Bajo la denominación de pleitos de hidalguía, la historiografía ha enmarcado de forma imprecisa a un amplio espectro de actividades jurisdiccionales de la Monarquía Hispánica, naturalizadas por el principio de contradicción o no, que pretendían la demostración de la calidad nobiliaria como fin principal o accesorio. Sin embargo, en verdad y exclusivamente el pleito de hidalguía fue un proceso de naturaleza civil propio de Castilla que terminó, durante la baja Edad Media y la Edad Moderna, residiendo competencialmente en las Reales Audiencias y Chancillerías de Valladolid y Granada y que tenía por objeto la declaración en contencioso de la hidalguía de sangre de una persona o personas ligadas por un parentesco cognaticio común por vía patrilineal.

El pleito de hidalguía estuvo sometido a evoluciones de larga duración junto a otras coyunturales que le dieron forma a través de un marco temporal de más de ocho siglos, si bien la doctrina desde fines del siglo XV e inicios del XVI buscó establecer un anacrónico discurso monolítico en torno a los pleitos de hidalguía y a la hidalguía, sometido a la monarquía, y que como solía ser habitual se justificaba en un pretendido principio de antigüedad que se plasmaba en la naturaleza inmemorial y también pétrea de todas las características esenciales de este proceso. Pese a ello, los pleitos de hidalguía, incluso en el siglo XVIII o XIX cuando desaparecen, conjugarán normas y prácticas del derecho consuetudinario medieval junto a normas y prácticas propias de la monarquía absoluta inspiradas por el Ius Commune, en ocasiones en difícil equilibrio.

En realidad su origen sería consustancial a la misma aparición altomedieval de la infanzonía y después de la hidalguía castellana, como medio de superación del ejercicio de la venganza privada ante la negación de esta condición nobiliaria de un individuo por parte de otra persona o de una institución. De este modo los inicios de los pleitos de hidalguía, así como la misma hidalguía, estuvieron constituidos a través de prácticas y normas de naturaleza consuetudinaria diversa, no solo nobiliaria, siendo sustanciados ante jueces árbitro, ante alcaldes -tanto de los hijosdalgo como no-, o ante cualesquier otra autoridad jurisdiccional a la que se sometieran los litigantes, inclusive el rey.

Eran procesos sencillos, de los que no solía existir apelación, y en los que las partes defendían su derecho con probanzas de testigos, si bien, conforme la Edad Media avanzó, fueron cada vez más utilizados como prueba, junto a las probanzas, todo tipo de instrumentos que acreditasen la hidalguía, inclusive privilegios, pues el derecho y la costumbre medieval no llegó a establecer una separación nítida entre la hidalguía cuyo origen se perdía en el tiempo y aquella otra que tenía un origen cierto a través de privilegio conocido. Cosa, esta distinción, que sí realizaría el nuevo derecho técnico castellano basado en el Ius Commune y que desde Alfonso X, y más aún desde Alfonso XI, iría impregnando de forma decisiva el Ordenamiento Jurídico castellano.

Los fueros y fazañas castellanas de los siglos XIII-XIV ejemplifican cómo debieron ser estos pleitos bajo la costumbre medieval y su práctica, indistintamente de que se vieran en la Corte o ante cualesquier otro tipo de justicia o incluso árbitros, pues el mismo procedimiento casi sin variaciones está recogido en la mayoría de las recopilaciones forales territoriales castellanas. Dice la costumbre que, a quien le negaran su hidalguía, debía de demostrarla («facerse hidalgo») con cinco testigos, dos hidalgos y tres labradores o tres hidalgos y dos labradores, que depondrían ante un fiel puesto por las partes que a su vez elevaría ante el juez sus testimonios. Juez que, vistas las probanzas, dictaría sentencia sobre el fondo, declarando o no la hidalguía puesta en cuestión.

Tanto la terminología medieval que puede inducir a error («facerse hidalgo»), como buena parte de la historiografía contemporánea que defiende de forma muy genérica que se alcanzaba la hidalguía por el pretendiente a hidalgo tras salir victorioso en el pleito, parecen acreditar la naturaleza constitutiva de los pleitos de hidalguía, pero es sabido que no es así, que cualquier pleito en principio no tiene como fin crear derechos ex novo, sino declararlos y en su caso protegerlos. Este era el caso, también, del pleito de hidalguía. Poseía naturaleza declarativa, no constitutiva, no creaba hidalgos, y por tanto su fin consistía en declarar o no la existencia y preexistencia de una calidad nobiliaria, la hidalguía, compuesta de facultades y obligaciones, y, en su caso, delimitar y proteger estas últimas. Otra cosa distinta es que aquellos que no fuesen hidalgos usaran, viciando esta vía, los pleitos de hidalguía para ser reconocidos como tales.

