No es extraño encontrar imágenes y referencias que hacen de la Monarquía Hispánica el paradigma de la intolerancia religiosa, del inmovilismo ideológico y del uso tiránico e indiscriminado de la fuerza sobre unos territorios oprimidos. Si bien es una opinión que ha calado fuerte en el imaginario colectivo, compartida entre los seguidores de la historiografía tradicional y del nacionalismo más militante, los orígenes de esta interpretación hay que buscarlos fuera. La mayoría de discursos hispanófobos que alimentaron la Leyenda Negra a lo largo de la Edad Moderna, nacidos de las que entonces eran sus principales potencias rivales en la lucha por la hegemonía, subrayaban la disposición de la Monarquía Hispánica al control de las conciencias y la imposición del dogma católico a través del Tribunal del Santo Oficio y sus crueles procedimientos. Cabe señalar, no obstante, cómo el clima de confesionalidad religiosa y de represión de la heterodoxia no constituía una particularidad del caso hispánico, sino que resulta algo generalizado a lo largo y ancho de una Europa que en los siglos XVI y XVII se hallaba azotada por conflictos religiosos derivados de la difícil convivencia entre distintos credos. La aplicación de la fórmula cuius regius, eius religius y la identificación de la religión como una herramienta al servicio del poder político del príncipe abrieron importantes fracturas confesionales en el interior de territorios que, como Francia o Alemania, experimentaron los duros efectos de una problemática coexistencia. Además de en la Península Ibérica, también en Inglaterra la diferencia religiosa fue contestada con represión, mientras que la realidad de las Provincias Unidas dejaba mucho que desear en cuanto a la práctica de una absoluta y completa tolerancia. En este sentido, la continua diáspora que tuvo lugar por parte de individuos y grupos que, huyendo de sus lugares de origen por motivos religiosos, buscaron refugio en los territorios hispánicos, de alguna manera nos impide poder considerar la intolerancia y la política confesional como un rasgo exclusivo de la Monarquía Hispánica y sus instituciones.

Por otro lado, la Monarquía Hispánica no fue únicamente el lugar de acogida de exiliados católicos ingleses o franceses que se desplazaron en busca de la protección y el amparo de la Corona. La vitalidad económica de sus territorios, en los que se ubicaban algunos de los centros mercantiles y financieros más activos y de mayor peso a nivel global (Sevilla, Lisboa, Milán, Amberes…), favoreció la afluencia masiva de extranjeros en busca de nuevas posibilidades de negocio, enriquecimiento económico y ascenso social. Andalucía fue uno de los territorios, aunque no el único, donde más fuerza tuvo la circulación y el establecimiento de grupos extranjeros que, procedentes de Inglaterra, Francia o los Países Bajos, se sintieron atraídos por las nuevas expectativas que se abrían con el establecimiento del monopolio y la posibilidad de entrar en contacto con mercados y productos americanos a través de Sevilla y otros puertos de la fachada atlántica andaluza. A lo largo del siglo XVI el volumen de población de origen extranjero residente en estos centros no hizo sino aumentar, dando lugar a la presencia de unas comunidades foráneas que no tardarían en organizarse a través del establecimiento de sus propias instituciones y espacios corporativos. El elevado número de individuos dedicados al comercio dentro de estos grupos justifica la rápida aparición de representantes mercantiles en su seno. Así, los primeros cónsules de la nación francesa se nombraron en momentos tan tempranos como 1575 (Cádiz), 1578 (Barcelona) o 1581 (Sevilla), seguidos de cerca por los ingleses, quienes para finales del siglo ya contaban con colegios y espacios propios en Valladolid y Sevilla. Sin embargo, el peso creciente de las comunidades extranjeras, especialmente en los puertos peninsulares del Atlántico y del Mediterráneo, pronto levantó sospechas y recelos entre los tribunales inquisitoriales, ante los riesgos que su presencia traía consigo para el mantenimiento de la más estricta ortodoxia. La consideración del extranjero como una amenaza para la fe católica y como instrumento de difusión y proselitismo de las ideas luteranas se halla en la base de fuertes mecanismos de represión y control inquisitorial que las comunidades foráneas hubieron de padecer, especialmente durante la segunda mitad del siglo XVI.

