Las personas se pueden acostumbrar casi a lo que sea, es común que las ciudades grandes como la de México estén desparramadas en sus periferias, formadas por construcciones eternamente inacabadas y amontonadas, masas de color gris tabique, tan colmadas que golpean y se aferran a los cerros. Las alternativas tienen patrones repetitivos formados por celdas idénticas, conjuntos de casas miniaturas, que parece que son vendidas con anuncios sarcásticos: “a 15 minutos…” de ningún lugar. Son madrigueras improvisadas para la vida improvisada de los que sólo vemos para qué nos alcanza. Provistas con nuevos servicios pero funcionalmente tan primitivas como las cavernas, albergan familias nucleares acomodadas de forma descuidada u ocupando el menor espacio posible.
Juan Carlos Moreno, en el texto El fin de la ciudad [i], reflexiona sobre la crisis de las ciudades actuales que forman simples aglomeraciones de viviendas y que ya no cumplen con el objetivo de las ciudades del pasado que permitían la vida en común y la política. “La ciudad –anotémoslo muy bien– es indisoluble de la política, entendida esta en su sentido noble, y original. La ciudad es el lugar en el que los ciudadanos nos ocupamos, juntos, de los asuntos que a todos nos conciernen” (Moreno, 2016, p. 21).
El resultado de estas simples acumulaciones, tan comunes actualmente en las ciudades, cumple difícilmente con el objetivo de una ciudad. Ortega y Gasset (1983, p. 73) [ii] explica:
La polis no es, primordialmente, un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública.
Las casas de las periferias se limitan a proteger a la unidad básica de reproducción de la sociedad en los momentos de vulnerabilidad, su escasa organización sólo permite el requisito básico de acceso. Aristóteles consideraba que la ciudad estaba formada por casas, pero no hacía referencia al domus, sino al oikos: “Dicho término también designa lo que nosotros llamamos «casa», entendida no solo como edificio para vivir, sino como conjunto de personas que viven en él, lo cual incluye las propiedades necesarias para su sustento” (Enrico Berti, 2012, p. 27) [iii]. Los efímeros refugios del INFONAVIT [iv] cubren las mínimas necesidades vitales de los trabajadores explotados y de la futura mano de obra, muy alejada de lo que Aristóteles consideraba el lugar que forma la base de la polis, el lugar donde la familia se ocupaba de las necesidades cotidianas del hombre que buscaba alcanzar su plenitud.
Las periferias se convierten en crecimientos caóticos de lo que los políticos consideran recursos humanos de tercera. Quienes venden las viviendas, o las “planifican”, están lejos de ser verdaderos urbanistas. Con total descuido cumplen con su única tarea: vender refugios con la mayor ganancia posible, simples, aislados, construidos en terrenos de tercera y con los materiales más económicos. Sólo se requiere que mantengan vivos y reproduciéndose a los trabajadores solicitados por el voraz sistema económico, las supuestas ciudades se construyen ahora en torno a las industrias y los comercios. Ya no se acomoda, en torno del foro o el ágora que sirve como lugar de reunión donde se hace la política (Moreno, 2016).
El “desparramamiento”, como describe Juan Carlos Moreno, de lo que alguna vez fue una ciudad, son los desechos de una modernidad que en esos lugares apartados no se molesta por conservar su aparente sentido. Esta informe concentración de hombres está compuesta de individuos que tienen su principal interacción como piezas ocupando un mismo espacio, partículas de una sustancia sin consistencia que se expande al no tener límites. Estas informes acumulaciones son las descuidadas consecuencias de un pensamiento que ve al hombre como un sujeto aislado, con un destino independiente del resto, con una vida en común llevada a la mínima expresión de las convivencias cotidianas superfluas que sirven para sobrellevar la vida diaria.
Las ciudades sufren las consecuencias de un individualismo llevado a sus límites por los sistemas capitalistas, un aislamiento que pone a prueba al espíritu del hombre. Se puede rastrear este pensamiento en el cristianismo de la reforma luterana “un harto paradójico «cristianismo individual», una relación con Dios de un individuo pretendidamente aislado de su tradición, y aislado también de su comunidad, a solas” (Moreno, 2013, p. 54). La misma ideología que generó las condiciones para que prosperaran los mayores centros del capitalismo por su eficiencia en el trabajo, la explotación de recursos y mano de obra, va dejando catervas de personas y viviendas en sus orillas. La cara deslavada de nuestras sociedades es en parte el resultado de la influencia de estas culturas, que acabaron apreciando la ventaja de lo informe como la forma optimizada de manejar a las poblaciones más vulnerables, reblandeciendo sus lazos más fuertes. Los lazos efímeros de los pobladores permiten que sean manipulados como piezas sueltas e intercambiables, siempre disponibles en los depósitos saturados del arrabal.
La influencia del “cristianismo individual” es la que produjo la principal filosofía alemana moderna, pensamiento que critica Jean-Luc Nancy: “la metafísica del sujeto, vale decir –individuo o Estado total– de la metafísica del para-sí absoluto: lo que también significa la metafísica del absoluto en general, del ser como ab-soluto, perfectamente desprendido, distinto y clausurado, sin relación” (Nancy, 2000, p. 23) [v]. El peso aplastante de los filósofos que continuaron el proyecto de la ilustración es necesario para negar la evidente pertenencia del sujeto a su comunidad. Para Nancy el individuo es el residuo “desprendido” de la experiencia de la comunidad. Se ha intentado forzar la simplificación del mundo como un contenedor de puros átomos aislados, sustituyendo sus lazos con la futilidad del revestimiento de una “pasta moral y sociológica” que pretende disimular el carácter finito de su “estar-en-común”. La libertad prometida se muestra como placebo para los lazos rotos, sólo somos iguales en nuestro aislamiento, una carencia generalizada que da la falsa sensación de unidad.
Pero al final, cuando la moral y los ideales sociales que respaldan las garantías individuales muestran su naturaleza endeble, el individuo secuestrado de su comunidad y tradición parece enfrentarse solo al mundo y no tiene más opción que servir como recurso humano. El aislamiento imposibilita el sentido, que se presenta en relación a los demás. Al individuo desprendido se le dificulta enfrentar su vida, lo que era un sentido claro para las comunidades antiguas, que se organizaban en torno de la vida y lugares en común, de la política, de las religiones y los mitos: “todas las civilizaciones del pasado (y las paralelas luego) habían vivido en un orden mítico. En un orden articulado en tomo a ciertos relatos, y en torno a ciertos rituales” (Moreno, 2013, p. 53) [vi].
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El texto completo está disponible en URBS 7(2)
La imagen de portada es Ciudad de México, de Eneas de Troya vía Flickr 2016
[i] Juan Carlos Moreno Romo, El fin de la ciudad, Madrid, Anthropos, 2016.
[ii] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Barcelona, Orbis, 1983, orig. 1929.
[iii] Enrico Berti, El pensamiento político de Aristóteles, Madrid, Gredos, 2012.
[iv] El Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT) es un organismo federal mexicano que otorga créditos para la obtención de viviendas a los trabajadores.
[v] Jean-Luc Nancy, La Comunidad Inoperante, Santiago de Chile, LOM/Universidad Arcis, 2000.
[vi] Juan Carlos Moreno Romo, Hambre de Dios, México, Fontamara, 2013.