No existe constancia del proyecto de establecer un Estudio General en Sevilla antes de 1497, cuando el cabildo municipal pidió a los reyes su respaldo para llevarla a cabo. No obstante, debió de responder a una idea suficientemente madurada porque de inmediato se sumó el cabildo eclesiástico. En 1502 una cédula real facultaba a la ciudad para establecer ese Estudio General con sus cuatro Facultades universitarias. Es en este contexto que Rodrigo Fernández de Santaella (1444-1509), dignidad y prebendado de la Iglesia de Sevilla, pensó en fundar un colegio para clérigos pobres de Andalucía (Regna Baethicae) carentes de medios para desplazarse a las universidades. Santaella dedicó los últimos años de su vida al establecimiento del Colegio de Santa María de Jesús y antes de morir ya disponía del aparato pontificio que le permitía llevarlo a cabo. Al mismo tiempo, la posibilidad de una universidad, erigida por los dos cabildos o por uno de ellos independientemente, permaneció abierto hasta el punto de que en 1513 la Universidad de Salamanca intervino para limitar su alcance. Pero la esperanza de que ésta se creara ya se había perdido cuando el maestro Alonso de Campos († 1529), albacea de Santaella, convocara a los aspirantes a las primeras becas del Colegio en 1517 y proclamara unos primeros estatutos universitarios al año siguiente. Campos, arcediano de Almuñécar entonces, racionero y canónigo de Sevilla después, se limitó a regular cursos y graduaciones y, como ya no se pensaba en una Universidad diferenciada, dio lugar a una típica estructura de Colegio-Universidad, una institución dual en la que los resortes del poder se reservaban a los miembros privilegiados de la comunidad, los colegiales. El papel de las autoridades externas en el sistema quedaba indefinido y al regimiento de la ciudad no le reservó ningún papel. El rector era elegido por los colegiales y le dotaba de un juez conservador y la autonomía interna sólo estaba mediatizada por la función de los visitadores, uno del monasterio de San Jerónimo de Buenavista, y el otro del cabildo catedralicio, cuyas facultades se extendían a tanto al Colegio como a la Universidad. En la práctica, esto significó que algunos canónigos magistrales contaron con la posibilidad decisiva de reordenar y orientar la vida universitaria durante todo el quinientos – Egidio y Pedro Zumel, sobre todo – porque no hubo otra autoridad externa de referencia normativa. Se originó así un sistema en que los estatutos universitarios, que regulaban los cursos y los títulos universitarios que eran reconocidos por otras universidades y por la Monarquía, eran elaborados por los colegiales y los claustrales universitarios y revisados y aprobados por los magistrales sin que la administración real interveniera. Fue posible, no obstante, que desde el propio desarrollo de la vida académica fuesen surgiendo una conciencia institucional y las primeras manifestaciones de un reconocimiento externo. Los tempranos roces con el Colegio de Santo Tomás de los dominicos, fundado por el arzobispo fr. Diego de Deza en 1516 en la misma ciudad, constituye una primera proyección de esta realidad. La necesidad de hallar ese reconocimiento como Universidad de Sevilla por parte el Ayuntamiento en 1551, en un momento, a mediados del XVI, en que se asistía a un fuerte impulso del número de Universidades, señalado por la erección de las de Granada (1531) y Osuna (1548), se entiende asimismo como una consecuencia de este proceso. La elaboración de nuevas reglamentaciones y la participación de una corporación claustral, formada por doctores y maestros, en la tarea de dirección posee el mismo significado. El resultado fue la redacción de los Estatutos de 1565, en los que por primera vez, aunque sin perder su vínculo de dependencia respecto al Colegio, se ordenaba orgánicamente la Universidad como entidad con personalidad propia. Esta fecha señala un indudable periodo de auge y crecimiento que se demuestra en todas las direcciones. Una ingente actividad legisladora, una evidente vitalidad claustral con la participación de numerosos elementos exteros no colegiales, un apreciable número de graduaciones y las mayores cifras de estudiantes matriculados, que se alcanzan entre 1570-1580. La Universidad llegó incluso a desfilar como corporación ante Felipe II cuando visitó Sevilla en 1570.

