El mundo de la pobreza entraña numerosas dificultades a la hora de establecer una tipología, aunque en principio hay que distinguir tres categorías básicas: pobre, mendigo y vagabundo. Los pobres son los necesitados y los menesterosos (concepción asumida por los contemporáneos: en el siglo XVII Miguel de Mañara consideraba como pobres a todos aquellos individuos que por incapacidad personal o por catástrofes sociales no podían procurarse con su trabajo el sustento), aunque ello no implicaba una carencia total de bienes. Pero esta idea no encierra una connotación negativa, puesto que hay que distinguir entre la pobreza legítima, reconocida y asumida por las autoridades, de la ilegítima, viciosa y perseguida por los poderes públicos. El mendigo tiene una postura más activa, pero, al igual que el pobre, se halla dentro de la sociedad organizada. Los vagabundos, por el contrario, son marginados sociales, y merecedores de la represión. Para la mentalidad cristiana tradicional, la presencia de los menesterosos es un hecho profetizado por Cristo y un factor de equilibrio en la estructura social, y los pobres son considerados representantes de Cristo en la tierra, aunque desde inicios de la Modernidad se asiste a una ruptura con estas concepciones que llegará a su culminación en el siglo XVIII.

El número de pobres existente en la Andalucía del Antiguo Régimen era bastante elevado. En la localidad almeriense de Vera a finales del siglo XVI, el 34,6% de las familias tienen unos ingresos situados entre 0 y 20 ducados, con un 0,9 de la renta total, pudiendo ser consideradas como pobres, en tanto que los pequeños, con unos ingresos situados entre los 30 y los 100 ducados, son el 31,2 de las familias y el 11,7 de la renta total. Las familias a las que podríamos considerar ricas, con unas rentas superiores a los 600 ducados, suponen el 5,4% del total y perciben el 25,4% de los ingresos de la localidad. Artesanos y empleados en la administración perciben rentas muy bajas, en menor medida pequeños comerciantes y gentes de mar, en tanto que eclesiásticos, administradores y comerciantes gozan de una situación desahogada. En muchas ocasiones, estos pobres no se dedicaban a la mendicidad, sino que buscaban desesperadamente la subsistencia desempeñando ocupaciones muy humildes, tal como manifestaran en 1684 las autoridades sevillanas: «Hay muchos hombres, mujeres y muchachos pobres que se aplican a coger espárragos y otras hierbas silvestres, que traen a vender a la ciudad haces de leña, costadillos de paja, ensalada, huevos y otras menundencias de poco valor». Era un mundo sumamente abigarrado. A tenor de los informes remitidos en 1667 por los párrocos hispalenses a Miguel de Mañara, en su seno se encontraban personas principales venidas a menos, mujeres solas o con familiares a su cargo, matrimonios sin recursos y con hijos, trabajadores sin empleo, personas desahuciadas. Había por entonces 4096 pobres en la ciudad, un 88% mujeres y un tercio de éstas viudas. En la misma ciudad, y hacia 1675, se contabilizaban 251 mendigos, el 62% de ellos varones, preferentemente entre los 50 y 80 años de edad y tan sólo la cuarta parte de origen sevillano.

La pobreza no  presenta unas fronteras numéricas claramente delimitadas, y sus perfiles resultan bastante difusos, por cuanto la misma no nos aparece ni mucho menos circunscrita a un sector concreto, más o menos extenso, de la población, antes al contrario, era una amenaza continuamente presente, por cuanto una situación aparentemente desahogada podía fácilmente derivar hacia la miseria ante la muerte, la enfermedad, la crisis de subsistencias, o una mala coyuntura económica. En el próspero Cádiz dieciochesco se encontraba muy relacionada con las oscilaciones sufridas por el tráfico mercantil. Podríamos agregar mil testimonios al respecto, pero baste con indicar que, cuando en 1798 el obispo Antonio Martínez de la Plaza pretendía crear una junta para proporcionar trabajo a los numerosos desempleados existentes en la ciudad, lo hacia en atención de “aquellas clases a quienes la suspensión total del comercio y navegación tiene reducidas a la mayor estrechez

