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Genius loci / Manuscrito RS, II, 2-3 (Primera tentativa)

Guillermo Aguirre Martínez 23 mayo, 2021

I

Si abrimos cualquier diccionario por el término genius loci leeremos lo siguiente: “Es sabido que la saturación telúrica de determinados lugares condiciona la experiencia del individuo de tal modo que, irremediablemente, éste acaba por sacrificarse al genio del lugar. En verdad, no es posible eludir sus exigencias”.

Las palabras, tomemos un diccionario u otro, son siempre las mismas, sin variación alguna y sin que conozcamos el porqué.

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Sabemos, por los textos de los escoliastas, que ahí donde habita el genius loci se emplaza el altar sacrificial con el que cada persona queda en relación a lo largo de su vida. Uno se ve llamado por este objeto como el hierro por el imán.

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El simulacro que toda ciudad es no desprovee de fuerza al genio: más bien lo violenta y enfurece. Permitidme que hable, aun siquiera un momento, desde mi propia experiencia. Yo he visto girar y girar en torno a un centro, exhaustos y enfurecidos, a manadas de individuos hasta caer muertos junto al vacío lugar. En una ocasión me expuse al rito con el ánimo de testimoniar fugitivas impresiones:

Como un enjambre la muchedumbre comenzó a arremolinarse en torno a nada. Unos y otros se empujaban y golpeaban ansiosos por alcanzar el centro del torbellino, donde teóricamente, en verdad, nada había. Ahí mismo se inmolaban mientras otros muchos venían a ampliar el diámetro de aquella monstruosa espiral. La fuerza absorbente del organismo era exagerada y bastaba con situarse en lo que cabría denominar su radio de atracción para quedar inmediatamente incorporado a él, o incluso engullido por él.

Pasado un tiempo, no sabría decir cuánto, nadie paseaba ya por el parque. Tampoco por la avenida que quedaba a su derecha. Todo existente se veía sometido a ese animal que con ansia engullía ancianos, niños y perros sin ninguna distinción, masticados y escupidos, visiblemente extasiados, mientras el ciego bostezo giraba y giraba y ahora también yo con él, devorado por la fuerza elipsoidal con la ayuda de mis brazos, que rabiaban y golpeaban por alcanzar aquel centro, una nada, pensé, o aquello que en verdad fuese, me decía alucinado conforme lograba avanzar hacia donde habría de inmolarme.

Era una salvajada, una brutal salvajada de la que yo como todos tomaba parte, mientras golpeaba y rabiaba y arrancaba girones de uno y de otro con mis putrefactos dientes, obsesionado por alcanzar ese núcleo que mi cuerpo anhelaba, poniendo todo mi empeño en no salir despedido ahora que la fuerza se enrarecía y con brutal violencia trataba de expulsarme de un lugar que ya era mío, me dije sin dejar de pisar y aplastar a unos y a otros con no poca ira, y aún me repetí esto mismo poco después mientras desenfrenada y desoladamente pisoteaba y golpeaba esa odiosa y triste nada, un mísero terrón de arena, antes de verme apartado y nuevamente arrastrado por aquel torbellino que giraba y giraba y del que jamás habría de escapar…

Danza sacrificial en torno al centro

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También, sobra decir, he visto a gente arrojarse, arrebatada, desde una azotea cualquiera o desde lo alto de un acantilado. Todos ellos respondían, con obediencia exultante, a la llamada del genio. Sucesivamente, en fila de a uno, caían embriagados como flores desprendidas del árbol de la vida y ahora también de la muerte. Sobre la tierra quedaba impresionado un lienzo saturado de tonos ocres y granates.

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Nuestro colaborador Hermann Nitsch ha realizado una sugerente serie con las muestras tomadas del terreno. Valga uno de sus trabajos como exponente de la fuerza visual de la escena presenciada.

Imagen perteneciente a la serie Sacrificio, de H. Nitsch, amigo y colaborador

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No todo, sin embargo, eran saltos al vacío y niños ofrendados. De esto último no he hablado ni merece la pena hacerlo.

Había gestos más fastuosos, y así, los más audaces, cobraban la forma de antorchas humanas consumando el sacrificio. Calcinados, en el momento de expirar bramaban ser ya uno con el venerado dios.

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Sabido es que cuando un dios quiere destruir a alguien, primero lo enloquece.

Cuando le negamos su ofrenda, cuando rechazamos entregarnos a él, comenzamos, nosotros también, a agonizar.

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Babilonia, la gran urbe, la puta de Roma, la furcia de dios, la esposa del diablo. Manadas deseosas de ser desolladas irrumpen salvajemente por las cenicientas calles. Pisoteados, los cuerpos se amontonan como maduros racimos.   

II

La cripta de Fernando Higueras, medito mientras una mañana de otoño paseo por las proximidades del lugar donde el arquitecto residió, no difería en lo sustancial del sepulcro que Antonio Abad, con fruición indisimulada, habitó en el desierto. En su huida del mundo halló su forma de reunirse con el dios; su modo, también, de tentar a su diablo, de enfrentarse cuerpo a cuerpo.

Higueras denominó equívocamente a ese habitáculo Rascainfiernos, cuando en verdad residía un omphalos: un vaso comunicante con sus audaces demonios.

