La compleja fiscalidad del Reino de Granada y sus peculiaridades en relación al resto de territorios castellanos quedó patente en la existencia de una serie de rentas específicas y exclusivas de ese espacio geográfico. Son las denominadas Rentas particulares del Reino de Granada: agüela, habices, farda de la mar, renta de la seda y servicios moriscos. Las tres primeras tuvieron un origen e implantación exclusivamente granadinos. Las dos últimas, seda y servicios, estuvieron también presentes en otros espacios controlados por el fisco castellano, pero en el reino de Granada adquirieron unos rasgos tan peculiares en su gestión y recaudación, que pueden ser igualmente adjetivadas como “particulares”.

La agüela, del árabe hispano awàla, tuvo un dilatado recorrido cronológico al recaudarse en época nazarí, mudéjar y morisca. Se trataba de una renta que gravaba el uso y explotación de una serie de bienes inmuebles urbanos, molinos, baños, hornos, tiendas y censos, que eran propiedad exclusiva del sultán. Razón por la que, tras la conquista, los beneficios de este monopolio pasaron a engrosar el patrimonio de quienes fueron sus herederos: los Reyes Católicos. Gracias a esta renta los monarcas llegaron a ingresar, en los primeros años de su recaudación, unos 800.000 maravedíes anuales. No obstante, en 1497, decidieron retener para sí las tres cuartas partes de la agüela, cediendo la cuarta parte a la ciudad bajo el concepto de “propios”. Desde ese momento, esa cuarta parte de la renta de la agüela pasó a ser una de las fuentes principales de financiación de la hacienda concejil. De hecho, sus beneficios permitieron al concejo financiar la infraestructura hidráulica de la ciudad. Por su parte, la Corona ingresó en sus arcas, a lo largo del siglo XVI, una media de 1.200.000 maravedíes anuales. Cantidades nada desdeñables si consideramos que, hasta donde conocemos, la agüela estaba implantada únicamente en la capital del reino, aunque existían rentas muy similares denominadas con otra nomenclatura (rentas de los hornos, de los molinos, de la Alhóndiga, etcétera).

Los Hábices fueron también una renta heredada del fisco musulmán. Se extraía de los bienes inmuebles que distintos particulares, siempre con fines piadosos, habían donado para el sostenimiento de instituciones religiosas como mezquitas, rábidas y alfaquíes, para ayudar a los pobres, al rescate de cautivos o para el mantenimiento de infraestructuras de utilidad pública como puentes, caminos y aljibes. Estas posesiones quedaban vinculadas a la institución receptora de la donación que se financiaba con su arrendamiento. Tras la conquista castellana se mantuvo su sentido originario, pero con la conversión general de 1500-1501 y la desaparición de las instituciones islámicas, todos estos bienes pasaron a ser propiedad de la Corona. A partir de ese momento, una parte de los hábices quedaron bajo control regio, otra, la destinada a las mezquitas, fue entregada a la Iglesia y, el resto, pasó a engrosar el patrimonio de distintos integrantes de la élite cristiano vieja y de los colaboracionistas moriscos, bajo la forma de mercedes y como pago a sus servicios.

La Farda de la Mar se configuró en época mudéjar como una renta extraordinaria, pagada exclusivamente por la población conquistada y residente en la zona costera. En principio, se trató de un ofrecimiento voluntario, cuyo destino era la financiación de las guardas y puestos de vigilancia ubicados en la costa del Reino para alertar de los ataques de los corsarios norteafricanos. Pero realmente, con su pago, lo que buscaban los conquistados era neutralizar la orden dada en 1492 por los Reyes Católicos prohibiéndoles vivir a menos de una legua de la costa, lo que les hubiera obligado a dejar sus explotaciones agrarias y su actividad pesquera. Alcanzado el objetivo, el paso de los años y los pingües beneficios obtenidos de la Farda, transformaron esta contribución voluntaria y sufragada por los mudéjares de las poblaciones costeras, en un tributo pagado por capitación por todos los varones mayores de edad. Más aún, en 1501, tras las conversiones generales, se extendió su cobro a todo el Reino de Granada, sumándose a los pecheros moriscos los cristianos viejos. Esto supuso que, si en los primeros años reportaba a las arcas del fisco un ingreso medio anual de un millón de maravedíes, tras su extensión a todo el territorio y población del reino, este montante ascendió a 1.613.500 maravedíes.