La participación en el movimiento de expansión de la enseñanza universitaria en Castilla durante la segunda mitad del XVI se reflejaría asimismo en la ampliación de la oferta de la enseñanza. El número de cátedras aumentó hasta once en 1565 y su acceso, a excepción de las dos establecidas en las Constituciones, fue ordenado de acuerdo con el método de sufragio, aunque los colegiales jamás renunciarían al servicio de las lecturas y las escasas asignaciones no contribuían a la competencia por su ocupación. Los claustrales, por su parte, no parece que estuvieran muy interesados por ellas. A excepción de religiosos de distintas órdenes y de universitarios principiantes, los médicos formaron el único grupo profesional que, por motivos de prestigio y para servirse de sus títulos en las disputas corporativas, encontraba en las cátedras un acicate para su ejercicio. No obstante, el número de regencias aumentaría posteriormente, si bien la Universidad no fue capaz de soportar la competencia del Colegio de San Hermenegildo de los jesuitas, que fue absorbiendo la clientela potencial de los estudiantes de artes y teología. Los Estatutos de 1565, que definieron los órganos que constituían las Universidad, no significaron para los colegiales la estabilización normativa porque continuaron haciendo valer su posición predominante. Aunque los exteros normalmente demostraban su anuencia a la situación, la visita que inició el oidor Luis de Paredes en 1605 sobre el Colegio y la Universidad, la primera visita regia desde su inicio, reveló un sentimiento de oposición de los claustrales al dominio de los colegiales. Éstos, por su parte, ofrecieron una resistencia que no consiguió evitar la imposición de los Estatutos de 1621.

En realidad, los nuevos estatutos, que asimilaban la universidad a las universidades reales, fijaba en veintiuna el número de las cátedras y contenía unos programas de estudio, no modificaron sustancialmente la tradición normativa. Las relaciones de poder del Colegio, en cuanto a su grado de autonomía y en su relación con las autoridades externas, no fueron tocadas, pero la Universidad perdió toda posibilidad de exención jurisdiccional y pasó a depender de un juez conservador, que sería un oidor de la Audiencia de Sevilla. La institución recogía de esta manera la doble legitimidad histórica: la que procedía del fundador y la que se originaba en la preterida cédula de 1502 que creaba una Universidad de Sevilla. La estructura jerarquizada de Colegio-Universidad se mantuvo y después de 1621 el grupo colegial no tuvo grandes dificultades para conservar el control de la Universidad. Sus miembros siguieron copando unas cátedras que carecían de atractivo y los claustrales exteros olvidaron pronto cualquier veleidad de discusión del dominio consagrado porque entre ellos y los colegiales se había consolidado la identidad de intereses. Por eso, en 1646, ambos sectores participaron en la concesión de un nuevo patronazgo a D. Luis de Haro. La minoría claustral raramente actuaba como no fuera para defender el prestigio propio y las preeminencias institucionales. La realidad de una enseñanza anquilosada y la progresiva decadencia de los estudios sólo mereció la atención de los claustros de una manera discontinua, así en 1638, en 1670 y en 1677, cuando se abrió la posibilidad de mejorar la dotación de las cátedras, y siempre fueron incapaces de arbitrar medidas efectivas. Esta actitud contrastaba con el ahínco con que continuaron los litigios con el colegio dominico de Santo Tomás. La rebeldía claustral de 1671-1672, suscitada por una cuestión de precedencias, sacó a flote, sin embargo, la existencia de una corriente subterránea de oposición contra los colegiales. Los exteros llegaron a pedir la intervención del Consejo y del Ayuntamiento con el fin de reformar la Universidad y vincularla a éste. Tal tentativa reformista pronto se diluyó quizás también, porque como siempre, la oligarquía municipal no le prestó la menor atención.