Durante la primera mitad del XVI la represión de seguidores de la postura de Lutero por parte de la Inquisición existió, si bien tuvo un papel secundario. En paralelo con la llegada progresiva de extranjeros, las acusaciones y reconciliación de luteranos extranjeros se dieron de forma excepcional, especialmente en los territorios próximos a la frontera pirenaica. Episodios de condenas y arrestos de protestantes se dieron sobre todo en Cataluña, Aragón y el País Vasco, donde el aumento progresivo de las comunidades francesas despertaba una preocupación cada vez mayor. Sin duda, la situación de estos grupos se complicaba no solo al hilo de las circunstancias locales, sino también como consecuencia de un contexto europeo donde el conflicto entre confesiones no hacía sino agravarse. Muestra de ello es la evolución del propio Carlos V hacia un mayor conservadurismo religioso que poco tenía que ver con las posturas erasmistas de sus primeros años, visible en las instrucciones y consejos que en 1543 entregó al heredero para mantener los reinos fuera de la herejía y combatirla en el interior por medio de la Inquisición.  

No obstante, fue el descubrimiento de focos de luteranismo en Valladolid y Sevilla a partir de 1557 lo que hizo que saltaran las alarmas y se diera comienzo a una represión sistemática por parte de los tribunales inquisitoriales, en su intento por contener una doctrina reformada que parecía ser capaz de propagarse entre la población autóctona. El hecho de que los procesados por luteranismo durante las persecuciones que tuvieron lugar en Sevilla y Valladolid fuesen individuos naturales y no extranjeros, no sirvió para aflojar la presión sobre los foráneos. Por el contrario, en paralelo a la puesta en marcha de estrategias como la censura de libros o el control de las formas de religiosidad local, el Santo Oficio intentó fomentar el miedo y la animadversión social hacia los extranjeros, a quienes se hacían responsables de actitudes heréticas y de “contaminación” de la fe. A partir de 1560 los esfuerzos inquisitoriales por marcar las fronteras confesionales, pero también culturales, entre la población autóctona y extranjera llevarían a identificar a los miembros de las comunidades francesa, inglesa o flamenca como posibles enemigos de la religión católica, en vista del contacto que estos habían podido tener en sus lugares de origen con las ideas luteranas. Teniendo en cuenta cómo la difusión de esta imagen del extranjero como portador y promotor de actitudes heréticas tuvo lugar en un contexto marcado por el enfrentamiento de la Corona con el protestantismo europeo en múltiples frentes y escenarios (Francia, Inglaterra, los Países Bajos), es fácil entender el resentimiento popular y el elevado número de acusaciones que con frecuencia se dio contra estos grupos durante la segunda mitad del siglo XVI.

En Sevilla el mayor porcentaje de extranjeros condenados por luteranismo lo representaban los ingleses, aunque tampoco faltaron franceses, flamencos y holandeses que sumarían un total de 224 extranjeros procesados entre 1560 y 1599. De ellos, la inmensa mayoría desempeñaban oficios temporales o estaban de paso en la ciudad, destacando el elevado número de marineros que fueron víctimas de estas acusaciones. Normalmente estos procesados pertenecían a los estamentos más humildes de la sociedad y no parecían mostrar un conocimiento profundo de la doctrina reformada, sino más bien una mera adscripción formal basada en ritos y comportamientos de carácter superficial. A través de lo que nos revelan los propios testimonios de estos sujetos que aparecen en los expedientes inquisitoriales, parece poco probable que este tipo de individuos se corresponda con el perfil proselitista que la Inquisición siempre asignó al extranjero, subrayando la tendencia de este a dogmatizar y fomentar el protestantismo entre la población local. En esta línea, parece acertado pensar que la puesta en marcha de los procesos inquisitoriales respondía a una diferencia de ritos y costumbres entre extranjeros y autóctonos que daban lugar a malentendidos, discusiones o burlas que desembocaban en acusaciones de blasfemia o escándalo público. Más que responder a intentos de proselitismo o de ataques directos al dogma católico por medio de justificaciones teóricas o teológicas, en la práctica totalidad de los casos las acusaciones contra estos extranjeros son consecuencia de los problemas cotidianos que nacían de la difícil convivencia entre diferentes ritos y comportamientos, entre dos formas distintas de entender y vivir la religión tanto en lo cultural como en lo social. Los efectos de la diferencia cultural o los problemas del idioma hubieron de pesar muy especialmente sobre los miembros de esta población flotante de origen extranjero, cuya presencia temporal les impidió contar con redes de solidaridad y los hacía más vulnerables a la persecución y el control por parte de los tribunales inquisitoriales.  

