Para entender la manera en que los andaluces buscaron la manera de encontrar resguardo y abrigo y, en consecuencia, cómo constituyeron los espacios habitacionales que les iban a procurar un reducto donde vivir, debemos tener en cuenta, fundamentalmente, tres tipos de factores que, por sí mismos, son suficientemente explicativos de la enorme variedad con que se iba a desarrollar. En primer lugar, el medio físico y geográfico correspondiente a una extensa superficie de territorio, bañada por el océano Atlántico y el mar Mediterráneo, con un predominio del clima mediterráneo en una gama que incluye desde la intensa pluviosidad de la Sierra gaditana de Grazalema hasta la aridez del desierto almeriense; así mismo la presencia de las cordilleras Béticas que la recorren donde se halla la máxima altitud peninsular junto a una de las mayores depresiones;  sus cursos fluviales, tanto los ríos de la cuenca atlántica, regando terrenos llanos y extensos valles, como los de la mediterránea, menos favorables a la agricultura, todos ellos son elementos cruciales para comprender la diversidad de su hábitat y la tipología de sus viviendas. En segundo lugar, la captación y adquisición de los recursos existentes, tan variados de unos lugares a otros, y que llevó a sus habitantes a realizar unas actividades que produjeron una economía diversificada donde coexistían en un amplio abanico los extremos de los diversos sectores productivos, desde una agricultura rudimentaria y una ganadería de subsistencia a una artesanía competitiva en algunos sectores y a complejos circuitos mercantiles que les conectaban con las áreas económicas más desarrolladas de la época. Por último, su historia y la de los pueblos que la fueron habitando, junto a la culminación de la Reconquista cristiana en tiempos de los Reyes Católicos en la Andalucía oriental, compone el tercer elemento clave a la hora de entender las condiciones materiales y simbólicas que dieron lugar a la gran variedad de espacios habitacionales, como ahora veremos.

Además de su adaptación a las condiciones del terreno, a los materiales constructivos y a la especulación por la escasez o abundancia de suelo, la normativa vigente en materia de construcción procedente de la nueva monarquía introdujo una serie de cambios que se manifestaría en espacios habitacionales muy diferentes según se tratara de zonas rurales y/o urbanas y del grupo social que se dispusiera a habitarla. De esta manera encontraremos desde magníficos palacios y soberbios castillos, ricas viviendas palaciegas, casas de mercaderes, de artesanos y de hombres de negocios, explotaciones agrarias de distintas dimensiones, casas de pisos y viviendas de vecinos hasta chozas, cuevas y otros habitáculos de una ínfima habitabilidad.

Los suntuosos palacios nazaríes diseminados por el vasto territorio de la antigua Al-Ándalus, conforme iban siendo despojados de sus primitivos propietarios y entregados a los castellanos habían ido adaptándose a los hábitos y costumbres de sus nuevos moradores que, muy pronto, aprenderían a gozar de sus comodidades y hacer uso de la suntuosidad que les acompañaba, hasta el punto de convertirlos en su nueva seña de identidad. Aunque este fenómeno se había dado más tempranamente en la zona occidental, en pleno medievo, tras la conquista del Reino de Granada hubo una apropiación similar y aunque se conservaran muchos de ellos manteniendo su singularidad y algunas características de la sociedad musulmana, sus interiores fueron sometidos a un proceso de  transformación acorde a nuevas formas de habitabilidad donde la influencia de los nuevos estilos constructivos y arquitectónicos convivieron con los de tradición musulmana dando paso a estancias donde podemos observar elementos de ambas culturas en una mezcla donde conviven artesonados mudéjares junto a ventanales góticos, o fachadas platerescas junto a patios árabes con decoración renacentista. Es en la primera centuria moderna donde podemos situar la etapa álgida en la construcciones palaciegas, tanto por lo que se refiere a aquellas procedentes de antiguas edificaciones musulmanas de los que son buenos ejemplos el palacio cordobés de los Marqueses del Carpio, el palacio de Mondragón en Ronda o el palacio ducal de Bailén, como los de nueva planta que ordenaron construir determinados individuos al tomar posesión de sus dominios o al ostentar determinados cargos en la administración municipal o real, en la idea de querer dejar patente su elevada posición en la escala social y la impronta de la nueva sociedad cristiana, siendo una destacada muestra el palacio jiennense de Canena, propiedad del Secretario de Carlos V, Francisco de los Cobos. En el siglo XVII esta tipología constructiva no tuvo una actividad relevante, y hubo que esperar al siglo XVIII para encontrar la erección de soberbios palacios en ciudades sevillanas como el de los Condes de Benamejí y el de Peñaflor, ambos en Écija, o el malagueño del Marqués de Villadarias en la ciudad de Antequera.

