Las culturas asiáticas defienden que un hogar no es sólo donde estás, sino también quién eres. Las relaciones que experimentamos con los espacios que habitamos están influenciadas por nuestra identidad y, al mismo tiempo, la definen. Todos desarrollamos sentimientos hacia los lugares donde nacemos y vivimos, el denominado “attachment” o apego al lugar, que nos impulsa a permanecer próximos a ellos. Pero, ¿qué pasa si debemos dejarlo?, ¿qué ocurre con nuestro “hogar”?
Oviedo. Volver a mi ciudad natal me produce una mezcla de orgullo, nostalgia y desconcierto
Al irnos, nuestra memoria guarda el recuerdo de la ciudad que abandonamos en una especie de “cúpula de cristal”. Permanece congelada en el instante en el que la hemos dejado y tendemos a idealizarla. El problema surge cuando regresamos a ella y nos damos cuenta de que ya no somos los mismos. Descubrimos que ha evolucionado sin nosotros, y las costumbres, las personas o, a veces, incluso las plazas o barrios, ya no son los mismos. Las calles nos resultan familiares pero ajenas. Ni la ciudad ni nosotros somos los de antes y ya no nos sentimos tan cómodos ni nos identificamos de igual manera con ella. Experimentamos nostalgia y deseamos volver al lugar donde ahora vivimos y que comenzamos a idealizar; pero el sentimiento general es la sensación de que no pertenecemos a ningún territorio y no sabemos dónde está ahora nuestro hogar. Esta sensación, que incluso puede producirnos ansiedad, miedo, insomnio o apatía, se denomina “choque cultural reverso”. Gabriel García Márquez 1 lo reflejaba perfectamente en su novela, “Cien años de soledad”, cuando Ramón Vinyes regresa a España:
«Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuánto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.»
Esta sensación no dura para siempre. Si nos quedamos, volveremos a sentirnos parte de nuestra ciudad de origen; si regresamos, nuestra identidad irá construyéndose allí donde estemos. Sin embargo, los que hemos vivido en multitud de ciudades diferentes entramos en una dinámica en la que ya nada es “casa”. Sentimos que no tenemos ningún lugar al que regresar. Nuestra memoria ha creado un mapa psicogeográfico compuesto por todas las ciudades en las que hemos vivido. Se trata de coordenadas mentales a las que nos gustaría poder regresar, recuerdos congelados de los hogares que hemos ido creando. Pero, irreversiblemente, el tiempo pasa y, como recitaba Joaquín Sabina2, “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.
Cuando pensamos en el concepto “hogar” nos viene a la mente una especie de collage de todos esos lugares, una mezcla de experiencias, arquitecturas y personas, una ciudad que no existe. Y así es como nos convertimos en nómadas, en viajeros eternos. Queremos estar continuamente en otro lugar. Sufrimos una especie de ansiedad en la que siempre nos falta algo, la necesidad de experimentar nuevos sabores, de disfrutar de diferentes amaneceres, de pertenecer a otras culturas, de recorres horizontes y conocer a otras personas.
Thailandia, “I love you”. En los viajes, desconocidos se convierten en familia al poco tiempo
Lo paradójico es que no renunciamos a la creación de un hogar. En cada mudanza sentimos –y deseamos– que será la última, y tratamos de construir un lugar al que siempre regresar tras cada viaje. Lo solemos conseguir. Nos resulta fácil adaptarnos a nuevas culturas o ciudades, construir un pequeño refugio en una inconmensurable ciudad. Aprendemos a vivir con lo esencial. Experimentamos cada momento, cada encuentro con una intensidad tal que enseguida desarrollamos un apego especial con el nuevo lugar. El problema es que no dejamos de buscar y, al irnos de nuevo, perdemos la oportunidad de regresar. La ciudad habrá cambiado, nosotros habremos cambiado.
Un bar abandonado de Londres, uno de mis hogares construidos
He vivido en multitud de ciudades con climas, ritmos y personas diferentes. A pesar de esto me he identificado rápidamente con ellas. Todas –y ninguna– son mi hogar. Con el tiempo dejamos de preguntarnos si algún día tendremos un lugar al que regresar. Comenzamos a sentir que unas pocas personas son “casa”, que el hogar esta junto a quien amamos y nos sentimos en él allá donde nos acompaña.
Experimentamos la ciudad mediante dos realidades paralelas, recorremos sus calles desde los recuerdos y con nuestra peculiar atención. Sufrimos de nostalgia, pero no la cambiaríamos por los atardeceres que hemos disfrutado ni los kilómetros recorridos. Merece la pena viajar, merece la pena derivar por el mundo construyendo hogares. Somos un poco de todos ellos. Somos nómadas urbanos. Somos CIUDAD.
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1 GARCÍA MÁRQUEZ, GABRIEL (1967). Cien años de soledad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
2 Verso perteneciente a la canción “Peces de ciudad” (2005)