Durante el siglo XVIII, y más concretamente en su primera mitad, la cima del estamento privilegiado advirtió un crecimiento significativo debido al aumento de títulos nobiliarios que se concedieron, dinámica que ya se había iniciado en las últimas décadas del siglo anterior. Los protagonistas de estos procesos, como es de esperar, fueron principalmente hombres, sin embargo, en algunos casos, las mujeres fueron recompensadas con estas mercedes, o también participaron como mediadoras en la solicitud o venta de los mismos.

En lo que respecta a los títulos otorgados a mujeres entre 1701 y 1746, estos sumaron un total de ocho, y fueron concedidos en atención a servicios cortesanos, o bien, a servicios familiares realizados por algún pariente cercano. No obstante, de forma más excepcional, algunos de ellos se concedieron en virtud de una cesión a la Corona, o tras efectuar un desembolso económico.

En atención a servicios cortesanos titularon: María Antonia de Salcedo Aguirre, marquesa de Montehermoso (1708), Isabel María Moctezuma Torres Carvajal, marquesa de Liseda (1711), y María de las Nieves Angulo Albizu, marquesa de las Nieves (1725). La Corte entonces ejercía una poderosa atracción entre la nobleza, ya que, quien gozaba del favor real, podía aspirar al medro en la escala de los cargos y honores del patronazgo regio. De entre todos, el caso más significativo de ascenso en la Corte fue el que protagonizó la pamplonica María Antonia de Salcedo, quien se ganó el afecto y la confianza de los reyes, que la designaron para ocupar diversos puestos cortesanos al servicio de los infantes y de la propia reina. Su desempeño cerca de las personas reales le procuró en 1708 el título navarro de marquesa de Montehermoso. Asimismo, destacamos el carácter de merced dotal que tuvo el título otorgado a Isabel María Moctezuma, dama de la reina viuda Mariana de Neoburgo, quien recibió este honor como dote para poder enlazar matrimonialmente de forma ventajosa. El elegido como esposo fue Juan Manuel de Orense y Castillo, hijo del vizconde de Amaya, alférez mayor de Burgos, que tituló en virtud de esta merced como marqués de Liseda.  

Los servicios familiares procuraron también los títulos nobiliarios de condesa de Montealegre, otorgado a Josefa Puxmarín Fajardo en 1706, y de marquesa de Campoalegre, que fue concedido a Jacinta Armengual de la Mota en 1716. Nos extendemos en este último, por su carácter “andaluz”, ya que recayó en una familia procedente de Málaga. El honor venía a recompensar los servicios del eclesiástico malagueño Lorenzo Armengual de la Mota. Hijo de un pescador y armador de barcos, su rápida carrera eclesiástica y burocrática, al frente de los más altos cargos de la administración borbónica, estuvo siempre patrocinada por su mentor, el santanderino Antonio Ibáñez de la Riva Herrera, quien ocupó la presidencia del Consejo de Castilla entre 1690 y 1692. Tras desempeñar diversos cargos, Lorenzo Armengual de la Mota se instaló en la Corte para ejercer el cargo de gobernador y presidente del Consejo de Hacienda. Este espectacular salto de la Iglesia a la Hacienda se produjo, amén de por las recomendaciones de Antonio Ibáñez, por el desembolso de 360.000 reales que le procuraron además dos hábitos de la orden de Santiago: uno para su hermano Pedro y otro para su cuñado Alonso Verdugo, esposo de Jacinta Armengual de la Mota. En años sucesivos ocupó los puestos de consejero y camarista de Castilla, superintendente general de la Real Hacienda -manteniendo la doble condición de consejero de Castilla y Hacienda hasta 1714-, y en 1715 fue nombrado obispo de Cádiz. Aprovechando todavía su privilegiada posición como gobernador del Consejo de Hacienda, puesto que ejerció hasta 1717, consiguió un título de Castilla, en atención a sus méritos y servicios, para su hermana, la mencionada Jacinta Armengual, que tituló como marquesa de Campoalegre en 1716.

