El pasado 25 de septiembre de 2015 tuve la suerte de participar en un encuentro homenaje a Walter Benjamin en Portbou. Cada dos años, con la excusa del suicidio del pensador alemán, en esta localidad, Bruno Quezane [1], organiza este encuentro desde hace más de veinticinco años.
En 1940, huyendo de la Francia colaboracionista hacia Portugal por los Pirineos, el pensador de origen judío se encontró con una España casi peor que el país del que huía y desesperanzado, decidió quitarse la vida en Portbou, la mitad española de la frontera franco-española. El seminario consiste en una serie de ponencias y debates, con presencia de arquitectos, filósofos, filólogos y expertos en Walter Benjamin. En cada convocatoria, una serie de nuevos integrantes del club benjaminiano, son invitados a presentar sus trabajos.
En la convocatoria del seminario de 2015, fui invitado por Nicolas Tixier [2], para presentar mis trabajos profesionales de los últimos cinco años, así como para comunicar las líneas de la investigación doctoral en curso. Lo que se me pedía no era exclusivamente exponer las hipótesis o tesis de la investigación, sino más más bien ponerlas en crisis, problematizando los conceptos subyacentes.
Los últimos años los he dedicado a cuestiones de índole teórico-práctica relacionadas con la recuperación de espacios en desuso, el reciclaje urbano, los espacios de lo común, urbanismo y participación, así como la ecología urbana.
Después de presentar los trabajos, se encendió un muy interesante debate. El comentario de uno de los arquitectos octogenarios presentes me llegó al corazón. Un dardo venenoso que provocó en mí una reacción airada, pero que posteriormente me ha dado mucho que pensar y me sirve como excusa para este artículo.
El arquitecto octogenario, parisino, con una extensa obra en Francia y algún trabajo sobre campos de refugiados, me dijo: “hay que elegir, ¿participación o talento?” El buen señor contraponía el término participación ciudadana al de creación libre y talentosa del artista/arquitecto. También sostenía que un mismo profesional no podía mantener el grado de exigencia en ambos ámbitos. Que era tanta la energía que había que dedicarle a la mediación, que el proceso creativo quedaba en un segundo plano. En su momento, mi respuesta enérgica puso el grito en el cielo, insinuando lo desfasado de su planteamiento. Pero su reflexión me parece hoy más que pertinente, al menos a tener en cuenta.
Asistimos en España, a un momento donde el término participación adorna todo proceso urbano o campaña política. Todo ha de ser participativo, las políticas, los planes, las decisiones, los presupuestos, los proyectos urbanos… Hemos pasado –afortunadamente, al menos a nivel local en mi ciudad, Valencia– del autoritarismo político tecnocrático y oscurantista, a la fiebre de la participación ciudadana. Si atendiéramos a todas las demandas de participación de los procesos circundantes abiertos, podríamos dedicarnos casi exclusivamente a la implicación social. Porque participar requiere de un esfuerzo, una inversión de tiempo, incluso un conocimiento de causa, no siempre deseables por parte de los ciudadanos. El filósofo Slavoj Zizek lo tienen muy claro: “No creo que la mayoría de la gente quiera una democracia activa. Quieren una vida tranquila, que las cosas sencillas funcionen en silencio. Voy a ser brutal. Tengo un problema con los partidarios de la llamada democracia directa: piensan que a un nivel local, todos deberíamos estar movilizados, permanentemente activos en política…. Pues perdone, pero a mí no me gustaría vivir en una sociedad así. Mi sociedad ideal es una donde me dejan en paz, y yo me puedo dedicar a mi trabajo, la Filosofía o lo que sea” [3].
Su comentario me parece efectivamente algo brutal, sin embargo, cabe preguntarse si una sociedad donde continuamente todo sea objeto de consulta, o todo requiera nuestra implicación directa, es viable, incluso deseable. El 15M sentó las bases de unos procesos fértiles que han influenciado notablemente esta segunda transición política a la que asistimos. Pero, ¿pueden sus métodos mantenerse en el tiempo? Según mi experiencia, la voluntad transformadora, la búsqueda de un sentido y un común urbano, la necesidad del “otro” como ente imprescindible en una vida cotidiana rica, o la generación de esferas [4] o espacios afectivos, son motivaciones lo suficientemente fuertes como para mantener el tono participativo de una comunidad. Ello no quita que la extenuación o, simplemente la necesidad de supervivencia (o de vida más allá del colectivo), ponga en riesgo el grado de implicación en los procesos de implicación civil.
