Paseando recientemente por internet y por la ciudad, he observado una nueva aparición de Jane Jacobs. O mejor dicho, referencias, recuperación de su pensamiento y actividades inspiradas alrededor de su obra. Sin lugar a duda, Jane Jacobs es una de las grandes pensadoras de la ciudad moderna, de sus contradicciones pero también de sus soluciones. Y aunque sus trabajos más influyentes fueron escritos hace ya unos cincuenta años, su influencia aparece y desaparece como el Guadiana, o si lo prefieren, como el dinosaurio de Monterrosso, al despertar todavía sigue allí. Algunas veces es recuperada desde posiciones conservadoras, otras desde visiones transformadoras. Últimamente, parece que se recupera en este segundo sentido. Y cuando esto sucede, más que acordarme de Jacobs y el Greenwich Village, me acuerdo de Marshall Berman y el Bronx. De hecho, si uno emprende una exploración paleontológica por la ciudad moderna contemporánea, podrá encontrar tanto a Jacobs como a Berman. Y para mí, si tengo que quedarme con un dinosaurio monterrosino –que no antediluviano– el mío es Berman (y otros). No porque lo considere un fósil, sino porque creo que es uno de los pensadores de la modernidad y la ciudad más grandes que han existido.
Tanto Jacobs como Marshall, en su análisis del Nueva York de los sesenta parten de su propia experiencia en sufrir la transformación urbana liderada por el alcalde Robert Moses (equivalente en muchos sentidos al Porcioles barcelonés). Una, en el Greenwich Village; el otro, en el Bronx. Los dos ven cómo sus barrios son atropellados por formas de modernidad brutales que cambian el tejido social de estos lugares, y no hacia la dirección que ellos querían. Pero los dos tienen respuestas y apreciaciones diferentes de la modernidad. Donde esto se aprecia con mayor claridad es en la crítica de Berman a Jacobs en Todo lo sólido se desvanece en el aire, publicado en 1982.
En este texto, Marshall Berman claramente considera la obra de Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades americanas, un gran ensayo sobre la ciudad moderna, llena de importantes contribuciones. Desde la celebración de la diversidad, a un enfoque basado en la comprensión de la ciudad a través de la vida cotidiana y, como subraya, una visión nada masculina. No voy a entrar en explicar todas estas contribuciones, dado que ya están más que habladas en estudios urbanos.
Sin embargo, para Marshall Berman, el estudio de Jacobs tenía también sus defectos. Primero, su visión de la modernidad tenía un gran componente anti-moderno: nostalgia por unos tiempos pasados de vivacidad y seguridad en la vida de barrio (que también fue construido por la modernidad). En segundo lugar, en la crónica del cambio en el Greenwich Village hay un barrio de clase obrera blanca cohesionada donde todo el mundo se ayuda, donde no se tiene en cuenta la llegada de comunidades (pobres) afroamericanas o hispanas, de los conflictos de las ciudades americanas de los sesenta (derechos civiles, contradicciones del capitalismo, la intervención del estado, etc.).
Es por ello que, dada esta visión pastoral, Berman se pregunta sobre Jacobs y su incursión en el barrio donde Berman creció, el Bronx. A diferencia del Greenwich Village, el centro del Bronx fue arrasado para construir una autopista. La vida cotidiana del barrio fue cortada por toneladas de cemento, asfalto y tráfico. En este contexto, se pregunta “¿qué luz arroja la visión de Jacobs sobre la vida del Bronx?… las pocas y fragmentarias referencias de Jacobs al Bronx ponen de manifiesto su ignorancia esnob de habitante del Greenwich Village: su teoría, sin embargo sugiere claramente que los barrios pobres pero vibrantes como los del centro del Bronx deberían ser capaces de encontrar recursos internos para mantenerse y perpetuase. ¿Es correcta la teoría?” (p. 342).
Y es aquí donde Berman, cuando reflexiona acerca de su activismo contra la autopista del Bronx (pp. 344-345):
“reflexionando sobre todo esto, vi con más claridad lo que mis amigos y yo estábamos haciendo cuando, a lo largo de la década, cortamos el tráfico. Intentábamos abrir las heridas internas de nuestra sociedad, de demostrar que seguían allí, cicatrizadas pero jamás curadas, que se extendían y supuraban, que a menos que fueran tratadas con rapidez empeorarían… trabajábamos para ayudar a otras personas y otros pueblos –negros, hispanos, blancos pobres, vietnamitas– a luchar por su hogar, cuando nosotros huíamos del nuestro. Nosotros, que sabíamos tan bien lo que era perder las raíces, nos lanzábamos contra un Estado y un sistema social que parecía estar arrancando o destruyendo las raíces de toda humanidad. Al cortar el camino, cortábamos nuestro propio camino. Nuestro teatro político aspiraba a hacer comprender al público que también él participaba en el desarrollo de la tragedia americana… pero no había manera de reflexionar sobre todo esto bajo la presión del tráfico que nos arrastraba: de ahí que fuera necesario detenerlo.
Y así quedó atrás la década de los sesenta, con el mundo de la autopista encaminándose hacia una expansión y un crecimiento todavía más gigantescos pero atacado, asimismo, por una multitud de apasionados gritos en la calle, gritos individuales que podían convertirse en un llamamiento colectivo que irrumpiera en el corazón del tráfico y detuviera los motores gigantescos o, por lo menos, los hiciera funcionar más lentos.”
Para Berman, delante del modernismo faustiano de las “autopistas” y el pelotazo del ladrillo, había el modernismo del “grito en la calle”, de construir nuevas formas de modernidad no basadas en la nostalgia, donde las contradicciones modernas de la ciudad no se resuelven volviendo atrás, no se resuelven completamente, todo se desvanece en el aire.
Es por ello que, cuando uno ve las imágenes o está en la calle en Gamonal, Sants o Sant Andreu, o en la obra social de la PAH, puede pensar en la conclusión de Berman:
“El proceso de modernización, aun cuando nos explote y atormente, da vida a nuevas energías y a nuestra imaginación y nos mueve a comprender y enfrentarnos al mundo que la modernización ha construido, y a esforzarnos por hacerlo nuestro. Creo que nosotros y los que vengan después de nosotros, seguiremos luchando para hacer de este mundo nuestro hogar, incluso si los hogares que hemos hecho, la calle moderna, el espíritu moderno, continúan desvaneciéndose en el aire” (p. 367).
En fin, se desvanece pero a la vez “todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”.
PD: Marshall Berman dejó de pensar (y respirar) justamente el 11 de septiembre de 2013, hacía tiempo que quería escribirle un pequeño tributo.