieron antes, que nuestras identidades tienen una historia. Sin embargo, acercarse a ellos es una experiencia imposible desde que han sido ascendidos por virtud administrativa a la perversa categoría de bienes protegidos de interés cultural. Lugares emblemáticos del sentir colectivo que, apelando a la conservación de lo público, han sido hurtados a lo público y reducidos a un plan de usos regulado, un programa de visitas culturales controladas, dirigidas. Está bien, no me quejo, todo sea por conservar los bienes públicos, aunque sea de nosotros mismos. Se trata de conservar la memoria colectiva para ser visitada, sólo que el concepto de visita se ve reducido a los mínimos del turista de paso, el de las bermudas y las chanclas, el de la cámara digital como prueba de un viaje personal no iniciático, de personas venidas de lejos sin saber lo que están mirando, personas ajenas mirando historias ajenas, en el sentido más débil del verbo mirar.

La protección oficial del espacio emblemático acarrea una compleja tarea de arreglo o de actualización que incluye tanto la intervención arquitectónica como la disposición de un nuevo mobiliario pensado para dirigir o “facilitar” la experiencia cultural de la visita. Estos arreglos, que quisieran ser respetuosos con la lógica arquitectónica y simbólica del monumento, generan un híbrido puesto al día que puede ser analizado como simulacro histórico. Ya conocemos bien este tema. La reinvención del pasado genera nuevos sentidos, cubriendo los sentidos originales, ya de por sí en gran medida irrecuperables, dejando en evidencia la operación política de la mercantilización cultural: no se trata de mantener el pasado como referente desde el que seguir viviendo y comprendiéndonos en nuestra historia, en absoluto, sino de inventar la imagen de marca que la ciudad desea para su venta actual. Poner en venta nuestra historia es equipararla al valor de un bien de consumo, mercadear con nuestra identidad para convertirla en logo, camiseta, eslogan, reclamo publicitario, dinero fácil, al fin y al cabo. Como propuso Roland Barthes, todo significante se eleva a la categoría de mito cuando se recontextualiza en un segundo nivel de significación, generando un paradójico doble sentido en el que ya ninguno de los dos es preeminente. Sabemos que nuestras imágenes del pasado son apenas mitos del presente, nuestros mitos del origen, y tampoco es una barbaridad que nuestros mitos sean reelaborados como construcciones comerciales débiles estampadas en una camiseta, nadie puede reclamar para sí la propiedad sobre el tiempo mítico. Sencillamente, elijan ustedes qué mitologías desean para edificar su presente.

Alrededores de la Mezquita de Córdoba by Ana Rey vía Flickr

Alrededores de la Mezquita de Córdoba (Ana Rey vía Flickr)

Cuando uno accede al monumento, después de las pertinentes colas, taquillas y tiques de entrada, se encuentra con que los recorridos posibles han sido previstos al detalle con la intención manifiesta de conducir los cuerpos, fijar los movimientos posibles: caminar, detenerse a una contemplación que no entiende lo que contempla, fotografiar la presencia del visitante reduciendo la historia a paisaje, fondo de fotografía, seguir andando, visitar la tienda de recuerdos para comprar cosas que no recuerdan a nada más que a uno mismo, cuando estuvimos allí sin saber bien qué cosa era lo que allí había. La experiencia de la memoria, que es descubrir en uno mismo lo que siempre estuvo en nosotros, se vuelve así imposible, dejando paso a la experiencia de la visita cultural, donde el término cultural queda vaciado de sentido, pues entablar un diálogo con la cultura, propia o ajena, exige profundizar en su historia con afán de erudito, tratar con sus gentes para descifrar lo antiguo a partir de la herencia que dejó, de la huella viva que se encuentra en los que aún habitamos el pasado aunque no lo pretendamos, aunque no nos demos cuenta, puesto que ya somos nuestro pasado en muchas formas que nos pasan desapercibidas. No digo que la experiencia de volver al pasado deba quedar reservada para los pocos dispuestos a este tipo de esfuerzo de reflexión, sino que, una vez obviada la reflexión, la visita sólo puede experienciarse como una acción vacía de contenido histórico, fuera de contexto, con el sólo contexto disponible de un presente mercantilizado, turístico, mundializado en la lógica dominante de nuestro tiempo: el refresco, el selfie, la red social, los likes. Tampoco digo que esta lógica sea rechazable, sólo es una más, la de nuestro tiempo, sino que arreglar la historia viva del monumento muerto para este objetivo es una simplificación poco meditada, y que es extraño que a esta práctica de descontextualización radical de la experiencia histórica la denominemos oficialmente visita cultural.