Los castillos, al igual que en otras zonas peninsulares, tampoco desaparecieron, sino que se transformaron de una manera parecida a la que hemos observado en el caso anterior. La necesidad de mantener la vigilancia sobre una población sometida de la que se sospechaba que podría buscar la ayuda de otros musulmanes residentes en el norte de África no solo mantuvo su presencia en determinadas territorios sino que se fueron adaptando a las necesidades de sus moradores, que tendieron a incorporar nuevos elementos tanto en el plano arquitectónico como en el amoblamiento y decoración de sus estancias, para hacerlos más habitables a pesar de su ubicación en zonas aisladas. El de la Calahorra es quizás el mejor ejemplo al conjugar en su edificación el carácter militar de su aspecto exterior, como una mole inexpugnable,  con sus magníficos y sofisticados interiores de estilo renacentista.

En la época moderna la vivienda andaluza más común y generalizada se ajusta al modelo de la casa unifamiliar heredera de la tradición islámica, que articula sus estancias alrededor de un patio central en el que convergen todas las habitaciones, con pocos huecos al exterior, y volcada hacia el interior gracias a una domesticidad muy evolucionada, pero los cambios y transformaciones operados en la sociedad irán rompiendo esa uniformidad para dar paso a una tipología de vivienda mucho más compleja y variada. Además, la temprana reconquista cristiana de la Andalucía occidental pudo oscurecer dicha influencia mucho más rápidamente que en la oriental, aunque la pervivencia de algunos de sus elementos continuaría durante mucho tiempo.

En la mayoría de las poblaciones rurales, dependientes de las actividades agrícolas y/o ganaderas, el urbanismo de estilo árabe caracterizado por estrechas y tortuosas callejuelas formadas por casas adosadas unas a otras con alzado en una o dos plantas, casi siempre con patio, siguió siendo la vivienda típica que se encuentra a lo largo y ancho del territorio andaluz, con las disparidades típicas de las explotaciones campesinas, desde las míseras chozas de los jornaleros hasta fincas agrícolas de grandes dimensiones pertenecientes a los extensos latifundios de terratenientes y grandes productores. Una variante muy peculiar dentro del conjunto, aunque presente en otros pueblos de ambas orillas mediterráneas, la encontramos en las casas-cueva de Guadix, en el interior granadino,  donde muchos moriscos horadaron las montañas buscando refugio en su interior al haber tenido que huir, primero tras la conquista de Granada y, después, tras la sublevación de las Alpujarras; su óptimo acondicionamiento interior les procuró un asentamiento tan adecuado para la vida que originó un modelo que ha pervivido y se ha conservado hasta la actualidad.

En las ciudades, por el contrario, el crecimiento demográfico, el intermitente éxodo rural y el mayor desarrollo económico fueron determinantes para la aparición de una tipología de viviendas mucho más diversificada donde convivían las casas-taller de los artesanos y las casas-tienda de los mercaderes junto a otros inmuebles de varias plantas destinados únicamente a vivienda. En este sentido son emblemáticas las denominadas casas de los cargadores de Indias, casi todas situadas en Cádiz y su provincia donde estos comerciantes enriquecidos con el comercio americano destinaban la planta baja y a veces los entresuelos a almacenar sus mercancías y a realizar las demás actividades relacionadas con el negocio, mientras que la planta principal constituía su vivienda, ricamente amueblada y ornamentada, distribuida en numerosas estancias destinadas a los diferentes usos requeridos por su elevada posición social, en tanto que la segunda planta servía para acomodar a los sirvientes, hasta culminar en la azotea, en la parte superior del edificio, donde era corriente construir una torre mirador.

