Los asalariados o trabajadores del campo  -terminología más apropiada que la de jornaleros, ya que en algunas encuestas y censos del periodo analizado el jornalero es el que trabaja a jornal con independencia de que lo haga en la actividad agrícola o en otras- constituyen el grupo socio-económico con mayor número de efectivos en la Andalucía de la Edad Moderna. Pero a pesar de esta significación cuantitativa, presentan un panorama bibliográfico paupérrimo, con muy escasos estudios que tengan como objeto su investigación, conocimiento y, en definitiva, el análisis de su comportamiento, formas y modos de vida. En esta carencia de estudios ha incidido, junto al nulo protagonismo otorgado y/o reconocido al colectivo, la escasez de fuentes documentales generadas o que recojan información sobre los jornaleros. Pero la documentación existe y refleja claramente tanto la denuncia de una situación injusta en lo laboral y lo social como las pretensiones de mejora de estos asalariados, aunque de forma indirecta y, en ocasiones, con una fuerte carga peyorativa por parte de unos autores que conforman la parte contraria.

El número de trabajadores del campo a lo largo de la Edad Moderna, respetando las coyunturas generales de evolución del conjunto de la población y teniendo en cuenta múltiples diferencias territoriales, es palpable un incremento del grupo, algo que se puede relacionar con la desigual distribución de la propiedad, las restricciones al acceso a la explotación de las tierras y la implantación de una vía capitalista de producción que está íntimamente ligada a la necesidad de una abundante mano de obra que constituye la fuerza motriz precisa que impulsa la actividad agrícola. Todo incremento de la producción de los cultivos, ante la falta de una renovación tecnológica, requiere la utilización de un mayor número de asalariados. A lo que hay que añadir la necesidad de realizar las tareas en sus tiempos oportunos y sin demorar su finalización. Como se comentaba por las autoridades, los asalariados del campo eran, sin variar su número, “muy pocos en las faenas y muchos en las paradas”.

Igualmente, es factible constatar las condiciones de penuria y precariedad en las que vive el colectivo de los asalariados del campo. Así los trabajadores agrícolas empiezan a aflorar de forma más habitual en la documentación oficial, pero no por su actividad laboral, sino por su negativa situación socioeconómica derivada de la falta de trabajo y de recursos. El vocablo pobre aparece continuamente calificando al jornalero, que pasa a ser «el pobre jornalero». No suelen tener bienes, cuando mucho alguna habitación donde malvivir y/o una mínima parcela insuficiente para su manutención. Los salarios, en comparación con el sector artesanal, son más bajos, no siendo raro que acudan «a trabajar solamente por la comida». Hay quienes plantean que son salarios escasos pero que suelen complementarse con los que aportan otros miembros de la unidad familiar. No cabe duda que ello ocurre en algunos casos, pero no es el escenario habitual en una Andalucía donde pocas mujeres y niños realizan trabajos agrícolas. Algunas aproximaciones realizadas han permitido comprobar como las familias jornaleras donde entraba un segundo sueldo no superaban de media el 35% de todas las existentes con hijos en edad de trabajar. Por lo tanto, dos tercios de las familias jornaleras percibían un único sueldo, el logrado por el cabeza de familia. Un sueldo que en la vejez, cuando fallan las fuerzas requeridas para un trabajo duro y penoso, puede perderse por falta de contratación.

Esta negativa situación descrita aún podía empeorar. En efecto, cualquier situación de crisis, como las provocadas por las adversas condiciones climatológicas, con pérdida de cosecha o imposibilidad de labrar los campos, o por la incidencia de los procesos epidémicos, podía debilitar este difícil equilibrio económico y quebrar la débil línea que separaba al pobre jornalero de la pura pobreza. Y es que una de las características más destacadas de los trabajadores del campo la constituía la estacionalidad y eventualidad de su actividad laboral. El jornalero agrícola no tenía trabajo asegurado todo el año y esa era la percepción general. Una estacionalidad que se enfatiza cuando por falta o exceso de lluvia se impiden las labores normales del ciclo agrícola. Y ello era más corriente de lo que pudiera pensarse. Cuando estas situaciones se daban, la respuesta institucional, Iglesia y municipios, solía concretarse en el reparto de limosna.