Todo monumento histórico encierra múltiples claves de significado, muchísimos detalles que se prestan a una lectura interpretativa, basta con disponer de un conocimiento suficiente de la época, sus gentes, sus costumbres, sus universos simbólicos. O, al menos, recorrer el monumento acompañado de alguien que disponga de estos conocimientos, alguien con quien conversar sobre el pasado teniendo delante sus huellas, al alcance de la mano, sumergiéndonos en sus pasillos y estancias, mirando a través de sus ventanales, apreciando la habilidad de sus artesanos, descifrando sus símbolos hasta encontrar su permanencia en nuestros modos de vida. Nada que ver con la absurda procesión de grupos de turistas incultos (este término es relativo, si alguien se asusta de mis palabras, es que no está entendiendo nada) escuchando atentamente al guía profesional de turno con su retahíla de anécdotas repetidas cansinamente. Hablo de una conversación en el sentido más noble del término, el que heredamos de la mayéutica socrática, el diálogo donde uno acaba perfilando sus propias preguntas –en este caso, las preguntas al pasado, que son preguntas al presente de uno mismo- gracias a la labor de quien expone la diversidad cultural, la distancia entre lo que fuimos y lo que somos, poniendo en solfa nuestras verdades actuales, que dejarán así de ser tales verdades, haciéndonos entrar en el conocimiento histórico, que es más la duda sobre el presente que la certeza sobre el pasado.

Itálica, Sevilla by Paul Barker Hemings vía Flickr

Itálica, Sevilla (Paul Barker Hemings vía Flickr)

Aunque no era mi intención inicial, me he dejado llevar de esta crítica al turista territoriante y a su experiencia cultural carente de densidad, pues no conlleva reflexión ni permite que la huella del pasado siga obrando en nosotros, obviada, como digo, oculta hasta el olvido detrás del simulacro actualizado para la cadena de montaje de la visita cultural. Mi intención era cuestionar la actuación política de una administración pública que utiliza el monumento, que es presencia muerta de nuestra actualidad viva, para fines espurios, imponiendo la lógica administrativa, dominante en nuestro tiempo, de la sobrerregulación de las prácticas sociales. Bajo la apariencia de facilitar el paseo y la experiencia cultural, no sólo nos hurtan la posibilidad de reencontrarnos en nuestra historia, sino que nos adocenan en una práctica pseudohistórica incapaz de pensar por sí misma, una institucionalización de la memoria que borra toda memoria posible, que nos conduce perversamente a vivir en un presente mundial fuera de contexto, en el que todos los contextos se pierden por olvido, convirtiéndonos en piezas domeñadas de un documental barato de una mala cadena de televisión. En términos políticos, desaparece la posibilidad de construir un ciudadano historizado con criterios propios, capacitado y entrenado en el cuestionamiento, en la observación detenida que permite proponer preguntas cabronas, poner en duda el presente, cuestionar por qué debemos ser de ciertos modos si no hay necesidad de ello. Un ciudadano figurante de la política cultural, que es, por extensión, cualquier política. Meros paseantes en el parque temático de la ignorancia. En fin, vuelvo sin pretenderlo al mismo argumento.

Permítanme terminar proponiendo festivamente que nos salgamos del recorrido oficial previsto en el monumento, que nos saltemos la norma amparados en la legitimidad de quien denuncia la evidente estupidez de la norma impuesta. Salgamos del recorrido y ocupemos el monumento. Con urbanidad, con cuidado, con cariño. Sentémonos a la sombra de unos árboles o de un muro a mirar el monumento desde otra perspectiva. Hagamos uso del mismo para realizar el ejercicio de comprender a sus moradores, de preguntarnos cómo podían ellos vivir en este espacio, de imaginarlos recorriéndolo frente a nosotros, sentados entre nosotros. Habitemos el monumento reclamando nuestro derecho a reinventarlo en sus usos, como ejercicio de recuperación de nuestra historia. En definitiva, no encuentro mayor legitimidad en la usurpación política de quienes se arrogan la propiedad efectiva del monumento por el bien de todos, por el bien de la conservación. Ellos han reinventado los usos para convertirlos en la insulsa y vacua experiencia de la visita cultural. Nosotros no tenemos menor legitimidad que ellos para reinventarlo convertido en la experiencia de volver a nuestro pasado, de sentir la piedra de nuestros padres bajo nuestros cuerpos, la densidad ambiental de sus espacios, los cambios de temperatura, la humedad del aire, la magia de los símbolos. Eso sí, por favor, lean antes algún que otro libro de historia, visiten algunas páginas serias, pónganse en contexto, iníciense en las simbologías pretéritas y, sobre todo, pregunten mucho al monumento. Se sorprenderán cuando el monumento les devuelva las preguntas y acaben siendo ustedes los interrogados.

Castro de Santa Tecla, Guarda, Pontevedra, España by Ramón Cutanda López vía Flickr

Castro de Santa Tecla, Guarda, Pontevedra, España (Ramón Cutanda López vía Flickr)


La imagen de portada es Stavropoleos Monastery, Bucarest, Rumanía (fusion-of-horizons vía Flickr)

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Baltasar Fernández Ramírez

Postmodernidad, sociolingüística, delirio, liberalismo radical, crítica. Todos los campos del saber vuelven a unificarse bajo el marco de la postmodernidad, que sólo entiende las disciplinas en minúscula, como relatos menores reunidos en el espacio postestructuralista de la narratividad. Ciborg, posthumanismo, transgénero, pensamiento distópico, fin de la ciencia modernista, fin del relato del progreso, racionalismo relativista. Puntos ancla y metáforas para un pensamiento rupturista que mira al pasado con ojos de futuro.

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