El retablo mayor de la iglesia de San Jerónimo de Granada constituye sin duda alguna una de las piezas señeras de la retablística andaluza e hispana de la Edad Moderna, tanto por la impronta clasicista de su arquitectura como por la confluencia en él de diversos maestros formados en el manierismo romanista de Sevilla y Granada, justo en la etapa de transición del idealismo renacentista al primer naturalismo barroco. Se realizó como parte del alhajamiento de la capilla mayor de aquel templo, construida como panteón de don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y su esposa doña María Manrique, duquesa de Sesa, construida entre 1523 y 1543 en lo sustancial por Jacobo Florentino el Indaco y Diego de Siloe.

Su compleja historia arranca en 1576, cuando se concertó un primer contrato con el pintor Juan de Aragón, modificado en 1579 bajo el diseño de Lázaro de Velasco, y, finalmente, ampliado en 1603 según trazas de Pedro de Orea, haciéndose cargo del ensamblaje de esta última fase Diego de Navas y de la pintura Pedro de Raxis. Aunque no están documentada su autoría, la primera fase de la obra se ha atribuido al sevillano Juan Bautista Vázquez “El Mozo” y al granadino Melchor de Turín o Torines, mientras que lo ampliado y reformado a principios del siglo XVII (el sotabanco, el cuarto cuerpo, el ático, las esculturas de San Benito y San Bernardo, así como los relieves de la Presentación de Jesús y la Adoración de los Pastores) se asignaría al núcleo granadino de Pablo de Rojas. Se ha propuesto también la intervención del enigmático Rodrigo Moreno, que habría sido maestro de este último escultor, para la primera fase, y de Diego de Aranda el Mozo para la segunda. La efigie de la Inmaculada del segundo cuerpo es posterior, tallada por Antonio de Sala en 1697.

Se trata de una grandiosa maquinaria compuesta de sotabanco, banco, cuatro cuerpos y ático. Queda organizada en nueve calles separadas por columnas, las dos finales de cada lado quebradas, para adaptarse a la estructura ochavada del testero de la iglesia. La escultura es exenta en las calles extremas y en las que flanquean a la central -más estrechas, concebidas prácticamente como entrecalles-, amén del Calvario del cuarto cuerpo y santos a los lados del Padre Eterno, en el ático, mientras que los tableros en relieve se enseñorean en banco, sotabanco y calles restantes. Cuenta, además, con el añadido de esculturas alegóricas y de la heráldica de los mecenas en los remates, así como sus imágenes orantes en las esquinas inferiores; todo ello, en una perfecta organización de órdenes arquitectónicos superpuestos (dórico, jónico, corintio y compuesto) y con una riquísima ornamentación, que sigue de cerca en lo formal y lo simbólico el esquema del prototipo áulico del retablo de la Capilla Real de Granada, con un carácter aún más monumental y clasicista.

Desde el punto de vista iconográfico se ha interpretado el conjunto por Martínez Medina como un programa cristológico-salvífico que refleja el misterio de la Redención, muy apto para un lugar concebido como panteón de la gloria póstuma, a través del más completo ciclo de la vida de Jesucristo del arte granadino, tras el representado en las vidrieras de la capilla mayor catedralicia. Hay que resaltar, de nuevo, al respecto, la coincidencia de intereses con los talleres imperiales de la ciudad.

El programa cristológico del retablo arranca en el primer cuerpo con la Vida Pública de Jesús, a través de la Adoración de los Pastores y la Epifanía. Se omite la Vida Pública en el segundo, que tiene carácter mariano, centrado en la devoción de la Inmaculada Concepción como advocación de la iglesia jerónima y acompañado de los temas de la Anunciación y Presentación de Cristo -éste, más en función de la Purificación de la Virgen que de la figura de Jesús-. El tercero y cuarto se dedican a la Pasión: uno con los relieves de la Oración en el Huerto, Prendimiento, Jesús orando antes de la Crucifixión y Descendimiento, acompañado de las esculturas de Jesús a la Columna y el Ecce Homo; y, el otro, con la Ascensión de Cristo,  Pentecostés y el grupo del Calvario bajo el Padre Eterno, que da fe de la verdad de todo lo representado.