La normativa estatal que regulaba las condiciones laborales de los trabajadores del campo se reducía a cuatro leyes emitidas en el siglo XIV pero que mantienen su vigencia, con alguna puntualización, durante toda la Edad Moderna. Esas leyes recalcan dos cuestiones fundamentales: la duración de la jornada de trabajo, de «sol a sol»; y la capacidad que tienen los concejos municipales para regular los salarios en base al precio de los mantenimientos básicos, algo que se reconvierte en la aplicación de una tasa o salario fijo que está prohibido sobrepasar (hasta la libertad de contratación decretada en 1767). Y esta segunda cuestión nos lleva a un aspecto esencial, la prerrogativa que se arrogaban los gobiernos locales para regular, no ya sólo los salarios, sino todo un conjunto de condiciones laborales: duración de la jornada laboral, cumplimiento de los contratos, calidad o intensidad del trabajo realizado y, en algunos casos, la salvaguardia de los trabajadores locales frente a los foráneos.

Un tópico que debemos desechar es la imagen idílica de paz y concordia que se ha transmitido del mundo rural, con unos asalariados agrícolas que se adaptan y asumen su precariedad y unas condiciones laborales abusivas. Una cuestión es que las reclamaciones y protestas de este colectivo no hayan tenido un eco proporcionado en la documentación oficial, quizás por el propio interés de las autoridades locales en ocultar o suavizar una situación que podía ser fruto de su directa incompetencia, y otra es que no se hayan producido, notándose un fuerte incremento de las mismas en el siglo XVIII, y en especial en el último tercio de dicha centuria.

En cuanto a la tipología de estos conflictos, la principal problemática viene originada por el tema de la fijación de los salarios. El debate se centraba en la obtención de un salario justo, que para los trabajadores del campo es aquel que le permitía su sustento en consonancia con el alza generalizada de los precios de los productos de subsistencia. El segundo elemento de fricción era el originado por el desempleo estacional de los trabajadores del campo. Las desavenencias por la duración de la jornada laboral constituían el tercer factor de conflicto. Por último, los conflictos por el aprovechamiento de las tierras públicas.

Se detecta una amplia gama de manifestaciones a través de las cuales los trabajadores del campo mostraban su descontento y reivindicaciones. La tónica común era hacer uso de prácticas de resistencia pasiva, en el marco de una conflictividad soterrada. Así, ante los estrechos límites de negociación que les deja la reglamentación laboral y el marco sociopolítico, fueron muy escasas las demandas de los trabajadores del campo que se seguían por los cauces legales establecidos, lo normal solía ser el recurso a prácticas no regladas, independientemente de que para el trabajador fuesen vistas como medidas legítimas para alcanzar sus objetivos. Estas manifestaciones presentaban, salvo casos muy concretos, una ínfima o nula organización, lo cual, por un lado, limita el éxito de las mismas pero, por otro, las hacía más inquietantes e imprevisibles, y se dificultaba su posible persecución y represión. Las acciones podían ser amplias cuadrillas que pedían pan o trabajo, pequeños y continuados robos o utilización de los recursos comunales de forma improcedente y furtiva, ralentizar la ejecución de las labores o no acudir a los lugares de contratación o incumplimiento de los contratos con abandono del trabajo. Muy pocas veces se detectan enfrentamientos directos como huelgas o motines.

La presencia de los conflictos y reclamaciones de los trabajadores del campo en la documentación demuestra no tanto el interés como la preocupación, y el temor, de las autoridades ante una situación que puede desbordarles. Por ello, las medidas que se tomaban solían tener un cierto carácter coactivo y represor (multas, penas de cárcel, aplicación de la normativa de vagos), e intentaban llevar el conflicto jornalero a la esfera de la justicia penal, dando una nueva baza a los empleadores. Pero también, para no agravar la situación y para hacer remitir la presión de los trabajadores agrícolas, se otorgaron concesiones limitadas a la duración del conflicto. Así se procedía al reparto de limosnas de pan o se contrataba a los desempleados para realizar obras pública, pero no se planteaban soluciones que atacasen las raíces del problema o que tuviesen un efecto eficaz permanente.

Las manifestaciones de protesta de los asalariados del campo no tuvieron, por lo común, un desenlace exitoso, pero consiguieron algunos logros. El incremento de los salarios, al menos en determinadas zonas, fue un hecho, otra cuestión es que no corriese paralelo a la subida de los productos básicos, de la inflación, por lo que al final los trabajadores del campo solían perder capacidad adquisitiva. También en el lado positivo estuvo el conseguir, en ocasiones, un marco laboral y de concertación más favorable a los intereses de los trabajadores o, al menos, no tan perjudicial para los mismos, y en general el captar la atención y provocar la reacción en las distintas autoridades y grupos de presión, que se hace patente en la puesta en práctica de medidas coercitivas pero también en otras de carácter positivo, favorables a las demandas, aunque en ningún caso contrarias al sistema establecido.

Autor: Jesús Manuel González Beltrán

Bibliografía

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