Hablamos de amor y amores en el Antiguo Régimen y, más bien, habríamos de precisar los términos y sus contenidos. Porque los conflictos nacidos del afecto o sus sentimientos no eran tales de no interferir en la única institución en cuyo seno podrían, lícita y legalmente, contemplarse. Hablamos entonces de matrimonio, nuevamente regulado en el concilio de Trento (1562-1563), ratificado como sacramento y, como tal, indisoluble. Atestiguado ante testigos, registrado en los libros parroquiales, celebrado solemnemente a la faz de la iglesia y expresado su consentimiento por los contrayentes por palabras de presente. Tal era el seno del amor humano, del comienzo del buen amor, el amor conyugal, como recordaban, avisaban y predicaban sacerdotes y moralistas. Como había recogido, también, la voz del Concilio: el Catecismo romano para párrocos de san Pío V  (1566) ¿De dónde vendrían entonces los conflictos?

De los denominados amores en plural. Un concepto y un término que la literatura –sobre todo- la literatura moral desestimaba, avisando de sus peligros. Porque el verdadero amor era único, enderezado y orientado a Dios, su reflejo terrenal entre hombre y mujer no podría ser ni plural, ni excesivo, ni apasionado. Amor –que no amores- ordenado; encauzado hacia el mutuo apoyo de los contrayentes, a la procreación y al remedio de la concupiscencia, si bien el tiempo y las propias instituciones eclesiásticas cambiarían el orden de sus objetivos, variando el inicialmente manifiesto en el citado Catecismo.  

Los conflictos amorosos son recurrentes en la literatura y en la vida. Gustaban en el teatro y repetían discurso y proceso en los textos legados por escritores y tribunales. En los primeros las “razones” del amor, del afecto o del impulso –la pasión- generaban finales diferentes, según se pretendiera divertir, moralizar o –seguramente- ambas cosas a la vez.  En las huellas de la actividad judicial, los caminos y su final recorrían rutas amargas, independientemente del éxito conseguido. Pero ¿por qué la justicia? ¿Qué tenían que ver abogados, procuradores, fiscales y provisores en las decisiones amorosas?

Hablamos de amores, pero su senda –recordémoslo- era el matrimonio. Una institución eclesiástica, que como pilar de la sociedad, base de la familia y célula de organización social contaba con el apoyo del orden civil. Si la esencia del sacramento correspondía, por competencia, a la Iglesia, regulando su celebración, y dictaminando acerca de casos de separación (divorcio) o nulidad, el proceso nacido en un compromiso –por palabras de futuro- y justificado en la expresión de un consentimiento entre los futuros contrayentes y, comúnmente, consumado por trato carnal, competía, de deshacerse, al orden mismo de la sociedad. Atañía, entonces, a ambas jurisdicciones: la civil y la eclesiástica. Su actividad dependía del origen de las demandas, fuesen por vía de oficio, o querella particular; de las necesidades de los demandantes, de la cercanía de los tribunales; de las facilidades y de las posibilidades. De las esperanzas.

Si el verdadero amor había de integrarse en el matrimonio, institucional y socialmente, su recorrido tendría que iniciarse en el comienzo: su celebración. Previamente en el noviazgo y éste, por lo común, en un compromiso que prometiese, en tiempos próximos, las bendiciones nupciales. Pero amores (en plural)  comportaban seducción, viniesen de uno u otra, fuese real o inventado, usado como estrategia en el curso de la vida, o real y verdadero como en las heroínas de la literatura. Porque si las mujeres “usadas” por el don Juan, el Burlador de Tirso adujeron promesas y compromisos, y presentaron el recuerdo de sus relaciones íntimas como prueba y justificación de su comportamiento y base de sus desgracias, solicitando compensación y justicia, las mujeres supuestamente desfloradas o estupradas de los textos judiciales argumentaron palabras de casamiento, juramentos ante imágenes sagradas y crucifijos como mejores e insuperables testigos, imitando un discurso que era idéntico en los dos escenarios: el de ficción y el que pretendía ser el de la vida. Cuando en la novela cervantina del Quijote, La bella Dorotea, engañada por el hijo del duque, Don Fernando, y como tal abandonada, argumentaba una seducción engarzada en enamoradas razones, decía verdad. Porque la lógica del amor –y de las pretensiones atribuidas a los hombres- se basaba en la promesa y el matrimonio. Sin matrimonio no podían darse los placeres del amor: en ello estribaba la “razón”; y sin la seducción no podría torcerse la voluntad de las verdaderamente vírgenes, honestas y doncellas: por eso las razones eran enamoradas, convirtiendo Cervantes las uniones de términos imposibles en frases de pleno significado: el matrimonio futuro constituía un argumento racional.  

Sin literatura de por medio y explicaciones poéticas, las mujeres (en su mayoría, los amores las perjudican) sucumbieron a las persuasiones masculinas. La seducción, pese al origen bíblico del pecado y la caída de Eva, se hallaba en proceso de masculinización, porque el matrimonio, salvación y “colocación” de tantas mujeres les afectaba a ellas, a su situación en la vida y a sus posibilidades de inserción social, en mayor medida que a ellos. Les era más necesario. La seducción era la manzana; pero la manzana era a su vez el matrimonio. Imposible desligar amores del seno de la institución. De ahí la vía judicial: la posibilidad de las mujeres (sobre todo de las mujeres) y de sus familias (básicamente sus familias) de solicitar justicia ante una posible marginalización: la que se produciría de ser abandonadas, habiendo sido –citas textuales- “usadas” y por lo mismo “inservibles”. Desestimadas.

Hablamos de amores, de matrimonios. Pero en el fondo, tratamos de honor. Y en la mujer una sola cosa valoraba su estima: la virtud, entendida en su doncellez, la castidad; una cuestión social, herencia de la moral feudal-caballeresca, que identificaba herencia con patrimonio genético y que ponía de manifiesto, a su vez, el valor de la virginidad.

Si los conflictos amorosos originaban –podían originar- pleitos, el transcurso del matrimonio los incrementaba. Las uniones extramatrimoniales –fuesen esporádicas o continuadas- podían ser denunciadas por los perjudicados (asimismo por vía de oficio) como concubinato, relaciones de incontinencia, adulterio y/o amancebamiento. Las situaciones de violencia familiar –existiendo riesgo de vida- acusaciones de sevicia y  malos tratos; el abandono del hogar, dejación de vida maridable; y la búsqueda de una solución “legal” al desentendimiento abría espacio para peticiones de divorcio temporal o perpetuo (separaciones) y, en casos minoritarios, de nulidad eclesiástica.  

Al margen del matrimonio, los amores no podían ser. Legal y lícitamente. Los que se compraban no lo eran desde la Real Pragmática de 1623 y, por lo mismo, desembocaban también en los tribunales; en los civiles y en los eclesiásticos. Allí las mujeres venales escucharían sus condenas: el destierro, las Recogidas, la cárcel pública… El conflicto sería entonces su supervivencia.

Autora: Mª Luisa Candau Chacón

Bibliografía

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PASCUA SÁNCHEZ, María José de la., Mujeres solas. Historias de amor y abandono en el Mundo Hispánico, Málaga, Diputación Provincial, 1998

CANDAU CHACÓN María Luisa (ed.), Las mujeres y las emociones en Europa y América. Siglos XVII-XIX, Santander, 2016.

RUIZ SASTRE, Marta, Matrimonio, moral sexual y justicia eclesiástica en Andalucía Occidental. La Tierra llana de Huelva, 1700-1750, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2011