La aparente sencillez del pleito de hidalguía irá desapareciendo cuando este sea por práctica y por ley y cada vez en mayor medida, avocado a los tribunales de la Corte y en ello tendrán papel destacado sus alcaldes y en especial los alcaldes de los Hijosdalgo, los cuales muy pronto intentaron, aunque sin pleno éxito, conocer estos pleitos en exclusiva, como denuncia una fazaña de Alfonso XI. Precisamente la actuación de los alcaldes mayores de los Hijosdalgo y de sus tenientes en una Corte que paulatinamente antepone en todos sus tribunales el uso del derecho técnico surgido gracias al Ius Commune, irá potenciando la complejidad de un proceso de origen foral y consuetudinario, como lo habían sido los pleitos de hidalguía, que sin perder su esencia se convierten entonces en instrumento de una monarquía que se fortalece.

La causa medieval que justificaba a las partes el inicio de este pleito fue la simple negación, de cualquier tipo, de la hidalguía, pero es cierto que durante la baja Edad Media, por los testimonios conservados, la mayoría ya comenzaba solo por la conculcación de inmunidades tributarias propias de los hidalgos o por el pretendido ejercicio de ellas y lo es aún más cuando tras la pragmática de Córdoba de 1492 se prohíbe que se inicie pleito de hidalguía alguno si no se diera semejante causa, aunque esto fuese contestado en cierta manera. Y es que esta naturaleza económica y tributaria que va singularizando al pleito de hidalguía bajomedieval inmediatamente interesó a los Trastámara, por sí sola, pero también unida a la certeza de que el control exclusivo de este proceso convertía a la Corona en la única institución competente que por vía contenciosa estaba facultada para reconocer o no la hidalguía de sus regnícolas. En consecuencia todo el bajomedievo generó una amplia producción legislativa regia y también doctrinal que tecnificaba este proceso y lo sometía a la Corona.

Que estos pleitos, ya en el siglo XIV, se iniciasen principalmente por razones tributarias contribuyó a que la parte contraria a la hidalguía se encarnase con frecuencia en oficiales encargados de tributos de todo tipo y a la postre en los concejos. De igual modo esto y su vista en la Corte, potenció en ellos la actuación del procurador del rey, el futuro fiscal, como parte que defiende los intereses del rey y que debía negar siempre la inmunidad del pretendido hidalgo, así como facilitó que los notarios de provincia acompañasen a los alcaldes de los hijosdalgos como jueces, cuando hasta Alfonso XI los alcaldes o sentenciaban solos o junto a simples sabidores de Fuero y de Derecho.

Lo que fue práctica pronto se tradujo en leyes. Por ejemplo: Enrique II en su reforma de la Audiencia, Corte y Chancillería mantiene dos alcaldes de los hijosdalgo en la planta que reorganiza en 1371 y Juan I en 1379 decretará la competencia privativa para lo alcaldes de los hijosdalgo, anulando las hidalguías juzgadas fuera de la Corte y sin la participación del procurador del concejo del hidalgo y la del procurador del rey.

Precisamente la tecnificación de este proceso junto a intereses tanto de la Corona como de determinados grupos, produjo en la baja Edad Media que las hidalguías de privilegio y los pleitos que se movieran sobre ellas no se vieran por los alcaldes de los Hijosdalgo, sino ante las justicias regias inferiores o ante los oidores de la Audiencia en apelación o incluso en primera instancia. Y esto independientemente de que los privilegios constituyeran a los agraciados y a sus descendientes en hidalgos notorios de sangre de solar conocido, pues se consideró que el objeto de estos últimos pleitos se centraba en declarar o no la validez y eficacia del privilegio constitutivo del derecho y no en determinar el derecho mismo que había quedado expresamente delimitado por mano regia en caso de ser cierta y en uso la merced. Por ello, con exactitud, estos otros pleitos sobre hidalguía no fueron denominados pleitos de hidalguía, quedando este nombre solo para los iniciados ante los alcaldes de los Hijosdalgo y sobre hidalguía de sangre cuyo origen se suponía prescrito por el tiempo y no derivado de un expreso privilegio.

Esta influencia del Ius Commune potenció también la complejidad de su estructura y esto tanto por lo que se refiere a sus etapas procesales como a las apelaciones y revisiones de autos, sentencias interlocutorias o definitivas. Ya en tiempos de Enrique II se ordena la revisión por los oidores de las sentencias, ejecutoriadas o no, dadas por los alcaldes de los Hijosdalgo y lo que se hizo de forma puntual se elevó a dogma legal en la pragmática de 1492 que ordenó que se revisaran por los oidores de la Real Audiencia y Chancillería todas las ejecutorias libradas con una sola sentencia de alcaldes.