Pero no todos los ámbitos urbanos participaban por igual de la pobreza, lo que nos remitiría al segundo rasgo de la misma, a saber, su focalización geográfica. Y, finalmente, la pobreza es una realidad que golpea, preferentemente, a colectivos sociales muy concretos. Las mujeres, en este sentido, se nos aparecen como un grupo especialmente desfavorecido, habida cuenta de la débil tasa de ocupación femenina y el carácter poco especializado de los oficios por ellas ejercidos (costureras, criadas, sirvientas, etc). Ello provocaba una situación sumamente vulnerable en la que cualquier acontecimiento inesperado podía desembocar en una autentica tragedia vital. Ante todo, la muerte del cabeza de familia. En otras ocasiones el abandono del marido, atraído por el señuelo de una riqueza presumiblemente fácil en las Indias, lo que constituyo un fenómeno bastante frecuente en el Cádiz dieciochesco. Sin olvidar la disolución del vinculo matrimonial ante la separación de sus componentes, que dejaría a las mujeres a merced de una pensión no siempre sufragada por el cónyuge.Un segundo colectivo especialmente proclive a la pauperización vendría constituido por el de la mano de obra poco especializada, que actuaría como un ejercito de reserva laboral en los años de prosperidad, y caería masivamente en el paro en épocas de mala coyuntura comercial.

Pero el estudio de la pobreza se ha ceñido básicamente al análisis de la estructura benéfica, caracterizada por unas claves ideológicas muy distintas de las de nuestros días. Prima ante todo lo espiritual, lo que se refleja en el predominio de las atenciones espirituales sobre las curativas, la desproporción existente entre el número de eclesiásticos y el de profesionales de la medicina, y el carácter conventual de la vida cotidiana de asistentes y asistidos. La admisión está muy controlada, primando los vínculos de influencia social propiciados por las relaciones de patronazgo y las recomendaciones directas, unida a la preferencia por los residentes y vecinos en la localidad, favoreciéndose a los asalariados y a los pobres reconocidos oficialmente como tales e ignorándose a los vagabundos y malentretenidos. Del mismo modo es controlada la exclusión: la licencia para despedir a los enfermos pertenecía a los facultativos pero éstos debían contar con la autorización de los capellanes, por lo que muchos enfermos partían sin haber convalecido, acelerando los médicos la expedición de altas condicionados por el excesivo número de pretendientes.

Sevilla contaba con la red asistencial más nutrida de todas las localidades andaluzas, dedicándose la mayoría de sus centros al recogimiento de pobres, si bien su tipología era muy variada, siendo creados por cofradías, nobles, clérigos, la corona o el municipio. El tipo de recogimiento más completo abarcaba el proporcionar casa, cama y ropa, repartir limosnas, curar a los pobres y enterrarlos. Algunos de estos hospitales estaban controlados por órdenes religiosas sin intervención del ordinario, predominando normalmente el patronato eclesiástico a través del cabildo catedralicio y los priores de algunos monasterios y conventos. El patronazgo suponía la protección del centro, lo que se efectuaba con la elaboración de constituciones y la adjudicación de rentas, y un administrador controlaba el hospital, siendo éste nombrado por los patronos que periódicamente supervisaban su gestión. Los hospitales de cofradías y hermandades eran dirigidos por los propios cofrades y hermanos que nombraban al administrador o mayordomo correspondiente, siendo a veces ocupado el cargo mediante turno. Los administradores de los grandes hospitales solían ser eclesiásticos, y los de aquéllos bajo patronato real y que dependían de cofradías gremiales o de caridad, laicos. Las inspecciones dejaron mucho que desear, y de hecho la existencia de abusos y de apropiación de rentas en provecho propio siempre fue un hecho constatado.