Frente al aspecto exterior de las edificaciones, que responde a la necesidad tanto como a la representación de la familia que las habitan, hay que incidir en la propia evolución de los interiores domésticos a tenor de determinados valores que se irán abriendo camino como la  funcionalidad, la confortabilidad y la comodidad que van originando la especialización y singularidad de las habitaciones en función del destino adjudicado a cada una de ellas y que transforma a la vivienda de ser un espacio habitable a operar como un espacio social. Un proceso visible en las residencias de la nobleza y de las elites sociales emergentes, pero apenas perceptible en las casas de la mayoría del estamento llano donde dichos cambios tardarían aún mucho tiempo en ser llevados a efecto.

La re-invención de la domesticidad y la definición del espacio social en dos esferas claramente diferenciadas contribuyó a delimitar y desarrollar el ámbito doméstico haciendo posible la adopción de nuevas pautas de conducta en el interior de las familias que impulsaron una serie de cambios en las relaciones conyugales, paterno-filiales, fraternales y respecto de la servidumbre que abundaron en el proceso de privatización y en la búsqueda de la intimidad. La nueva domesticidad contribuyó a la creación de unos ambientes domésticos favorables al conjunto de sus miembros; gracias a ella nuevos hábitos culturales como la lectura y la escritura se convirtieron en formas cotidianas de entretenimiento y la literatura de la civilidad potenció la difusión de los modales y  buenas maneras en todo momento y lugar, colaborando en la creación de una persona educada, refinada y distinguida dispuesta a desempeñar un papel protagonista en la sociedad; de ahí la atención concedida a la dimensión pública de la vivienda mediante el desarrollo de ciertas prácticas de sociabilidad que hicieron de la visita, de la conversación y otras formas de recepción un verdadero arte. La presencia de un mobiliario cada vez más polivalente capaz de ofrecer satisfacción a sus moradores, la decoración cada vez más sofisticada y la multiplicación de los objetos de uso y de ostentación suponen el equipamiento perfecto para dotar de un carácter específico a las diversas estancias que van tabicando el espacio doméstico en aras de su especialización. La cocina, el comedor, la alcoba, la sala, el patio y las zonas de servicio a los que cabe añadir, en algunos casos los aposentos privados, unos masculinos como el estudio o la biblioteca y otros femeninos como el estrado y el tocador, constituyen el prototipo de vivienda andaluza que se fue fijando durante la modernidad al compás de la moda y de la evolución de la sociedad

Autora: Gloria A. Franco Rubio

Bibliografía

ARIAS DE SAAVEDRA ALÍAS, Inmaculada y LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis (eds.), Vida cotidiana en la Monarquía Hispánica. Tiempos y espacios, Granada, Editorial de la Universidad de Granada, 2015.

BARRIOS AGUILERA, Manuel, ANDÚJAR, Francisco y PEINADO SANTAELLA, Rafael (eds.), Historia del reino de Granada. Granada. Universidad de Granada, 2000.

BIRRIEL SALCEDO, Margarita (ed.), La(s) casa(s) en la Edad Moderna. Zaragoza, Institución Fernando el católico, Excma. Diputación de Zaragoza, 2017.

BLASCO ESQUIVIAS, Beatriz (dir.), La casa. Evolución del espacio doméstico en España. Madrid. El Viso, 2006.

PEÑA, Manuel (ed.), La vida cotidiana en el mundo hispánico (siglos XVI-XVIII), Madrid, Abada, 2012.