La Semana Santa andaluza entendida como fenómeno procesional es una realidad inseparable del florecimiento de las cofradías denominadas de penitencia y sangre. Estas asociaciones, mayoritariamente de seglares, tuvieron y tienen como función específica realizar estación de penitencia en los días de Semana Santa, pero en cuanto a su naturaleza comparten con el conjunto de la realidad confraternal la promoción del culto (en este caso a la Pasión de Cristo) y la labor benéfica en favor de sus asociados. Por supuesto, se trata de un fenómeno poliédrico y además vivo, que admite diversos registros de interpretación; aquí nos ceñimos al histórico para la época moderna, asumiendo que la religión se hallaba entonces inculturada y, por tanto, era patrimonio de la comunidad en su conjunto. Su dimensión festiva era incuestionable, y en particular su capacidad para invadir la calle y romper la rutina laboral cotidiana.

La práctica procesional en Semana Santa era ya habitual en la Baja Edad Media, tal vez como derivación de prácticas devotas muy extendidas: la dramatización de la Pasión y Muerte de Jesús como complemento a la liturgia de los días santos, la creciente devoción a la figura de Cristo en su más descarnada humanidad (con expresiones bien elocuentes en el campo del arte) o la imitación de la senda dolorosa de Jesús, recreando el vía crucis o “calle de la amargura” con la mayor fidelidad posible a los santos lugares de Jerusalén. En este último campo, sin descartar los otros, la orden franciscana tuvo un protagonismo esencial a la hora de velar por la correcta implantación de las llamadas “vías sacras” allí donde eran solicitadas. La teología, la mística y en general la literatura devocional resaltaron los misterios de la Pasión.

La Iglesia admitía estas manifestaciones externas de piedad como extensión de la liturgia de los días grandes de la Semana Santa, es decir el Trisagio Sacro, que engloba los oficios del Jueves, Viernes y Sábado Santo, día éste en el que se conmemoraba ya la Resurrección. Además de los actos litúrgicos, era costumbre aderezar esas jornadas con conmovedores sermones dirigidos a los fieles para provocar su conversión, como los del Mandato, de la Pasión, de las Siete Palabras o de la Soledad de María, sin contar con ceremonias paralitúrgicas como el desenclavamiento de la cruz. De esta forma la oratoria reforzaba la liturgia, y a ambas se añadían en lógica continuidad las procesiones por las calles, junto a la labor de las hermandades sacramentales en el ornato y vela del monumento eucarístico del Jueves Santo.

Las procesiones se realizaban inicialmente en las jornadas de Jueves y Viernes, a lo sumo el Sábado de Gloria, pero con el tiempo este marco temporal se amplió y los desfiles procesionales fueron ocupando las restantes jornadas de la semana, comenzando por el Domingo de Ramos –en el que sí existía la procesión de las Palmas, enraizada en la liturgia de ese día- para concluir con el Domingo de Pascua (de Resurrección). Este fue un proceso progresivo que en la época moderna sólo se observa en grandes ciudades, extendiéndose al resto de localidades ya en época contemporánea, especialmente en el siglo XX.

Pese a esos antecedentes medievales y a una mal conocida práctica penitencial en el siglo XV y tal vez en el XIV, exaltada por el “discurso de los orígenes” (inmemorialidad) tan asentado en el ámbito cofrade, la Semana Santa propiamente dicha es deudora de la procesión de disciplinantes y ésta, con algunos precedentes, arranca de la devoción a la Vera Cruz de Jesús y de las cofradías de ese título. Bien en su origen o poco después, según las ciudades, esta modalidad confraternal se relaciona inequívocamente con la orden franciscana, principal valedora de una devoción extendida por toda España, aún en pueblos recónditos, y que en la mayoría de los lugares constituye la cofradía penitencial más antigua.

La eclosión procesional así definida tiene lugar a partir del vivae vocis oraculo del papa Paulo III en 1536, en cuya consecución tuvo gran protagonismo la orden seráfica. Venía a sancionar el ejercicio piadoso de la disciplina pública en la noche del Jueves Santo, mediante la consecución de indulgencias. De ese modo se hacía recomendable una práctica largamente cuestionada por teólogos como Jean Gerson o por asambleas como el Concilio de Constanza, a raíz de la proliferación de flagelantes en la Baja Edad Media. La imagen sagrada no resaltaba en demasía y con frecuencia se usaban sencillos crucifijos e incluso imágenes de gloria de María revestidas de luto y dolor. Y las celebraciones de la Vera Cruz no se limitaban a la Semana Santa, destacando también la festividad de la Invención de la Santa Cruz (3 de mayo).