Y será este nuevo derecho técnico el que marque la naturaleza definitiva de estos pleitos: la hidalguía queda entendida como cosa inmaterial, res inmaterial, y como tal su ejercicio se deriva en exclusiva de si se es propietario o poseedor de ella. En consecuencia el pleito de hidalguía, abandonando algunas de sus particularidades consuetudinarias y manteniendo otras, se estructura siguiendo los parámetros del proceso civil que busca determinar la propiedad o posesión de cosa inmaterial y por tanto también se encuadra, en cuanto al fondo, bajo la teoría general elaborada por glosadores y comentaristas sobre la propiedad y la posesión. Los rollos de los pleitos y las ejecutorias lo evidencian notoriamente cuando surgen en ellos expresiones tales como vel quasi propiedad o vel quasi posesión de la hidalguía, de la misma forma que cualquier otra vel quasi propiedad o posesión de cosa inmaterial.

Esta última realidad afectó de forma decisiva al pleito de hidalguía: a las partes para defender sus posiciones y a los jueces a la hora de sustanciar sus sentencias. Ya que tanto probanzas como instrumentos estaban destinados a probar o negar no la hidalguía en sí, sino su posesión o propiedad bajo esa mencionada teoría general establecida sobre lo último por el Ius Commune, aunque en verdad con ciertas peculiaridades concretas derivadas de la hidalguía misma y establecidas y desarrolladas por la norma, la doctrina  y por la práctica forense de ambas Chancillerías. Lo dicho suele ser desconocido por quienes analizan esta fuente que, centrándose en posibles inexactitudes de las genealogías, tienden a considerar a estos pleitos como livianos o proclives a la falsedad elevando a categoría algo que no coincide estrictamente con la realidad histórica y jurídica. Para ello la historiografía ha incidido en características propias de esto pleito, pero que sin embargo no fueron privativas de él, sino comunes a todos, y que además fueron denunciadas y se intentaron perseguir desde el medievo a través de su tecnificación, a través de la participación de fiscales o por medio de la obligada revisión de sentencias y ejecutorias por los oidores, no considerándose en la Edad Moderna fenecido realmente el pleito hasta la revista de oidores. Sin olvidar que las visitas a las Chancillerías y todo tipo de averiguaciones, buscaron siempre depurar estos procesos.

En la Edad Moderna, desde fines del XV hasta la segunda mitad del XVI, el pleito de hidalguía alcanza su máxima complejidad gracias a la norma, la doctrina y la práctica, teniendo especial significación en ello la pragmática de Córdoba de 1492. Su inicio podía derivar o bien por la prenda sobre los bienes del hidalgo que se negaba a contribuir en pechos de pecheros o bien por vía de delación de terceros al fiscal ante la intromisión espúrea de una persona en el estado de los Hijosdalgo, aunque en ocasiones también hubo demandas directas de concejos contra hidalgos. En el primer caso el hidalgo debía de solicitar por vía de demanda amparo a los alcaldes de los Hijosdalgo de Valladolid o Granada, dependiendo de su lugar de vecindad, presentándose ante ellos con procurador con poder especial y un testimonio de prenda por pecho de pecheros, sin el cual no podía iniciarse el pleito al no considerarlo actor legítimo. Esto último produjo en la primera mitad del siglo XVI que las Salas de Hijosdalgo no admitiesen determinadas demandas de hidalgos, entre otros las de los del reino de Murcia y Granada, por considerar en estos territorios la no existencia de pechos de pecheros, al contribuir todos. Algo similar aconteció con los vizcaínos. Hubo protestas en Cortes y al fin esto se solucionaría mediante leyes y a través de la práctica aplicando la analogía, pero la prenda siguió siendo requisito general indispensable para su inicio si demandaba el hidalgo.

Notificada la demanda al fiscal y al concejo, el último era emplazado a defender los intereses comunes y a presentarse al pleito, aunque si no lo hacía, el pleito continuaba en rebeldía y bajo la sola actuación del fiscal que debía, por ley, siempre negar la hidalguía. Tras las excepciones e iniciado el pleito con la contestación, por sentencia interlocutoria se pasaba la fase de prueba. Prueba que consistía tanto en probanzas de testigos como en instrumentos que eran sometidos a tachas y contradicciones por las partes y en diligencias de todo tipo a cargo del fiscal. Esta segunda fase finalizaba con los escritos de bien probado y de conclusiones y tras ellos los alcaldes de Hijosdalgo, al inicio acompañados de los notarios y luego ya en solitario o bien, si se requería, acompañados por un oidor, dictaban sentencia definitiva sobre el fondo, declarando la pechería o la hidalguía puesta en cuestión. Si lo último, se especificaba siempre si era solo en vel quasi propiedad o solo en vel quasi posesión, o en vel quasi propiedad y posesión, y el tipo de hidalguía de sangre, como podía ser notoria, de devengar o vengar quinientos sueldos, de solar conocido (necesariamente en propiedad), etc.