Pero no es ahí donde quiero ir. Como decía, asistimos a un giro de 180 grados aparente en las políticas urbanas de las “ciudades del cambio”. El sociólogo ha pasado de ser una figura secundaria a integrarse en el “star system” de la ciudad. Una suerte de gurú mediador, poseedor de las claves y métodos. A su vez, el arquitecto y urbanista, se ha desprestigiado y estigmatizado por su complicidad en una burbuja inmobiliaria de la que no todo el mundo participó. Así, asistimos a una lluvia de mapeos, sociogramas, flujogramas, diagnosis participativas, informes, talleres participativos…, una montaña de valiosísimos post-its que celebran y glorifican la “parole habitante” (palabra del habitante) [5].
Pero, ¿dónde queda la traducción de esta información?, ¿dónde queda la ejecución concreta de las propuestas, deseos y demandas?, ¿qué se pierde por el camino?, ¿somos capaces de integrar el proceso participativo y acabar ejecutando un proyecto de excelencia creativa?
Un colega de la profesión, muy escéptico respecto al tema participativo, me hizo una vez esta homología: “Imagina que en una operación a corazón abierto, el cirujano, hace una pausa y propone una asamblea con todo el personal del hospital para decidir si cortar o no tal o tal vena, etc…”
Una vez más me parece que, si bien la broma es tendenciosa e inexacta, (ya que la urbe es un entorno vital complejo, donde el conocimiento ciudadano, es tan válido como el del experto), es cierto que cada agente ha de asumir un rol, acorde con sus competencias. El arquitecto o el urbanista poseen unos conocimientos que lo cualifican para orientar la transformación urbana. No es ni un sociólogo ni un gestor cultural, ni un economista, ni un biólogo ambientalista ni un trabajador social. El proyecto urbano es entonces la coordinación de todos ellos para traducir la información del usuario, véase, la sociedad. Es decir, un proyecto transdisciplinar y participado que, sin duda, supone el enriquecimiento del resultado. Pero también su encarecimiento, ya que esta complejización del método ha de verse acompañada de los medios necesarios para que los procesos no se conviertan en una precarización y devaluación de los profesionales y ciudadanos participantes.
En cierto sentido, asistimos a una fase inicial de participación hipertrofiada donde el énfasis en la diagnosis minimiza las ejecuciones y resultados tangibles. Una fase por otra parte necesaria y deseable. Una coyuntura de la que muchos participamos, pero que, en cierta manera, es el resultado del desencanto de una época pasada, una huida de los modos autoritarios de hacer ciudad, a base de pelotazos urbanísticos y proyectos megalómanos, hacia un renacimiento de las políticas de sostenibilidad urbana, concebida como una disciplina a la vez social, económica, medioambiental, e, inevitablemente, política.
Sin embargo, creo que el reto al que nos enfrentamos actualmente consiste en fundir la dicotomía participación y talento, conseguir integrar ambos conceptos en todos los procesos. No renunciar al proyecto urbano, ni al diseño, ni al rigor técnico para demostrar al arquitecto Oriol Bohigas que, contrariamente a su tesis mantenida en el texto La ciudad no es la gente [6], en donde argumenta que “una construcción participativa del hábitat supondría una devaluación de la profesión de arquitecto y una renuncia al proyecto”, la participación puede integrase en el diseño de la ciudad, contribuyendo a repensar sus prioridades y necesidades para ser traducidas en formalizaciones, ya sean tangibles o procesuales, pero conservando el talento y la complejidad arquitectónica, espacial y experiencial.
En ese sentido, es cierto que nos queda, al menos en España –un país novel en términos de participación–, un camino por recorrer para encontrar la “proporción de mediación” y co-diseño deseables, su acotación y eficiencia para traducir el pulso ciudadano en formas y procesos ricos, excitantes y a la vez rigurosos y efectivos.