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Presentemos otro ejemplo. En una aciaga fecha fue proyectado un rascasuelos ahí donde una vez se alzó el Templo Mayor de Tenochtitlán. La noticia la tomo de URBS, bestiario urbano de Baal-tas-Asar, custodio del becerro de oro o proteica encarnación del mismísimo Baal-cebú. La referencia la encontrarán en el volumen nueve, segundo número, de la mencionada revista.

La ciudad, leí en estas páginas, lejos de conformarse con cubrir la superficie, hundiría sus tentáculos bajo tierra, se abrazaría al averno, desustanciaría su interior de modo tal que, a medida que uno descendiese por sus entrañas, podría ir saludando, con mirada indiferente, a unos y otros dioses ahora desmembrados, expuestos en las vitrinas de un subterráneo museo.

Primero tiendas, más abajo oficinas, y de tanto en tanto, como por distraer al oferente -chivo o ser sacrificial-, restos y más restos del dios con los que saciar nuestra fe.

Nosotros: obscenas defecaciones derramadas por ese intestino expropiado ya a la tierra.

La ciudad como letrina: Urbs, Surb, Rubs, ¡Brus!

Günter Brus. Imagen tomada por mi colaborador, O. Muehl

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El siguiente fragmento pertenece a uno de los desgraciados que adquirió su vivienda en el fatal rascasuelos poco antes de que éste, repentinamente, se desplomase. El manuscrito está expuesto hoy en una de las vitrinas -con número de inventario RS, II, 2-3- del Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México, justo a la derecha de una ménsula en la que se conserva el rostro, mugriento y desfigurado, de algún dios azteca. Este último -su ennegrecida cabeza- fue rescatado de entre los escombros, consustanciado, si así quiere entenderse, con la figura que aún lo abrazaba, expuesta en una contigua hornacina de lo que viene a conformar un tríptico.

Fue entre las ropas del suplicante donde se halló el manuscrito; para unos, mero testimonio de un sujeto enajenado; para otros, sutil advertencia de lo que a todos aguarda. El fragmento, y esto lo declaro yo, ha de verse como huella de una cultura carcomida en sus entrañas. Todo él ofrece una sintomática descripción de lo que podría denominarse escritura de la época. Cada una de sus líneas revela un estado febril y decadente, y un paroxismo de depravación:

Esos perros, esos hijos de puta, esos mismos; esos hijos de la grandísima puta me impedían vivir. Día y noche con sus ladridos, noche y día. También en los sueños, en las pesadillas. Sólo había un modo. Los amarré fuerte, con cuerdas y cadenas; los puse en un rincón, a todos, también a los cachorros. No tenía escopeta. Había otras opciones. Tomé aire, rugí con la rabia acumulada en años y me arrojé decidido al vacío, atravesando el cemento de la calle, las aguas subterráneas y el manto terrestre con tal violencia que en un instante estaba ya, otra vez, nuevamente, en mi odioso infierno, desquiciado por no resultarme posible dejar de oír los ladridos de esos hijos de puta, de esos hijos de la grandísima puta que en su esquina, bien amarrados, suplicaban su ejecución. [Manuscrito RS, II, 2-3]

Imagen del manuscrito RS, II, 2-3 una vez restaurado

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Poco más he de señalar. Las palabras condensan la violencia con que el genio habita en aquél a quien desea destruir.

Testimonio fatal de una sombría época, acaso sea éste el retrato más preciso de un dios que, incapaz de refrenar su ansioso apetito, hundiéndonos en sus entrañas se sació hasta reventar. Sus devastados despojos quedan hoy como espejo de nuestras ilusiones, como losa de nuestra sepultura.

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No quisiera concluir estas líneas con estos ribetes poéticos y sí, en cambio, con un tono ajustado al rigor que en todo momento he deseado plantear. Me apoyo, para ello, en las siguientes imágenes tenidas hoy por valioso documento de cuanto fue y de cuanto dejó de ser. La primera de ellas está tomada del proyecto inicial, cuando aún se valoraba la posibilidad de llamar al complejo Inverted Babel, estúpido guiño con el que se atraería la mirada de turistas y ejecutivos. Si bien la denominación quedó finalmente en Earthscraper o Rascasuelos, las favorables expectativas se cumplieron punto por punto.

Proyecto Inverted Babel para el Zócalo, en Ciudad de México

La segunda imagen muestra el terreno ocupado por el Rascasuelos una vez que el enorme sumidero o boca del diablo, término con el que pervivió en el imaginario local, fue sellado con una montaña de escombros.

Estado del terreno ocupado por el Rascasuelo una vez que el cráter fue sellado

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Incorporar fotografías del proyecto tal y como quedó tras su edificación resultaría, por el desmedido contraste, algo bárbaro. Opto así, sin ceremonial alguno ni hueras fórmulas retóricas, por poner fin a mi escrito.


Imagen de portada: Preparación del autor de ‘Genius loci / Manuscrito RS, II, 2-3’ para su ofrecimiento en sacrificio. Foto tomada por su colaborador Otto Muehl

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About The Author

Guillermo Aguirre Martínez

Como investigador mi campo de estudios ha ido ampliándose desde el ámbito de la literatura hasta el de la estética comparada, encontrando como nexo común entre ambas ramas la comprensión del universo simbólico del que participa toda concreción estética así como la significación de los hechos culturales en el horizonte de los hechos naturales. Estas búsquedas me han llevado, de modo consecuente, a resituar mi lugar como investigador dentro de los márgenes más libres, más abruptos también, de la filosofía de la cultura, vórtice absorbente al que se ve abocada toda representación de lo real.

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