La tipología de estos centros era muy variada. Tendríamos en primer lugar la labor asistencial realizada por instituciones no especializadas en estas tareas, tales cofradías y hermandades y los propios gremios. Destaca al respecto la acción de las hermandades de la Santa Caridad, jugando en Sevilla un importante papel la figura de Miguel de Mañara, que en 1664 planteó la fundación de un hospicio para los pobres inaugurado en 1674, destinándose para su servicio los hermanos de penitencia que serían diez mantenidos por la Hermandad de la Santa Caridad, la cuál, amén de atender al hospicio y el hospital, daba sepultura a los pobres, conducía a los forasteros hasta sus lugares de origen y llevaba a los pobres enfermos a los hospitales para que los curasen.

Era muy importante el papel desempeñado por los patronatos de obras pías, que a veces acumulaban una gran cantidad de recursos económicos: en Cádiz había un total de 71 en 1799, cuyas rentas se elevaban a algo más de 1,6 millones de reales. La finalidad de estas instituciones era muy variada, aunque predominan las actividades de carácter caritativo, siendo muy escasos los destinados a fomentar el culto o cuidar los edificios eclesiásticos. Las acciones asistenciales más corrientes eran el proporcionar dotes para el casamiento de doncellas pobres y huérfanas, el rescate de cautivos de manos musulmanas y el reparto de limosnas a pobres vergonzantes, aunque también se encargaron de conceder dotes a religiosas, otorgar limosnas a presos por deudas o pobres de la cárcel y conceder socorros a parientes del fundador necesitados. Su administración corría a cargo de los cabildos municipal y catedralicio, el obispo, las órdenes religiosas de la urbe e incluso particulares.

El elenco se completaría con centros dedicados especialmente al cuidado de los enfermos y otros que, por el contrario, se centran en el recogimiento de pobres o desvalidos, con una tipología asimismo muy variada: ancianos, niños (los Niños Toribios en Sevilla), viudas (las casas fundadas por Diego de Barrios y Juan Fragela en Cádiz), sacerdotes (hospital de los Venerables Sacerdotes de Sevilla), prostitutas (Casa de San Pablo en Cádiz, recogimiento del Arcángel San Miguel en Sevilla, o la fundada en El Puerto de Santa María en 1782 por un particular), pobres en general, etc.

La existencia cotidiana de todas estas instituciones se veía afectada por numerosos problemas que dificultaban en gran medida la eficacia de la labor asistencial. El nivel de especialización era excesivo, y ello a su vez provocaba una gran proliferación del número de hospitales: en Sevilla existían en el siglo XVI centros específicos para tratar bubas, llagas, calenturas, leprosos, fuego sacro, anormales psíquicos y convalecientes. En estrecha relación con lo anterior, encontramos una escasa capacidad real de muchas de estas instituciones. Un informe relativo a la Granada de 1787 nos muestra que existían en la ciudad los hospitales del Corpus Christi (tres enfermos), de San Sebastián (ninguno), de Nuestra Señora de las Angustias (nueve), del Refugio, de San Lázaro (37 leprosos), de la Encarnación (150 enfermos), de Nuestra Señora del Pilar (36 hombres y 22 mujeres) y de San Juan de Dios (que en 1715 tiene cuatro salas con 50 camas cada una que se dedicaban a fiebres ardientes, llagas y heridas, apareciendo unos 115 enfermos por término medio).