Los servicios familiares fueron los méritos que más presencia tuvieron en los memoriales de solicitud de títulos, sin embargo, no siempre se recompensaron por considerarse exiguos o poco representativos. Así le sucedió a Francisca Lazcano Fernández de Córdoba, que solicitaba un título de Castilla, con la condición de merced dotal en 1715, en atención a los servicios de su padre, Julián de Lazcano, consejero honorífico del Consejo de Guerra, y de sus dos hermanos que continuaban sirviendo.

Algunas mujeres viudas solicitaron títulos nobiliarios para sus hijos, alegando los méritos y servicios de sus maridos fallecidos. Tal es el caso de María Magdalena de Ollauri Dávalos, viuda de Andrés de Robles Gómez, quien finalmente consiguió el tan ansiado título, en 1704, para su hijo, Andrés de Robles Ollauri, que tituló como marqués de las Hormazas por motivos que desconocemos con exactitud, pues ni él ni su padre contaban con grandes méritos.

Las cesiones de créditos a la Corona o los desembolsos pecuniarios, propiciaron igualmente la concesión de estas mercedes honoríficas como demuestra el caso de Antonia Velasco Angulo, marquesa de Perales del Río en 1727, que obtuvo esta gracia tras renunciar a una merced dotal de contador de la Contaduría Mayor de Cuentas, con mitad de sueldo, que gozaba desde 1713, y que había disfrutado su primer marido, Antonio Sanguineto, marqués de San Antonio de Miralrío. Con la concesión del título, se le agradecían además a Antonia Velasco los beneficios económicos que había procurado a la Real Hacienda a través de asientos de la Tesorería General de Cruzada que habían estado a su cargo. Años más tarde, en 1729, casaría nuevamente con un financiero de Felipe V: Ventura de Pinedo, a la sazón director de la Renta del Tabaco, que tituló ese mismo año como conde de Villanueva de Perales de Milla.

A cambio de servicios pecuniarios -léase, compras- obtuvieron sus títulos Francisca Gómez Boquete, marquesa de Montealegre de Aulestia en 1737, y Rosa Padilla Chaves, condesa de Colchado en 1740. En el primer caso, Francisca Gómez Boquete, junto al desembolso económico de 10.000 pesos, cedió además a la Real Hacienda unos 20.660 pesos que se le estaban debiendo a su marido difunto, el sargento mayor Miguel Román de Aulestia, que había ejercido como secretario de la Inquisición en Sevilla y como alguacil mayor de la misma en Lima. Por su parte, la antequerana Rosa Padilla Chaves acudió al “mercado eclesiástico” para hacerse con uno de estos honores, pues compró su título de condesa de Colchado, por 22.000 ducados, a la colegiata de Antequera (Málaga), que había recibido dos mercedes en blanco en 1739 para beneficiar, y hacer frente así a los gastos de construcción de su iglesia. Todo apunta a que debió ser su marido, Cristóbal Jiménez de la Herradura, alguacil mayor y regidor perpetuo de Antequera, quien iniciara, antes de morir, los trámites necesarios para hacerse con aquel título.

Las mujeres, además de cómo beneficiarias directas de títulos nobiliarios, también ejercieron, en ocasiones, como mediadoras para la obtención de estas mercedes intercediendo ante el rey o la reina para favorecer su concesión. Así procedieron, por ejemplo, algunas sirvientas de la Casa de la Reina que procuraron títulos a sus maridos. Revelador al respecto es el caso de Laura Piscatori, nodriza y azafata de Isabel de Farnesio, que estimuló la concesión para su esposo, Fulvio Piscatori, del título de marqués de San Andrés en 1733, o de la camarista de la reina Winfreda White Warron, perteneciente a una familia irlandesa con gran protagonismo en la Corte, que medió igualmente en la obtención del título de marqués de Ruchena para su marido, Antonio José Álvarez de Bohórquez, en 1737.

