Si existe una figura especialmente enigmática dentro de la arquitectura española de la Edad Moderna, y ello a pesar de la decisiva huella que legó dentro de este campo en el último barroco, esa es la del arquitecto Melchor de Aguirre. Nada se sabe a día de hoy sobre sus orígenes y procedencia, aunque goza de solidez la tesis de Rosenthal que localizaba su nacimiento en la ciudad vasca de San Sebastián, entre 1630 y 1640, ya que gracias a su protección serán numerosos los arquitectos procedentes del norte peninsular que consigan apreciables encargos en el sur. Lo que sí parece innegable es su profunda formación como cantero y su periplo profesional por el norte de España, siendo en Asturias donde entraría en contacto con la familia de los Bada, ocupada en el mismo oficio.

Asimismo, las trazas de sus obras relatan un conocimiento fehaciente de la herencia herreriana y de los influjos franceses e italianos que modelaban la arquitectura practicada en la Villa y Corte de Madrid, por la que debió pasar a comienzos de la década de 1660. Posiblemente, el vínculo que lo trajo desde el norte sea el mismo que poco después lo conduciría hasta el sur, que no es sino don Francisco Fernández de Córdoba Cardona y Requesens (1626-1688), VIII Duque de Sessa y miembro de la cámara del Rey. Por entonces, el maestro mayor de las obras del Duque de Sessa era el egabrense José Granados de la Barrera, a cuyas órdenes pone a trabajar a Melchor de Aguirre, dentro de los suntuosos proyectos que el ducado pretendía levantar en la villa cordobesa de Cabra, aprovechando el fértil potencial de sus próximas canteras.

La oferta debió ser lo suficientemente buena, ya que, para el año 1664, Aguirre ya se encontraba avecindado en Cabra, habitando una modesta casa frente a la Ermita de Santa Ana, en la actual calle de Pepita Jiménez. Sus primeros trabajos conocidos en el ámbito andaluz estuvieron ligados a la remodelación de la fábrica y levantamiento de nuevos retablos en la Iglesia de la Asunción y Ángeles de esa misma localidad, bajo los auspicios de su maestro. En 1668, el mismo Granados de la Barrera es nombrado maestro mayor honorífico de las obras de la Catedral de Granada y deja a Aguirre encargado de los proyectos egabrenses, al menos inicialmente, ya que éste último será contratado en 1670 como cantero asentador a las órdenes del maestro Juan del Páramo, para los trabajos de la torre y la fachada catedralicias. Paulatinamente, irá recibiendo otras encomiendas de relevancia, como la ejecución de los púlpitos de la Catedral de Málaga en 1674, bajo diseño del dominico fray Juan Bautista.

Desde entonces, la obtención de la maestría no debió demorarse demasiado, ya que entre 1679 y 1680 acomete la que es su primera gran obra: la capilla funeraria del obispo Alfonso de Salizanes en la Catedral de Córdoba, dedicada a la Inmaculada Concepción, que diseña y dirige con la participación del escultor Pedro de Mena y del pintor Cristóbal de León. A través de este singular espacio pueden dilucidarse las líneas maestras sobre las que gravitará toda la obra posterior de Aguirre, caracterizado por ser tan excelente escenógrafo como arquitecto —curiosamente y aunque diste de su oficio, además era destacado en el campo de la astrología—, con el uso de un lenguaje basado en la aplicación de mármoles polícromos a distintos niveles, formas geométricas elementales y unas estructuras movidas en su planta, pero que se asociaban a lo herreriano y al barroco romano mediante un claro predominio del macizo, expresado a través del paramento limpio y la línea recta, respectivamente. Esto en el campo de lo puramente tectónico, ya que en cuanto atañe a la decoración de retablos e interiores, Aguirre gusta de emplear de la profusión de motivos menudos, exuberantes y contrastados, en los que se intercalan elementos como el mármol, los jaspes, los espejos, el dorado o las bolas de mercurio, así como los esquemas mixtilíneos. Se trata de una doble vertiente muy diferenciada que revestiría de fama y prestigio a la figura de Aguirre, comúnmente calificado como «el mayor arquitecto que este siglo ha conocido». Con todo, un problema con el que frecuentemente se verá obligado a lidiar es con las imposiciones que las congregaciones religiosas realizaban sobre la mayor libertad iconográfica de sus diseños, a los que gustaba inundar de una simbología efectivamente cristiana, pero inspirada en los astros del universo visible.

Entre 1676 y 1679 se datan las primeras andanzas de su taller en Cabra, localizado en su segunda vivienda de la calle Parras, contando como principal ayudante con el alarife Juan de Ochoa. Con semejante trayectoria, en 1681 se hará cargo de la erección de la torre del templo montillano de San Francisco Solano y, poco después, le sería confiada por los mercedarios descalzos de Granada la realización del camarín para la Virgen de Belén, donde introduce, con sus desbordantes programas ornamentales, la novedad de la planta hexagonal. En ese mismo año, recibe en su taller a su viejo amigo el cantero asturiano Toribio de Bada, al que dos años más tarde se sumará su homólogo Francisco Muñoz Romero. Pese a ello, entre 1683 y 1685 lo encontramos trabajando con Granados, y hasta 1689 ya en solitario, en las obras del Colegio de la Purísima de Cabra, así como en la torre de la Iglesia de la Asunción.