El número de hospitales era desmesurado, por lo que fueron frecuentes las tentativas de reducción: en Sevilla en 1587 una real orden autorizaba al prelado para que realizara la misma, de tal modo que 74 hospitales fueron suprimidos y reducidos a dos: el del Amor de Dios (curación de todas las enfermedades siempre que no fuesen contagiosas ni de llagas ni tumores, admitiéndose sólo hombres) y el del Espíritu Santo (destinado al tratamiento de bubas, llagas y males contagiosos de ambos sexos). La Iglesia era patrona de ambos centros, y los hospitales reducidos fueron la casi totalidad de los que dependían de cofradías y hermandades, que hubieron de destinar sus rentas y propiedades a estas dos grandes instituciones asistenciales (J.I. Carmona García). En Córdoba, empero, donde se fundaron 40 hospitales entre los siglos XIV y XVII, ninguna de las tentativas de reducción tuvo éxito, aunque en 1724 se inauguraba el Hospital del Cardenal Salazar que agrupó a los hospitales de patrocinio capitular, convirtiéndose el nuevo establecimiento en el hospital general de la ciudad. Durante el siglo XVIII muchos de los pequeños hospitales desaparecieron. En Jerez de la Frontera a fines del XVI el número de hospitales fue reducido, solución que se le encargó al beato Juan Grnde, el cual con gran esfuerzo consiguió llevarla adelante, y solamente quedaron tres principales, pensados esencialmente para los pobres de solemnidad.

Fundados en la inmensa mayoría de las ocasiones merced a claúsulas testamentarias, los centros benéficos dependían de sus propios medios económicos para subsistir, sin contar con consignaciones estatales o municipales a no ser en casos excepcionales, y de ello se seguía una situación deficitaria por parte de estas instituciones. En Sevilla, la Casa de los Niños de la Doctrina dependía a finales del siglo XVI en un 80% de las limosnas, en tanto que dos siglos más tarde, el déficit anual de los Hospitales del Espíritu Santo y de la Sangre suponía un 20% de sus ingresos. En el hospital de los Inocentes de Sevilla los ingresos proceden de juros y privilegios, arrendamientos de casas, censos y limosnas de dementes, pero a inicios del siglo XIX las dificultades económicas son crecientes, convirtiéndose las cuotas de los enfermos contribuyentes en el principal ingreso de la institución desde el siglo XVIII. En el Hospital Real de Loja los ingresos procedían de diezmos y de un legado pío, y solamente en el primer tercio del XIX las situaciones deficitarias se convierten en algo común. También los hospitales cordobeses a cargo de las cofradías nazarenas dependían estrechamente de la caridad de los fieles: el de Baena adquiere sus propiedades en un principio por la vía de donación postmortem y en Córdoba las limosnas constituyen la principal fuente de ingresos, procedentes éstas de los cepos dispuestos en las iglesias, las donaciones voluntarias y las mandas testamentarias, observándose cómo el importe de todo ello desciende a fines del XVIII, aunque en los hospitales de Baena, Pozoblanco y Luque el arrendamiento de tierras constituye entre el 20% y el 40% de las rentas. Asimismo, en Cádiz los establecimientos benéficos atravesaban una situación de penuria económica. La Casa de Recogidas, por ejemplo, solamente podía hacer frente a los gastos merced a las continuas limosnas recibidas. En la vecina localidad del Puerto de Santa María el Hospital de la Providencia, según las cuentas de 1771, recibía dos tercios de sus ingresos de las corridas de toros, y la mayor parte del resto de fincas urbanas.

Ello provocaba, de rebote, unas deficientes condiciones sanitarias e higiénicas: en los hospitales sevillanos la enfermería era de un tamaño muy reducido, y no existía separación de los enfermos, sino que éstos se encontraban mezclados sin distinción de dolencias, lo que posibilitaba el contagio mutuo e impedía una curación eficaz, a lo que se añadía una atmósfera viciada ante la ausencia de ventilación y la insuficiencia de luz. Estaban situados en el interior de la ciudad, lo que impedía una correcta ventilación, muchos de ellos junto al río, sus cuadras eran excesivamente largas a fin de acoger al mayor número posible de pacientes, con lo que el aire se viciaba excesivamente y la sala de convalecencia estaba situada en la misma habitación que los enfermos. En el Hospital Real de Nuestra Señora de Loja la higiene era totalmente desconocida, las operaciones quirúrgicas se realizaban sin asepsia alguna, los parásitos pululaban por doquier y se pretendían disimular los malos olores con sahumerios y vinagre.