De forma puntual, las mujeres también intervinieron en la enajenación de títulos nobiliarios, siendo ellas las encargadas de venderlos. Así sucedió con algunas nobles tituladas que poseían estas mercedes en blanco para beneficiar, tras haberlas recibido por herencia de sus maridos ya fallecidos, o de otros familiares. La princesa de Robecq y la duquesa de Atrisco, ambas viudas, disponían de sendos títulos que habían sido concedidos a sus esposos para compensar la falta de medios económicos en que se encontraban, por haber servido al monarca. La princesa de Robecq cerraría la venta de su título con el regidor perpetuo gaditano y comerciante, Bernardo Recaño, quien tituló como marqués de Casa Recaño en 1733. En estos casos, la entrega de títulos en blanco para enajenar o la concesión del permiso necesario para venderlos, cuando ya pertenecían a una familia, debe interpretarse como una “merced pecuniaria” que hacía el rey a sus servidores más cercanos, para que pudieran percibir su producto y aplicarlo a un fin determinado.

Por último, debemos hacer referencia a las mujeres religiosas, pertenecientes a órdenes eclesiásticas, que también estuvieron implicadas en la venta de títulos nobiliarios para hacer frente así a sus necesidades económicas de construcción o reparación de conventos o iglesias. Esta práctica, ya conocida en el siglo anterior, se intensificó en sus últimas décadas, lo que provocó que a comienzos del siglo XVIII existieran aún bastantes títulos en blanco, en poder de conventos y monasterios, dispuestos para su venta. Sirva de ejemplo el título que poseía desde 1698 el convento de Religiosas de la Concepción Franciscana de Madrid -con cuyo producto se pretendía pagar la reparación de su claustro-, que fue comprado en 1711 por el regidor perpetuo de Écija (Sevilla), Lope Cárdenas Portocarrero, desde entonces, conde de Valdehermoso de Cárdenas.

En años sucesivos, el monarca continuó, no obstante, otorgando más mercedes de este tipo a las instituciones religiosas. Así procedió, por ejemplo, en 1739, cuando concedió un título de Castilla para beneficiar a las religiosas Carmelitas Descalzas de Santa Ana de Madrid, o en 1741, cuando confirió dos títulos de Castilla al convento de las Carmelitas Descalzas de la Baronesa de Madrid para que pudieran reparar los daños que habían sufrido por las lluvias. Una vez que las religiosas solicitaban estas mercedes y obtenían los pertinentes despachos en blanco, requerían la labor de agentes intermediarios, religiosos o no, a quienes encomendaban la venta de estos títulos en los lugares donde pudieran concentrarse los potenciales compradores, normalmente, Sevilla, Madrid o Indias. Escogido el adquiriente, se llevaba a cabo la escritura de compra-venta entre la superiora de la comunidad religiosa -representada comúnmente por el agente intermediario- y el “cliente”, y producida la transacción, la autoridad religiosa o el futuro titulado informaban de la venta del título para que se ratificara la concesión de la merced.

Vemos, pues, cómo, a pesar de que algunos títulos nobiliarios recayeron en mujeres, excepto en el caso de aquellas que estuvieron cercanas a la Corte y empleadas en palacio, el resto fueron beneficiarias de estos honores en virtud de los méritos y servicios de sus maridos o familiares, ya fueran padres, hermanos, u otros, lo que pone de manifiesto la inexistencia de espacios de servicio destinados a mujeres, las cuales estaban abocadas únicamente a ejercer como esposas o monjas. Desde su posición como casadas o religiosas, las mujeres pudieron participar además en la venta de títulos nobiliarios, bien porque los habían heredado de sus maridos ya fallecidos u otros familiares, como ocurrió con algunas nobles tituladas viudas, bien porque, en el caso de las eclesiásticas, habían solicitado estas mercedes en blanco para poder venderlas, y costear así los gastos de edificación o reparación de sus conventos, monasterios o iglesias.

Autor: María del Mar Felices de la Fuente

Bibliografía

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