Si anteriormente destacábamos la importancia del contexto político europeo y su influencia en la ejecución de una serie de medidas a nivel local contra la población extranjera, cabe destacar cómo el mismo fenómeno también podía darse en otra dirección. En este sentido, el acercamiento diplomático y la firma de tratados de paz con Francia (1598) e Inglaterra (1604) abrió un periodo de paulatino cambio en la situación de las minorías extranjeras en la Península Ibérica. El acuerdo al que Felipe III y Jacobo I Estuardo llegaron a principios del siglo XVII incluía una serie de garantías, pero también de obligaciones y condiciones, por las que el monarca hispano se comprometía a promover entre sus súbditos el buen tratamiento hacia los ingleses residentes en la Península Ibérica o llegados a ella, procurando “que por la referida razón de conciencia no sean molestados ni inquietados contra los derechos del comercio, siempre que no den escándalo a los otros”. Este tratado anglo-hispánico de 1604 favoreció una limitada convivencia confesional que, si bien nunca estuvo exenta de problemas y dificultades, fue posible gracias al respaldo de la Corona y a sus esfuerzos por evitar que la actuación inquisitorial contra los ingleses pudiese empañar las buenas relaciones con Londres. La paz había traído consigo la reapertura del comercio y el aumento de la presencia inglesa en la Península, especialmente en los puertos de la Baja Andalucía. El reconocimiento de la libertad de conciencia para estos protestantes ingleses en la Península, así como la posibilidad de que practicasen sus propios ritos en privado y contasen con lugares propios para su enterramiento, motivó la reacción de numerosas voces que abogaron por una mayor intransigencia en el terreno confesional. Una de ellas fue la de Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, quien en una carta escrita al monarca en la que subrayaba los peligros de que la Corona promoviese el comercio y las negociaciones con ingleses y holandeses recordaba cómo “cuando los ingleses hicieron licencia de entrar en Sevilla y residir en ella osaban hablar en defensa de su secta y vituperar nuestra santa religión”. Y advertía “comen carne los días prohibidos, entierran a los muertos públicamente a su rito, acompañándolos con hacha sin cruz ni sacerdote. Nunca entran en las iglesias ni asisten a ceremonia alguna instituida por la Santa Iglesia. Esto mismo pasa en Alicante y en Denia, y es cierto que pasará en todas las ciudades donde fueren admitidos”. En 1609 la firma de una tregua con las Provincias Unidas abrió la puerta a la presencia de holandeses en Sevilla, Cádiz y otros puertos peninsulares, quienes tampoco se libraron de la sospecha y el control por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas. Algo que, en ocasiones, dio lugar a quejas y tensó las relaciones diplomáticas con La Haya, tal y como sucedió después de que el tribunal inquisitorial hispalense arrestase al holandés Cornelis Hibarset en el verano de 1618.

Como parece, estos atisbos de tolerancia hacia protestantes ingleses y holandeses, frecuentemente señalados a la hora de caracterizar los primeros años del siglo XVII, hubieron de hacer frente a un discurso y unas prácticas inquisitoriales basadas en la intolerancia y la confesionalidad que aún se mantuvieron vivas. La reapertura del conflicto con Inglaterra, Francia y las Provincias Unidas en las décadas siguientes resquebrajó esa tolerancia diplomática y de nuevo afloraron sentimientos de miedo y odio hacia los grupos extranjeros. No obstante, estos sentimientos nunca llegaron a mostrar la fuerza que la Inquisición había conseguido darles en el siglo anterior. En definitiva, las prácticas de convivencia que habían tenido lugar a principios del Seiscientos en los principales centros mercantiles del litoral andaluz y peninsular, pese a lógicos casos de excepción, pusieron las bases de una tolerancia y de un pragmatismo político que, fortalecidos a lo largo del siglo, hicieron del Tratado de Münster el mejor ejemplo de esa evolución. 1648 marcó el principio del fin de las persecuciones inquisitoriales masivas de protestantes y de los conflictos confesionales, promoviendo un modelo de coexistencia religiosa del que la Monarquía Hispánica fue partícipe y que a partir de entonces siempre se mantuvo, con más o menos dificultades, en línea con un proceso de laicización que habría de alcanzar aún mayores cotas en el siglo XVIII.

Autor: Alberto Mariano Rodríguez Martínez

Bibliografía

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