En los comics de los años ochenta aprendimos sin darnos mucha cuenta que el futuro era distópico, un mundo postapocalíptico poblado por ratas y mutantes que competían por los restos miserables de la civilización perdida. También incluían héroes, pero las historias no solían acabar bien para ellos, al fin y al cabo inferiores a los máquinas, las nuevas dominadoras del planeta. 1984, el año de Orwell y el Gran Hermano, era el límite mítico, el inicio del futuro que luego sería el año 2000, el resurgir de las profecías milenaristas. Richard Corben era el mejor de los dibujantes, y su maestría dejó escuela entre los dibujantes españoles. Poco tiempo después, el cine retomaba el pulso del sueño distópico y materializaba en las pantallas aquellas historietas, con un Robocop que olvidaba su pasada condición humana y un Terminator que reinventaba los viajes en el tiempo y las paradojas temporales, máquinas que habían superado la imaginación primitiva de los robots de Asimov, aumentadas ahora con sensores y sistemas informáticos implantados en la mirada. Tremendamente impactantes en nuestra imaginación juvenil, aún pensábamos que eran sólo el producto de la inventiva del novelista, y no el anticipo de lo que habría de llegar. Supongo que los replicantes de Blade Runner y el magnífico Neo de Matrix marcaron el punto sin retorno, pues ya no eran personajes de ciencia-ficción, sino metáforas sugerentes para pensar sobre las complejidades del nuevo mundo en el que por fin habíamos ingresado.
Desde entonces, hemos visto cómo el sueño distópico y las escenas entintadas del cómic se han materializado en las torres espectaculares de las ciudades emergentes de Asia y del Golfo, en la delirante arquitectura de autor de nuestra querida postmodernidad, el tiempo en que nos ha tocado vivir, en la aceleración sin límite de la fibra óptica, en la reducción del tiempo y el espacio psicológico que temía Paul Virilio sin poder ocultar cierta admiración en terroríficas profecías, en la ética hácker, con chavalitos a sueldo de las grandes corporaciones financieras para crear barreras a la piratería informática que ellos mismos han protagonizado, los nuevos justicieros transmetropolitanos que destapan la corrupción y denuncian tramas mafiosas de alcance global mediante el robo masivo de información oculta y su difusión en la redes sociales, donde se gestan las nuevas revoluciones primaverales. Todo estaba predicho en la ficción que pobló nuestros primeros años, aunque nunca pensamos que fuera a convertirse en realidad, ni con las dimensiones que ahora conocemos y las que sospechamos que están por venir.
Panorama de Dubai desde el Burj Califa by Michael Thels in Flickr
Las nuevas ciudades de la globalización han dejado en nada las antiguas conurbaciones de Patrick Geddes. El alcance del pensamiento único y la geoestrategia ha convertido en pequeños los grandes imperios del pasado, que no han dejado de crecer desde los tiempos ya olvidados en que los reyes del Creciente Fértil se autotitulaban como reyes de las cuatro partes del mundo. La gran explosión urbana de la revolución industrial, todavía en auge en las ciudades norteamericanas de los años veinte, convirtió a la sociología de Chicago en el paradigma del pensamiento social moderno, vigente durante décadas en nuestro modo de entender la vida urbana, la lucha por el territorio, el crecimiento orgánico desmesurado, cuando ya el hierro, el automóvil y el funcionalismo organizacional se habían asentado por completo en el movimiento modernista en arquitectura y en la lógica organizacional fordista de las cadenas de montaje y las primeras multinacionales. Precisamente, los años ochenta marcan la ruptura definitiva con la gran cultura modernista. Las vanguardias artísticas se multiplicaron hasta dinamitar el concepto de estilo y de obra de arte, el punk triunfó hasta convertirse en un mero producto comercial, los mitos de la revolución se unieron con los mitos de la industria del cine en forma de merchandising, donde conviven el Che Guevara, una bandera británica deshilachada, Bob Marley, Lenon, Marilyn y el amor libre.
En los últimos años del siglo, un grupo de geógrafos y urbanistas californianos se atrevieron a sugerir que Los Ángeles (y, en cierto modo, Las Vegas) eran el nuevo modelo de urbanización para nuestro mundo global. La fragmentación, el exceso, la espectacularización, la fortificación de los barrios, son algunas de las claves que desde entonces proliferan en todo el planeta, desde el Cinturón del Sol hasta Sanghai, Beijing y Tokyo, desde Ciudad del Cabo hasta Medellín y Valparaíso. El urbanismo postmoderno no es un modelo de buenas prácticas, sino la constatación de que el mundo ha cambiado a través de sus grandes ciudades, en una delirante carrera sin retorno donde adivinamos que las pesadillas de aquellos comics con los que crecimos se están cumpliendo, y el espectáculo es sencillamente asombroso.
Walt Disney Concert Hall, Los Ángeles, by Kent Wang in Flickr
Las ciudades españolas son un ejemplo menor de este gran movimiento cultural que conmueve nuestro mundo. Una clase política aliada con las grandes corporaciones financieras, en muchos casos con la connivencia de los propios ciudadanos, se ha sumado en pasos sucesivos a la estrategia empresarial de la marca-ciudad. Barcelona, Bilbao, Oviedo, Valencia, y todas en mayor o menor medida, han removido el tejido urbano sin consideración, o están en camino de hacerlo, disfrazándose de parques temáticos, enormes escenarios de cartón piedra y arquitectura de autor carentes de la tensión social de la vida urbana, confiadas en que una imagen inventada es un seguro para un falso desarrollo económico que vendrá de la mano de una inversión extranjera que nunca llega y de la visita de millones de turistas convertidos en los nuevos habitantes de la ciudad, mientras los residentes originales son desplazados, gentrificados o utilizados como figurantes del gran espectáculo de nuestras disneyficadas ciudades.
Ahora comprobamos en directo la avalancha imparable de la postmodernización urbana, mientras los movimientos vecinales y los colectivos activistas luchan por conservar la dignidad de sus vidas y de sus tradiciones, y por mantener el derecho a decidir cómo quieren que sean sus calles, sus barrios, sus ciudades. No es una lucha perdida. La postmodernidad sólo es el sueño distópico de los que crecimos en las últimas décadas del siglo XX, mientras nuestros jóvenes han vivido y se han hecho adultos en un sueño diferente, en red, hácker, activista, asambleario, y ya han comenzado a tomar la palabra.
Ciudad de las artes y la ciencias, Valencia, by carrasco.javi in Flickr