En torno a estos temas se articulan los demás personajes. Cabe mencionar desde este punto de vista la gesta histórica, representada en las figuras orantes de don Gonzalo Fernández de Córdoba y doña María Manrique, con sus escudos de armas, así como la dimensión simbólica efigiada en las Virtudes Teologales (Fe, Esperanza y Caridad) y Cardinales (Prudencia, Fortaleza, Justicia, Templanza) del ático.

A ellos hay que hay que añadir una larga lista de figuras hagiográficas, masculinas y femeninas, como espejo de los valores caballerescos y espirituales de los fundadores. Así, en el sotabanco,  las parejas de Esteban y Lorenzo, Cosme y Damián, Úrsula y Susana, más María Egipciaca, como referencias a lo sanador, lo martirial, la penitencia o la obediencia, amén de los santos caballeros Constantino y Martín. Los fundamentos de la Iglesia quedan reflejados en el banco: los cuatro Evangelistas, junto a las parejas de Santos Padres formadas por Jerónimo y Agustín y Ambrosio y León -éste en lugar del habitual Gregorio Magno-, que alternan con dos grandes oradores: Bartolomé e Ildefonso.

En el primer cuerpo, están los dos grandes pilares de la Iglesia, Pedro y Pablo, relieves de las principescas Margarita y Catalina con Bárbara y los bultos de los fundadores monásticos Bernardo y Benito. En el segundo cuerpo figuran los Santos Juanes -claro guiño a los patronos de la Capilla Real-, santas ejemplares de penitencia y oración (María Magdalena y la pareja de jerónimas Paula y Eustoquia) y los dos grandes fundadores mendicantes: Domingo de Guzmán y Francisco de Asís. El tercero cuenta con la presencia de Jerónimo penitente, como fundador de la orden, y de los apóstoles Santiago y Andrés, los más cercanos a la genealogía de Cristo. Y, en el ático, junto a los temas antes citados estarían los santos Justo y Pastor, a cuya parroquia pertenece el monasterio.

En definitiva, se trata de una singular maquinaria, coetánea a otros grandes retablos bajorrenacentistas, salidos del círculo de Juan Bautista Vázquez el Viejo y Jerónimo Hernández, como son los de las parroquiales de la Asunción de Medina Sidonia, Santa María de Arcos de la Frontera o San Mateo de Lucena. Representa la culminación de la tradición escultórica quinientista ligada a las obras imperiales granadinas, de un clasicismo italianizante (Fancelli, Jacobo Florentino, Ordóñez, Siloe) y viene a ser una versión purista del gran retablo plateresco de la Capilla Real, con un similar programa cristocéntrico, aunque con nuevas formulaciones artísticas, pues junto al esteticismo formal de las esculturas de Vázquez el Mozo se observa un incipiente naturalismo y una interpretación retórica de las hagiografías, especialmente en los relieves debidos a Pablo de Rojas.

Autor: José Policarpo Cruz Cabrera

Bibliografía

CRUZ CABRERA, José Policarpo, “En torno al retablo mayor del monasterio de San Jerónimo de Granada: sus artífices, proceso constructivo, iconografía y modelos visuales”, Hispania Sacra. En prensa.

GALLEGO BURÍN, Antonio, Granada. Guía artística e histórica de la ciudad, Madrid, Fundación Rodríguez-Acosta, 1961, pp. 291-293

GÓMEZ-MORENO CALERA, José Manuel, “Evolución de la retablística granadina entre los siglos XVI y XVII”, en GILA MEDINA, Lázaro (coord.), La escultura del primer naturalismo en Andalucía e Hispanoamérica (1580-1625), Madrid, Arco Libros, 2010, pp. 239-272.

MARTÍNEZ MEDINA, Francisco Javier, Cultura religiosa en la Granada renacentista y barroca, Granada, Universidad, 1989, pp. 25-27.

SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo, Técnica de la escultura policromada granadina, Granada, Universidad, 1971, pp. 94-97.