Con los Servicios moriscos, denominados antes de la conversión “mudéjares”, los monarcas recaudaron, mediante el procedimiento del repartimiento, cuantiosas sumas de dinero que fueron destinadas a sufragar principalmente la defensa del reino. El antecedente de esta imposición directa, que sólo afectó a la minoría morisca, lo encontramos en 1495-96, año en el que de forma voluntaria los mudéjares granadinos ofrecieron a los Reyes Católicos un total de 7.200.000 maravedíes. Tres años más tarde, en 1499, serán los propios monarcas los que soliciten el pago de otro servicio por el mismo montante. Tras la conversión general de 1500-1501, durante la primera década del Quinientos, los servicios mantuvieron su carácter extraordinario. Pero a partir de 1511 se configuraron, definitivamente, como una renta ordinaria, encabezada y a pagar cada 6 años, por un importe total de 21.000 ducados. A este servicio denominado “ordinario” se sumará, en 1526, un segundo servicio conocido como “de la obra” y destinado a financiar la construcción en la Alhambra del palacio de Carlos V. Su importe se fijó en 10.000 ducados, cantidad que terminó cobrándose junto al servicio ordinario. Un tercer servicio, calificado como “extraordinario”, se pactó con los moriscos en 1544, en el contexto de la guerra con Francia, aliada del turco. Después de arduas negociaciones, su cuantía se fijó en 40.000 ducados. Pocos años después, se estabilizará en 5.000 ducados anuales. Dinero que ya se destinaría a pagar parte de los gastos generados por el conde de Tendilla. Más allá de su naturaleza puramente fiscal, como rasgo distintivo en comparación al resto de Rentas Particulares, los servicios moriscos se revisten de connotaciones políticas de enorme transcendencia en la historia de la minoría. Ellos fueron la cara visible de una fiscalidad diferencial en la que los pecheros del reino, aun siendo todos vasallos cristianos de un mismo rey, contribuyeron de forma desigual a las arcas del fisco en función de su origen islámico o cristiano. Pero también fueron el vehículo que la minoría halló para negociar con la Corona una política más permisiva con su herencia cultural árabe: lengua, vestidos, danza, etcétera, pues en múltiples ocasiones su concesión quedó ligada al aplazamiento de medidas aculturadoras.

La renta de la seda tuvo un peso e importancia dentro de la Hacienda castellana sin parangón al resto de rentas particulares. Tan solo un dato para avalar esta afirmación: a mediados del siglo XVI suponía el cinco por ciento de sus ingresos ordinarios anuales. Cifra comprensible si consideramos que estamos ante un producto altamente valorado que era fiscalizado desde su producción hasta su comercialización. Dos ámbitos sobre los que pesaban gravámenes diversos que también se recaudaban de forma dispar. Particularidad que hizo de la renta de la seda una de las más complejas en su gestión. Por un lado, su producción se gravaba con el diezmo agrario sobre los capullos y con el derecho de los hornos de seda y otros (como el çumen de las hojas del Moral). Por otro, su comercialización tributaba con el diezmo del marchamo, impuesto que recaía sobre el vendedor que pagaba por la seda ya hilada y que se abonaba por el sello y el aprecio que de ella hacían los oficiales en la Alcaicería; los derechos de oficiales, pagado igualmente por el vendedor, consistía en el pago de seis dineros a los oficiales; Tartir de la seda o derecho sobre su venta, que obligaba al vendedor a pagar dos dineros por libra de seda y, a partir de 1597, tres; El diezmo de la compra, pagado por el comprador; derechos de la saca y lía, que gravaba con un pesante cada libra de seda que fuese revendida; finalmente, el diezmo y medio diezmo de los moriscos de la seda en madeja, impuesto que consistía en un quince por ciento del valor de aquella seda que cruzaba los límites del reino de Granada hacia Castilla. A todos impuestos se sumaba, cuando la seda se exportaba fuera de Castilla, el almojarifazgo. La gestión de tan compleja tributación así como su comercialización se controlaba desde las alcaicerías. Establecimientos que en 1494 los Reyes Católicos reinstalaron en Granada, Almería y Málaga. Desde ese momento los arrendadores mayores que controlarán la renta serán judeoconversos.

Autora: Amalia García Pedraza

Bibliografía

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