No obstante su marginalidad, la Universidad adscrita al Colegio de Santa María de Jesús realizó en gran parte los objetivos para los que se suponía su existencia. Desde sus inicios otorgó grados y acogió alumnos en sus aulas, de modo que en la fase de auge general de las universidades castellanas, en torno a 1575, su matrícula significaba entre el 5 y el 6 % de la matrícula salmantina. Después su curva reprodujo a pequeña escala la tendencia general sin que los factores internos de degradación influyeron en ello de forma decisiva. Las inscripciones todavía se recuperaron en los primeros años del seiscientos para estabilizarse durante el primer tercio y caer posteriormente. En la segunda mitad del XVII sus cifras se habían estancado en unos niveles absolutos muy bajos mientras aumentaba la inasistencia y la duración real de los cursos se acortaba. De hecho, los estudiantes se redujeron desde el último cuarto del XVI a canonistas y médicos porque los artistas y los teólogos fueron retenidos por otros centros de enseñanza, especialmente por los colegios jesuíticos. Como el número de alumnos de medicina nunca fue muy alto y además se mantuvo mucho más estable, la tendencia fue determinada por las oscilaciones de la matrícula de los canonistas. Con todo, la matrícula es insuficiente para medir el peso relativo de la Universidad, tanto en cuanto al tipo de carreras como en cuanto su contribución al mercado, en comparación con otras universidades. Los artistas y teólogos, que habían abandonado las aulas, reaparecían bachillerándose. Los primeros supusieron la mitad de todos los bachillerados en todas las Facultades de 1563 a 1700 y en el primer cuarto del XVII, que concentró la cuarta parte del total, Santa María de Jesús estuvo graduando casi el mismo volumen de artistas que Salamanca. Por su parte, canonistas y estudiantes de medicina seguían conductas diferentes respecto a la continuidad de sus estudios. Los primeros abandonaban en mayor medida sus carreras sin finalizarlas y deambulaban más de unas a otras universidades. El número de bachilleres de los segundos, pese a su pequeño número, soporta la comparación con las cifras de graduados de Alcalá, Salamanca y Valladolid. En los dos casos el descenso de matrícula fue compensado en la primera mitad del XVII porque entonces los que se matricularon estuvieron más decididos a llegar hasta la graduación que sus compañeros de generaciones anteriores. Las variaciones de conductas también se extendieron a las licenciaturas y doctorados. Sevilla, para los bachilleres, disponía de las ventajas y facilidades de las universidades menores: exigencias aminoradas y, después del alza continuada de 1565 a 1584 y el estancamiento de 1621, costos competitivos. Aunque los canonistas demostraron una notable movilidad espacial, que fue disminuyendo desde 1625, no faltan ejemplos de graduados en medicina que realizaban grandes desplazamientos con el fin de adquirir sus títulos.

El área de influencia de la Universidad, que ya estaba delimitada en la segunda mitad del XVI y compartía con el gran centro de atracción salmantino, no se modificó esencialmente. Además, si bien los límites periféricos, donde también jugaba un papel la competencia de otras universidades como Granada, Osuna y Alcalá, no cambiarían gran cosa, no ocurre lo mismo con la distribución de las procedencias dentro del área. Se dieron variaciones en el tiempo y en los tipos de carreras. La magnitud del aporte de Sevilla ciudad, por ejemplo, no era el mismo según se tratase de estudiantes o de bachilleres, de canonistas o de médicos y artistas. Los canarios significaron un porcentaje muy importante de los estudiantes en cánones y todavía más de los bachilleres en esta Facultad y aparecieron poco entre los de medicina. Mientras, los originarios de lugares de la diócesis de Córdoba, sobre todo de las villas que se situaban al sur del Guadalquivir, estuvieron muy representados entre los médicos, fueron muy escasos en el resto de las carreras. El grado de concentración de las procedencias, siempre más entre los canonistas que entre los médicos, aumentó de un siglo a otro, y el peso de las ciudades costeras gaditanas y del interior serrano creció según avanzó el XVII. Estas modificaciones en la distribución estuvieron relacionadas con los cambios demográficos y socioeconómicos, pero no es fácil determinar la evolución de la sociología del estudiantado y estudiar las esperables diferencias entre carreras. Los estudiantes debían de mantenerse y, a la hora de tomar el grado, muy pocos de entre ellos se confesaron “pobres” para beneficiarse de las rebajas estatutarias. Aunque cabe suponer unas características sociales semejantes a las de sus compañeros coetáneos de las grandes universidades, la población estudiantil sevillana se disolvía, más por el tamaño de la ciudad que por su número, si se acumulan los de las tres grandes instituciones educativas de la ciudad, en el anonimato urbano.