Estos problemas se agravaban, si cabe, por una administración en muchas ocasiones corrupta e ineficaz. En el siglo XVII se denunciaba el comportamiento de los administradores del Hospital de los Inocentes de Sevilla, puesto que les robaban a los enfermos el sustento y el vestido, de modo que en invierno dormían desnudos o sobre una tabla. Un informe de 1679 mencionaba cómo las habitaciones de los enfermos «eran calabozos oscuros, bajos, profundo el suelo, sin puertas, expuestos a los rigores del tiempo», comiendo los enfermos pan negro y habas cocidas. En el XVIII, no obstante, se asiste a una mejora en la alimentación y el vestuario de los enfermos. En la Casa de Recogidas de Cádiz se denunciaba en 1786 cómo el administrador no llevaba un estado de cuentas y que por su culpa se habían perdido limosnas, viéndose obligado a dimitir de su cargo. Todo ello provocaba un elevado índice de defunciones: en el Hospital del Amor de Dios de Sevilla en la primera mitad del siglo XVII, en torno a la quinta parte de los enfermos ingresados fallecían.

La sociología de los acogidos es un tema que ha sido poco estudiado. En el sevillano Hospital de los Inocentes, destinado a enfermos mentales, más de los dos tercios de los pacientes en el siglo XVIII proceden de Sevilla o sus cercanías, con un elevado número de soldados acantonados en los distintos regimientos militares de Andalucía. Otras fuentes de pacientes son los grupos de conducta desviada procedentes de las cárceles, la Inquisición o recogidos en las calles desnudos o haciendo locuras, procedentes de otras instituciones benéficas (muy pocos) o remitidos por sus familias (la cuarta parte en el siglo XVIII). La mayoría de los enfermos pasa entre uno y cinco años en el centro, falleciendo tan sólo una tercera parte de los mismos, predominando clérigos y criados en el XVII (los grupos que cuentan con patronos influyentes) y militares en el XVIII, predominando progresivamente los enfermos contribuyentes sobre los de caridad.

A diferencia de sus predecesores, los Borbones españoles mantuvieron una actitud represiva hacia la pobreza, y ello se manifiesta en la política seguida hacia los vagabundos: en una Real Orden de 1745 se daba el nombre de vago a todos aquéllos que no tenían oficio, haciendas ni rentas, incluyendo en esta categoría a quienes carecían de oficio, jornaleros, quienes pasaran su tiempo en casas de juego y frecuentaran malos lugares y compañías, amancebados, jugadores y borrachos, los que daban mala vida a su mujer, los portadores de armas prohibidas y los falsos mendigos, apremiándose a las autoridades locales a que recogieran a los vagos y malentretenidos a los que se haría ingresar en el ejército. Nuevas levas de vagos se organizan en 1751 y 1759 con destino a la marina y los arsenales, entre ellos el de La Carraca, donde fueron tratados con suma dureza: falta de higiene, minuciosa vigilancia, hacinamiento en barracones de dos mil hombres durmiendo amarrados a la pared con grilletes y sin mantas, escasa y monótona alimentación, falta de vestido…en la Carraca morían de diez a doce hombres al día. Los vagos solían ser hombres con una edad comprendida entre los 18 y los 40 años, la mayoría pertenecientes al estado llano: jornaleros, labradores, braceros y pastores, zapateros y sastres, horneros, arrieros y carniceros. De unos 54.000 vagos recogidos en el país entre 1730 y 1787, 3.419 lo fueron en el reino de Granada 4.711 en el de Sevilla, 1241 en el de Córdoba y 1027 en el de Jaén.