Asentada, pues, la marcha de su taller y asegurada la atención del trabajo por eminentes alarifes procedentes del ámbito de la cantería, al igual que el mismo Aguirre, tras el fallecimiento en 1685 de Granados de la Barrera, será él quien se convierta, junto con Teodoro de Árdemans, en el principal referente de la arquitectura en ese importante foco de las artes que era Granada en aquel momento. Así, en 1686 es capaz de desbancar a cualquier competidor en el concurso de los padres del Oratorio de San Felipe Neri para dotar de planta y diseño a su nuevo templo. Esta iglesia, cuyas obras se demorarían hasta 1752, acabaría por convertirse en el principal trabajo de la producción de Melchor de Aguirre, al no serle impuesta condición alguna y respetarse en la mayor parte los criterios de su diseño. Los oratorianos fueron una de las últimas congregaciones que se establecieron en Granada y su implantación no estaba siendo nada fácil, por lo que necesitaban presentarse ante la urbe con un programa grandilocuente y Aguirre supo satisfacer esa necesidad con una traza estructural en la que aglutinaba los trabajos de Alonso Cano para la Catedral con la línea recta imperante en el clasicismo barroco romano y la tradición herreriana de la Corte; con todo, en lo ornamental siempre hubo un hueco para los programas de lectura cristiano-astrológica y los mascarones de hojarasca exuberante.

A partir de 1691, Melchor de Aguirre se convierte también en una prestigiosa figura de carácter consultivo a la par que práctico, puesto que conjuga la ampliación, el levantamiento de la portada de la Iglesia de Nuestra Señora de Gracia y la erección de las portadas de la Iglesia de la Virgen de Belén, con la culminación de los retablos mayores de la de la Iglesia de la Asunción y de la Ermita de la Virgen de la Sierra de Cabra, así como con la inspección y toma de decisiones respecto a la reforma de las bóvedas de la Capilla Real. Al año siguiente será consultado por el Cabildo Metropolitano sobre la culminación de las obras de la fachada de la Catedral, siguiendo puntualmente su consejo a la hora de modificar el proyecto de Cano y rematar el cuerpo superior con un ático adintelado, así como en lo relativo a la demolición del Colegio de San Miguel para abrir una gran plaza que facilite la visión de la fachada en su conjunto al modo de Roma. Por las mismas fechas y con gran austeridad, dará las trazas para las portadas de la Ermita de San Juan de Letrán y de la capilla del Monasterio de la Madre de Dios, también en Granada, lo que contrasta notablemente con los programas, más profusos en decoración y más personales que diseñaría en 1693 para los templos antequeranos de Nuestra Señora de Loreto y de San Juan de Dios, cuyas obras dirigió en su integridad.

Por su parte, los dominicos granadinos le encomendarían la reforma de la cabecera de su iglesia, erección del tabernáculo y un diseño inicial para un posible camarín destinado a la imagen de la Virgen del Rosario, hacia 1694. Será a partir de estos trabajos desde donde Aguirre desarrollará un renovado interés por el sistema gótico de abovedamiento, que no dudará en extrapolar con los mismos esquemas a la Iglesia de San Felipe Neri y a la nueva encomienda del cerramiento de las naves central y del Evangelio de la Catedral, de acuerdo con las pautas dadas asimismo por Ambrosio de Vico en 1614. Para mayor inri, dentro de una personalidad que manifestaba una vocación ecléctica cada vez más acusada, en 1695 interviene en la ejecución del retablo jamás concluido de la Virgen de Gracia y da la traza, novedosa en su trayectoria, para un retablo en madera, destinado a la capilla mayor de la iglesia cordobesa de San Lorenzo, además de iniciar el retablo mayor de la Iglesia de San Pedro de Alcántara, en esta ciudad. En ese mismo año y confirmando su plena formación como arquitecto, contrata la construcción de una serie de molinos para el Conde de Teba en esta misma villa malagueña.

Finalmente, para mayor prestigio, es nombrado maestro mayor de las obras de la Alhambra tras la muerte de Juan de Rueda en 1696, de modo que le corresponde intervenir en los trabajos de rehabilitación de la Qubba Mayor (actual Sala de las Dos Hermanas), espacio que sin duda terminaría por definir el carácter de que quedó impregnado el suntuoso diseño para el camarín de la Virgen del Rosario de los dominicos. Unos meses después, avanzado ya el año 1697, es contratado para acometer el cerramiento del cuerpo de bóvedas de la nave de la Epístola en la Catedral de Granada, con lo que no llega a cumplir al sorprenderle la muerte en la jornada del 19 de septiembre de 1697 en su casa de la collación de Santa Escolástica, siendo sepultado al día siguiente en la cripta de la Iglesia de Santo Domingo. Pese a que jamás llegó a contraer matrimonio, tuvo dos hijos ilícitos, Melchor e Isabel, fruto de una intrigante relación con la egabrense Francisca Bonilla, que a la muerte de Aguirre se encontraba casada con uno de sus discípulos, el cantero Fernando de la Viuda.

Autor: José Antonio Díaz Gómez

Bibliografía

DÍAZ GÓMEZ, José Antonio, “Melchor de Aguirre: una influencia decisiva dentro de las últimas posibilidades de la arquitectura barroca andaluza”, en PEINADO GUZMÁN, José Antonio y RODRÍGUEZ MIRANDA, María del Amor, Lecciones barrocas: aunando miradas, Córdoba, Asociación “Hurtado Izquierdo”, pp. 9-42.

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