La Universidad sobrevivía porque se había convertido en una máquina ritual de otorgación de grados y el monopolio de su concesión justificaba su existencia. A fines del XVII sólo se leían las cátedras de derecho, que los colegiales se traspasaban entre ellos. La cátedra de Prima de Medicina era la única que se servía de esta Facultad y no se hallaban candidatos dispuestos a regentar las lecturas de las restantes. Así, la posición de la Universidad en la polémica finisecular al lado los médicos galenistas frente los modernos, autodidactas que habían entrado en contacto con las corrientes europeas del racionalismo y el empirismo, no debe juzgarse como una reacción particular. Siguió la norma que en todas partes impuso un corporativismo institucional que creía que su supervivencia sólo estaba garantizado por el dogmatismo ideológico y que estaba incapacitado para la aceptación de las corrientes renovadoras. Los rectores del XVIII mantuvieron sus pretensiones acerca de la extensión de su jurisdicción sobre los conventos de regulares, incluidos los jesuitas, que impartían enseñanza y sobre todos los estudiantes de la ciudad y reanudaron los pleitos con el Colegio de Santo Tomás. El panorama que se divisaba de la Universidad a principios de este siglo era el de una institución más preocupada por su preeminencia social relativa que por el cumplimiento de las funciones que le eran inherentes. En 1713, pocos días después de que Melchor de Macanaz, recién estrenado su cargo de Fiscal del Consejo de Castilla, elevara al rey una proposición de reforma de los estudios de Derecho en las Universidades del Reino, se recibía en Sevilla una real orden pidiendo un informe de la situación de las cátedras que no recibió respuesta hasta tres años después. El arzobispo de la ciudad y el Regente coincidieron en la exposición de una visión ciertamente catastrófica, si bien en casi nada diferente a la que se vivía anteriormente y que se puede extender a los decenios siguientes. La Universidad no había logrado recuperar los estudiantes de artes y teología que acudían a ella sólo para graduarse. Las oposiciones a las cátedras se celebraban con normalidad, pero, excepto las de medicina, se las repartían colegiales y frailes y, después de todo, ni los catedráticos cobraban sus menguados salarios, ni los estudiantes, cuya matrícula hasta la séptima década del siglo difícilmente superaba el número de 200, acudía con normalidad a las clases. No obstante, aunque como en el XVII, las reclamaciones de los universitarios contra el dominio colegial, fueron infrecuentes, hubo quienes plantearon la necesidad de una reforma antes de que Pablo de Olavide llegara a Sevilla. En 1760 se reclamó en el claustro “la necesidad de reformar los Estatutos, moderándoles al presente tiempo”, y, cuatro años después, Pedro Rodríguez de Campomanes, como Fiscal del Consejo de Castilla, ordenaba a la Universidad que se atuviese al menos a la vieja normativa estatutaria. Hablaba con conocimiento de causa porque él mismo había sido discípulo de Ortiz de Amaya, un prestigiosos abogado antiguo secretario de la Universidad de Sevilla, y se había graduado en ella en Cánones y Leyes unos veinte años antes.

Como ocurriría con el resto de las universidades, la expulsión de los jesuitas en 1767 pareció abrir la puerta a una reforma. El Plan de Estudios para la Universidad de Sevilla, conocido como el Plan Olavide, la primera plasmación del proyecto ilustrado de reforma universitaria, se fecha a principios de 1768. Obra del mismo Pablo de Olavide y de una serie de colaboradores, entre los que se contaban claustrales de ideología ilustrada, el Plan ambicionaba no sólo reformar la Universidad, sino también el sistema de enseñanza en su totalidad. Concebía la educación por su capacidad renovadora de la sociedad y en función de las necesidades del Estado. La Universidad, en concreto, debía dedicarse a “educar a los hombres que han se servir al Estado” y para cumplir este fin había que destruir los partidos y escuelas tradicionales “creando, por decirlo así, de nuevo las Universidades y Colegios, por principios contrarios a los establecidos”. Desde estos presupuestos y desde su inspiración filosófica se entiende que pretendiera la modificación de los programas de estudio de las cuatro Facultades universitarias mediante la introducción de nuevas asignaturas y de nuevos métodos. Pero es que, además, suponía la separación del Colegio y de la Universidad, con la subordinación del primero a la segunda. Olavide también previó un sistema de financiación. Campomanes y el Consejo aprobaron el proyecto al año siguiente y el 31 de diciembre de 1771 la Universidad, ya con la denominación de Universidad Literaria, se trasladó a la Casa Profesa. A partir de aquí la reforma se vio detenida por la resistencia antirreformista, la escasez de medios, la falta de un profesorado adecuado y la debilidad del apoyo gubernativo. El proceso inquisitorial y la condena de Olavide en 1778 pareció sellar su destino. Cuando en 1786 el gobierno decidió por fin extender el Plan de Estudios de la Universidad de Salamanca de 1771 a todas las universidades del Reino, ya se sabía que tal disposición resultaría ineficaz, si bien la medida supuso la transición definitiva hacia la órbita de la dirección política gubernativa. Tres años después fue nombrado el primer Director de la Universidad. Como ocurrió con el resto de las universidades, el temor a la Revolución francesa frenó el reformismo en la de Sevilla, aunque no impidió que surgieran todavia en su seno proyectos que no tuvieron ninguna repercusión. El Plan general de universidades del ministro Caballero de 1807, un año antes del comienzo de la guerra, evidenciaría que había pasado el tiempo en que las iniciativas reformadoras podían partir desde los mismos claustros universitarios.

Autor: José Antonio Ollero Pina

Bibliografía

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OLLERO PINA, José Antonio, “Clérigos, universitarios y herejes. La Universidad de Sevilla y la formación académica del cabildo eclesiástico”, Universidades Hispánicas. Modelos territoriales en la Edad Moderna (I) Miscelánea Alfonso IX, 2006, 107-195.

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