Los verdaderos pobres, por el contrario, serían atendidos en instituciones específicamente destinadas a ellos: los Hospicios, regulados por la Real Resolución del 21 de junio de 1780. Estos centros contarían con oficinas, laboratorios y dormitorios, fábricas y talleres, los varones aprenderían a leer, escribir y contar y rudimentos de doctrina cristiana, instruyéndoles en el aprendizaje de algún oficio, en tanto que las mujeres ejercitarían las labores propias de su sexo. No obstante, la construcción de los mismos en tierras andaluzas sufrió diversos avatares: en Sevilla los intentos fueron infructuosos y el Hospicio no se crearía hasta 1831, si bien el de Granada fue fundado en 1753, estando formada su junta directiva por el presidente de la Chancillería, el arzobispo y el corregidor. Durante los primeros años su situación económica, gracias a las rentas de alcabalas y millones, fue buena, pero ésta no se prolongó demasiado, y a partir de 1770 la situación de déficit es continua.

Por lo que se refiere a Cádiz, el Hospicio tiene su origen en la acción caritativa ejercida por la Hermandad de la Santa Caridad, a la que se cedía en 1715 la administración del Hospicio de Venerables Sacerdotes de Santa Elena y el de pobres de la Santa Caridad, que sería puesto en 1775 bajo la dirección del Consejo de Castilla. El Hospicio se hacía cargo de ancianos, huérfanos, pobres, inválidos y locos, aunque también eran conducidos al mismo los vagabundos detenidos en las levas realizadas periódicamente en la ciudad, siendo destinados al manejo de las bombas, la limpieza de la casa o trabajos de albañilería, desterrándose de la urbe a todos aquéllos que no fuesen naturales o vecinos de la misma. El número de internos fue bastante elevado: en 1787 había 830, en 1800 693, entre ellos 62 ancianos, 171 ancianas, 139 niños, 203 niñas, 33 «personas de matrimonios» y 43 dementes. Todos recibirían una educación cristiana y los santos sacramentos, los niños serían instruidos en la lectura, la escritura y la aritmética, y los más destacados en la geometría y el dibujo. Ancianos e inválidos se dedicarían a cualquier ocupación que les impidiera transcurrir sus días en ociosidad. Se realizaría semanalmente una revista del trabajo realizado, y los niños que ganaran con su trabajo más de lo que correspondía a su manuntención recibirían una gratificación. Podían abandonar la casa los pobres que recobraran la salud o consiguieran personas que les mantuviesen, los niños serían enviados a trabajar con artesanos y se procuraría casar a las niñas con menestrales aplicados y de buenas costumbres. El gobierno estaba a cargo de una Junta presidida por el gobernador de la ciudad y formada por doce vocales: dos regidores perpetuos, un representante del cabildo catedralicio, uno de los curas de la catedral y ocho vecinos «de conocido celo, talento y caudal».

El principal hándicap del hospicio gaditano radicaba en su situación económica: sus ingresos se basaban en limosnas concedidas por los vecinos caritativos y los arbitrios aplicados por la corona, destacando el derecho de un real por cada fanega de trigo que entrase en la ciudad, la lotería y el Fondo Pío Beneficial, amén de una veintena de casas, censos y las rentas de algunos patronatos de obras pías. Pero los gastos solían superarlos, y desde 1797, como consecuencia de la crisis comercial que vive la ciudad (y que provoca un descenso de la generosidad de sus habitantes), la situación financiera de la institución se vio gravemente amenazada. También en el Hospicio de Cádiz se realizaban trabajos de manufacturas a cargo de los internados en la institución. Los resultados, en general, fueron bastante decepcionantes, dado la escasa rentabilidad de las mismas (la compra de materias primas y el pago de los maestros artesanos que enseñaban el oficio costaba más que los beneficios de su venta) y la falta de iniciativas realizadas para comercializar los objetos producidos, determinaron su supresión en 1798.

Autor: Arturo Morgado García

Bibliografía

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PEREZ ESTEVEZ, R.M., El problema de los vagos en la España del siglo XVIII, Madrid, 1976.

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