Aprender de otros países como Francia, donde la mediación está directamente incorporada en los proyectos, y la sociología urbana, tras mayo del 68, pasó a incorporarse como asignatura troncal de todas las escuelas de arquitectura del país, es algo esencial para no inventar la rueda.
Por otro lado, buscar referentes metodológicos como el de Patrick Geddes, que, hace ahora un siglo, anticipaba conceptos y metodologías de diagnosis y proposición urbanas de sorprendente vigor y pertinencia en la coyuntura actual, me parece imprescindible en el proceso de construcción metodológica: “es el momento – ¡1914! – de la cooperación entre el geógrafo regional, y el higienista, y de ambos con el sociólogo concreto, y el estudio del campo y la villa, del pueblo y la ciudad; y también para la prosecución de sus trabajos, la discusión de ellos en detalle, en conferencias amistosas representativas de los diversos grupos e intereses afectados” [7].
En este sentido, los presupuestos participativos, por ejemplo, son una excelente noticia, un pulso vivo con los designios de los ciudadanos, pero ¿cómo conciliar estos procesos con la visión de conjunto y el potencial transformador del proyecto urbano y de la visión de la ciudad en su globalidad?
La transformación del río Turia de Valencia en los años ochenta, en una gran infraestructura verde fue una decisión apoyada en una demanda social, y amparada por ciertos colectivos de técnicos. Fue una decisión participada, si se quiere, pero cargada de estrategia, diseño –más o menos acertado– y de voluntad política transformadora de largo alcance. Conciliar las micro-políticas y las nuevas gobernanzas con estrategias clave en la visión de la ciudad a medio plazo es otro reto que la sociedad afronta actualmente.
El reciente premio al colectivo de jóvenes arquitectos y activistas Assemble, o el premio Pritzker al comprometido y talentoso arquitecto Alejandro Aravena, contribuyen a cristalizar un zeitgeist, tendente a reorientar la visión de la arquitectura como un servicio a la sociedad con el fin de construir a una sociedad más igualitaria y justa, donde los derechos y libertades sean preservados. Cabe preguntarse, sin embargo, si este renacer participativo, ahora reconocido por el main stream dominante, responde a la coyuntura de crisis y de precariedad económica, y pasará una vez las dinámicas especulativas y desarrollistas retomen su cauce, o si bien este movimiento ha venido para quedarse, y provocar esa ansiada transformación social.
Quiero pensar que, como especie, a pesar de cometer los mismos errores una y otra vez, cada tiempo deja una huella, o un estrato en el sedimento de la evolución social. A modo de espiral ascendente, los problemas y errores se repiten en bucle pero los aprendizajes provocan una cierta mejora al sistema. Eso quiero pensar. En ese sentido, los premios otorgados a estos equipos profesionales suponen un reconocimiento y legitimación a unas formas de hacer, que han permanecido en los márgenes hasta no hace tanto tiempo. Aravena, supone la condensación de una sensibilidad social, incluyendo a la comunidad en los procesos, pero manteniendo a la vez un talento creativo en el diseño arquitectónico.
Algo parecido a nivel local podría suceder con Grupo Aranea, pionero en ciertos aspectos en incorpora procesos y didácticas participativas en sus proyectos, pero con una resolución compositiva y formal de excelencia.
En España, si la participación 1.0 correspondería al escuálido y raquítico, incluso a veces contraproducente (NIMBY [8]) proceso de alegaciones del planeamiento tradicional, y la participación 2.0 se refiere a este momento actual de esplendor y exacerbación de los procesos participativos y de gobernanza compartida, la participación 3.0 correspondería entonces a una maduración del fenómeno participativo, una sedimentación de los conceptos y metodologías en todos los ámbitos de la vida pública, y en los procesos de decisión y gobernanza de lo imprescindible. En realidad se trata, en términos de Bourdieu, de acotar y “estructurar el campo” [9], de definir estructural y formalmente las relaciones objetivas entre las partes y procesos, para provocar transformaciones sociales de calado, que dignifiquen a todas las partes y mantengan la calidad del diseño final: la ciudad, las personas, los usos, los ambientes, la vivienda, el espacio físico…
Para ello, más allá del discurso de la participación digitalizada, que, a pesar de resultar imprescindible, olvida el gap tecnológico de una importante parte de la población, se hace necesario asegurar cuáles son las devoluciones reales a los participantes para no infundir falsas expectativas o desgastar a la comunidad.