Tras esto, la parte vencedora podía solicitar la correspondiente ejecutoria y la ejecución de la sentencia, salvo el fiscal que estaba obligado siempre, desde 1492, a apelar a oidores. Así, apelase el hidalgo o el concejo o no lo hicieran, al cumplir el fiscal su labor, lo que se hizo general conforme avanzó la segunda mitad del siglo XVI, los oidores se convirtieron en jueces definitivos de estos pleitos que los veían, bajo una estructura idéntica a la ya descrita, en apelación de alcaldes en vista y en suplicación también ante oidores en revista, dando sus correspondientes sentencias definitivas sobre el fondo. Tras la revista no cabía otra instancia y el vencedor solicitaba a los alcaldes de los Hijosdalgo el libramiento de la carta ejecutoria que, si era el hidalgo el vencedor, requería el pago de una serie de derechos debidos (marcos y doblas) de origen bajomedieval. Así se consideraba el pleito fenecido, realmente acabado.

La real ejecutoria solía ser librada en pergamino y ricamente decorada, pero también en papel. En un inicio lo último es posible que por la cortedad de medios del solicitante, pero conforme se adentró el siglo XVIII y sobre todo el XIX fue sin embargo ya lo habitual. En manos del hidalgo o en su caso, si era de pechería, del procurador del concejo, la ejecutoria era presentada ante las justicias locales que la obedecían y cumplían, pese a que a veces se negaran más o menos veladamente a lo último. Lo cual fue una de las causas, aunque no la única (también pérdida, deterioro, etc.), de la solicitud de sobrecartas ejecutorias, que tras una fase preliminar en la que participaba el fiscal para esclarecer la necesidad del nuevo libramiento y la capacidad del actor que la pedía, sobre todo su filiación, eran dadas por los alcaldes para que las sentencias contenidas en ellas se ejecutasen y se protegiese a quienes las solicitaban.

Las sentencias definitivas y sus ejecutorias poseían el valor de la cosa juzgada e imponían perpetuo silencio, pero esto, según Derecho, no impedía la reapertura de estos pleitos, tanto en la persona o personas que habían pleiteado como en la de sus descendientes. Pues se podían alegar por las partes colusiones, fraudes o defectos de cualquier tipo que permitían nuevo juicio, incluso habiéndose sentenciado en revista y librado ejecutoria. Y es que estos pleitos son fruto no solo de aspiraciones personales por proteger calidades o adquirirlas, sino mucho más son producto de la conflictividad social centrada en la lucha por el poder concejil. Lo cual fomentó su número en los siglos XV y XVI en torno a la implantación de la mitad de oficios o de otras luchas locales, como lo evidencia su aumento tras la Guerra de las Comunidades o por la problemática, en el siglo XVI, de los cuantiosos andaluces y murcianos. Esta conflictividad favoreció que algunas características medievales permaneciesen en los pleitos de hidalguía en pugna con las leyes reales, su doctrina y práctica. Como por ejemplo el no reconocer muchas instituciones la competencia privativa de los alcaldes de los Hijosdalgo hasta fines del XVI; el permanecer otras con competencias sobre estos pleitos, tales como la Orden de Santiago que por norma propia sustanciaba en pleito las posesiones de hidalguía; el librar, hasta inicios del XVI, ejecutorias de solo una o dos sentencias; o el solicitar en Cortes que se simplificasen estos procesos.

Solo ante el apaciguamiento de las luchas de poder locales y generalizada la mitad de oficios, ya en el siglo XVII, los pleitos de hidalguía comenzarán a descender en número. Descenso que se vio favorecido también por el alto costo de los mismos, que llegó a arruinar a personas y familias y a potenciar el allanamiento de muchos. Su regresión iría en aumento en los siglos XVIII y XIX en beneficio de la potenciación de otras prácticas no contenciosas y más económicas, como lo fueron los recibimientos a través de reales provisiones de Estado. Evolución que además estaría auspiciada también por el cambio cultural y de mentalidades propio del ilustrado siglo XVIII y aún más del burgués siglo XIX.

Autor: Luis Díaz de la Guardia y López

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