Sobre ese modelo el avance de la Semana Santa procesional fue imparable y aún más desde la clausura del Concilio de Trento, que diseñó una estrategia de exaltación religiosa como herramienta de afirmación de la catolicidad e instrumento catequético, conectando estrechamente con las manifestaciones externas de las cofradías, en particular las penitenciales. La enorme proyección de las imágenes sagradas, de las prácticas rituales, de los ejercicios devotos y de los sacramentos (en este caso, la confesión y comunión era exigencia para los cofrades antes de realizar su pública estación de penitencia) favorecieron ese proceso expansivo hasta límites insospechados. En la geografía andaluza, en ciudades y pueblos, la Semana Santa estaba ya plenamente arraigada con un sobresaliente respaldo popular a finales del siglo XVI. Las órdenes religiosas (mendicantes sobre todo) contribuyeron sobremanera a este proceso, pero también surgieron muchas cofradías de sangre en parroquias e incluso en ermitas u “hospitales” propios de aquellas corporaciones.

El modelo procesional más extendido era el derivado de la Vera Cruz, con sus penitentes vestidos de blanco con la espalda desnuda y el rostro cubierto. Básicamente se trataba de la autoflagelación, de forma que lo importante era que resaltase la sangre, sobre túnica y pavimento. Muchas cofradías de las más diversas advocaciones adoptaron esta práctica procesional que se entendía como una catarsis colectiva. Lo normal es que los disciplinantes fueran miembros de la cofradía en la que participaban y, siguiendo sus reglas, asumieran voluntariamente ese sacrificio. Pero fue frecuente la presencia de cuadrillas de disciplinantes que alquilaban sus servicios a una u otra cofradía, según su conveniencia.

Otro modelo procesional lo introdujeron las cofradías de Jesús Nazareno en torno al último tercio del siglo XVI. Esta advocación fue fomentada por órdenes religiosas diversas, como dominicos y carmelitas descalzos; en este último caso destaca la influencia que San Juan de la Cruz pudo tener sobre un modelo de imitación de Cristo basado en el seguimiento no cruento, que se plasma en hermanos de hábito generalmente morado con la cruz al hombro detrás el paso de Jesús Nazareno. Estas procesiones de “las cruces” acabaron teniendo un gran arraigo en toda Andalucía y en ellas la imagen sagrada jugaba ya un papel destacado.

En uno y otro modelo procesional participaban “hermanos de luz”, destinados a alumbrar el recorrido con sus hachas o cirios. Se potenciaron en el siglo XVII, cuando se conforma la “procesión barroca”, completamente centrada en las imágenes y las andas en que se portaban, de pequeñas dimensiones pero cada vez más ornamentadas. Los nazarenos con su ofrenda de cera y los portadores de los pasos (con distintos nombres, horquillero, cargador, costalero, correonista, andero…) son piezas claves en esos cortejos, que cada vez se fueron enriqueciendo más y más con elementos figurativos y simbólicos, como personajes bíblicos y sibilas, ángeles y pasos alegóricos, “incensarios”, “apóstoles” y soldados romanos (“armaos”), “cuarteles”, “vegas”, “judeas”, “chías” y diverso tipo de acompañamiento musical (eran muy generalizadas las capillas musicales), no faltando la presencia de soldadesca, así como de insignias, cada una con su peculiar significado, como por ejemplo el simpecado. Se ganó en ornamentación y en ritualismo, fiel expresión de la llamada “Contrarreforma”, en teatralidad y espectacularidad, no faltando encuentros de imágenes y bendiciones sobre la multitud. La procesión en forma de entierro (de Cristo) en la tarde del Viernes Santo expresa bien esa tendencia a la barroquización, con abundante número de nazarenos de negra túnica. Ya en la centuria decimonónica se convirtió en muchos lugares en procesión oficial, con la presencia de autoridades, cuando no en procesión única, desvirtuando por mandato superior la esencia tradicional de la Semana Santa andaluza.

Esta consistía desde fecha temprana en la presencia en cada cofradía de dos pasos, uno alusivo a alguna imagen de Cristo o escena de su pasión (con varias figuras que dramatizaban el misterio representado) y otro con la imagen de la Virgen Dolorosa, con el paso del tiempo bajo palio. Las advocaciones de Jesús y de María fueron proliferando como modo de distinguir a una corporación de las otras. Ya en época moderna se hallaban títulos muy extendidos, como Nazareno, Cautivo, Ecce-Homo, Veracruz, Sangre, Pasión, Humildad (y Paciencia), Expiración o Entierro entre los Cristos, y Dolores, Soledad, Angustias, Lágrimas, Amargura o Esperanza entre las Vírgenes. La nómina advocacional crecía sin cesar, como también la presencia de San Juan y otros apóstoles, la Magdalena, la Verónica e incluso santos de las correspondientes órdenes religiosas. El modelo dual no era exclusivo y hubo una tendencia a aumentar el número de pasos en algunas localidades, sobre todo desde mediados del siglo XVII. Incluso en el seno de algunas cofradías se instituyeron escuadras o secciones filiales para el culto de esas imágenes que iban en aumento. Lo local tenía un peso esencial en las prácticas cofrades.