En definitiva, encontrar cuál es el espacio, en términos de tiempo y esfuerzo, dedicado al proceso de mediación: si el espacio temporal asignado a la mediación es muy corto se corre el riesgo de desarrollar una pantomima mediatizada. Pero si se magnifica el proceso de participación, las decisiones corren el riesgo de eternizarse.
El uso de la ciudad es la ciudad misma, su contenido la define, y éste ha de ser consensuado y negociado. Pero sin proyecto urbano, sin diseño de excelencia, nos dejamos por el camino lo mejor de una disciplina, la arquitectónica, que si bien ha quedado malparada, después de la crisis inmobiliaria y financiera, se hace necesaria para traducir deseos y dar la mejor forma posible a nuestros escenarios de convivencia.
En ese sentido, creo muy positivas las mejoras que introduce la democracia directa en la sociedad, pero veo que se hace necesario asentar protocolos, mecanismos, formas y grados de gobernanza, así como poner énfasis en los procesos de traducción y formalización de excelencia de la información, para no contribuir, como así ha sucedido con el término “sostenibilidad”, a desgastar antes de tiempo la palabra participación.
En definitiva, participación y talento.
[1] Filósofo y antiguo profesor de la escuela de arquitectura de Grenoble ENSAG, Doctor en sociología.
[2] Nicolas Tixier es profesor de la escuela de arquitectura de Grenoble ENSAG y de la escuela de arte de Annecy ESAAA, es miembro del colectivo Bazar Urbain, director de la Cinemateca de Grenoble e Investigador en el laboratorio CRESSON, dedicado a la noción de ambiente en el medio urbano.
[3] Entrevista al filósofo Slavoj Zizek de Ilya U. Topper de MSur: “Estoy harto de esa izquierda marginal que no solo sabe que nunca llegará al poder, sino que secretamente ni siquiera lo desea”.
[4] Entendiendo esferas según la acepción del filósofo Peter Sloterdijk, como el cobijo o espacio de coexistencia que recrea un espacio protector e íntimo, un intento de reconstruir un espacio de los cuidados tras el estallido espumoso de las anteriores esferas que nos cobijaban como el estado, la religión, la comunidad… (Peter Sloterdijk, Esferas I: Burbujas. Microsferología, Madrid, Siruela, 2014).
[5] Término utilizado por Pascal Amphoux y Nicolas Tixier para sus análisis y propuestas urbanas basadas en el transecto urbano y la deriva participada. (P. Amphoux y N. Tixier, Paroles donnée parole rendues. La marche collective comme écriture du projet urbain. Revue Europe – Architecture et Littérature, nº 20, 2015).
[6] Oriol Bohigas, La ciudad no es la gente, Revista de Ciudad y Territorio. Ministerio de Fomento, 2011.
[7] Los trabajos de Patrick Geddes en India entre los años 1914 y 1924 ofrecen un abanico de metodologías y propuestas que podrían leerse como antecesoras de lo que hoy denominamos participación ciudadana, el análisis transdisciplinar de la ciudad, o del enfoque ecológico y sostenible del planeamiento urbano. (Jaqueline Tyrwhitt, eda., Patrick Geddes in India, 1914-1924, Londres, Humphries, 1947).
[8] Tradicionalmente una parte de las alegaciones al plan expuesto a exposición pública ha consistido en alegaciones realizadas por movimientos vecinales reactivos (en inglés: Not In My Back Yard) cuyo interés individual, muchas veces opuesto al interés colectivo, es la única motivación que les mueve a participar.
[9] Campo, según Bourdieu, es un espacio social de acción y de influencia en el que confluyen relaciones sociales determinadas. Estas relaciones quedan definidas por la posesión o producción de una forma específica de capital, propia del campo en cuestión. (Pierre Bourdieu, Campo intelectual y proyecto creador, Les Temps Modernes, nº 246, 1966).
Imagen de portada: Propuesta traducida del Parque de Loriol, Francia, desarrollado por el autor junto con el colectivo Bazar Urbain y De l’Aire. Foto del autor, 2015.