El esplendor artístico de la Andalucía barroca dejó su sello en el ámbito de la Semana Santa, de forma que a caballo entre los siglos XVII y XVIII se renovó buena parte de la imaginería procesional de las antiguas cofradías, además de surtir a las nuevamente creadas; destacaron las escuelas sevillana y granadina junto a multitud de focos artísticos diseminados por toda la región. El fenómeno fue de tal magnitud y calado social que desde entonces la Semana Santa andaluza presenta una impronta inequívocamente barroca, naturalista y cercana al fiel como lo muestra la proliferación de imágenes de vestir. En esa Andalucía barroca ciudades como Jerez, Cádiz o Granada superaban la decena de cofradías penitenciales, Córdoba se aproximaba a la veintena, varias decenas se contaban en Málaga y en torno a cuarenta en Sevilla. Su itinerario, no siempre con lugares obligados de paso para todas como estableció el Sínodo hispalense de 1604, consistía en hacer estación en diversos templos, por ejemplo cinco estaciones en recuerdo de las llagas de Cristo.

Las cofradías penitenciales fueron, en general abiertas, incluso aquellas que tuvieron un origen étnico o gremial (también las hubo de “gente principal”), aunque era frecuente exigir buena fama y costumbres, y más raramente limpieza de sangre, para ingresar. Al frente de estas cofradías se encontraba un hermano mayor o prioste y un mayordomo (con el tiempo llegaron a ser dos o más en muchos casos), encargado de los asuntos económicos; se rodeaban de otros cargos como diputados, consiliarios, seises o alcaldes, “padre de almas” (para el cumplimiento con los difuntos), albacea e incluso camarera, además lógicamente de la dirección espiritual y la supervisión que correspondía a algún eclesiástico, regular o secular según la sede. En todo caso, constituyen un marco de encuadramiento social de los fieles con un alto valor de representación y la defensa de una autonomía que generó singulares privilegios (por ejemplo, indulgencias) junto a sonados pleitos. Por lo general, se contempla la presencia de “cofradas”, aunque en la práctica cotidiana la mujer se encontraba fuera de los órganos rectores y su participación en la procesión se establecía apartada de los varones.

El culto procesional en Semana Santa es el aspecto específico de estas cofradías penitenciales, pero dedicaban un notable esfuerzo a la solidaridad mutual de sus asociados. Ese dispositivo, exigencia de la caridad cristiana, aparece más desarrollado en el siglo XVI, con especial atención al cofrade enfermo, al encarcelado y, por supuesto, al difunto, que culmina en la asistencia corporativa a su entierro. En los siglos posteriores el mutualismo cofrade se fue centrando casi exclusivamente en esos servicios funerarios, que lógicamente se acompañaban de misas y oraciones por el alma de los cofrades difuntos y de sus familiares.

La Semana Santa andaluza, como en el resto de España, estuvo sujeta a la atenta mirada de la autoridad eclesiástica que ya desde el siglo XVI dictó normas restrictivas dirigidas a preservar la pureza del mensaje religioso y la superioridad jerárquica, evitando la “competencia” de las procesiones con los oficios litúrgicos, el ayuno o la vela del monumento del Jueves al Viernes Santo. Los gobiernos ilustrados del siglo XVIII también se ocuparon del ámbito de la religiosidad popular en aras de una religiosidad más depurada y de ellos emanaron disposiciones que afectaron a la Semana Santa, como la célebre prohibición de disciplinantes y empalados bajo el reinado de Carlos III, junto a las exigencias legales para la supervivencia de las cofradías. De este modo, los patrones procesionales populares, acusados de excesos y superficialidad, fueron cada vez más arrinconados al terreno de lo castizo, cuando no de lo fanático y supersticioso. En este caldo de cultivo la llamada “desamortización de Godoy” y la invasión napoleónica afectaron gravemente al patrimonio cofrade. Con la exclaustración muchas cofradías se perdieron, supervivieron las fundadas o trasladadas a parroquias. La merma de la nómina cofrade hizo en algunos lugares desaparecer el fenómeno de la Semana Santa procesional y en general languideció durante algunas décadas entre acusados altibajos, mostrando unos bríos renovados a partir de la época de la Restauración, moldeada ya por la uniformización cultural burguesa. Esa capacidad de adaptación a tiempos y circunstancias ha sido una tónica general en la trayectoria de la Semana Santa y de las corporaciones nazarenas que la alientan.

Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz

Bibliografía

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