Hablar de la religiosidad de los judeoconversos, ya sean andaluces o de otros lugares de la Península, nos adentra en un tema complejo, plagado de matices y, precisamente por ello, de un interés indiscutible. Para empezar, pensemos que la religiosidad no es otra cosa que la vivencia de la religión, es decir, el modo en que el individuo la practica y la siente, con lo cual el dogma -que funciona como referente supremo- pasa a materializarse en multiplicidad de manifestaciones religiosas, tan variadas y singulares como creyentes profesen ese credo. En el caso de la minoría judeoconversa tal panorama se encuentra enormemente fragmentado pues, en la peculiar manera de entender el hecho religioso, incide también el mayor o menor peso que la fe primigenia, el judaísmo, continúa ejerciendo sobre el convertido.

A diferencia de lo que la sociedad de la época percibió de ellos, los judeoconversos no mostraron comportamientos religiosos únicos. Se los identificó con la herejía de forma inexorable y sin posibilidad alguna de excepción: antes o después –se consideraba entonces– el cristiano nuevo de origen judío incurría en la disidencia, arrastrado por la fuerza de un código genético infame y poderoso. Sin embargo, las investigaciones acometidas en este campo apuntan a una pluralidad incuestionable. Aunque hubo efectivamente conversos que judaizaron en la clandestinidad, no faltaron otros que, sin oponer excesivos impedimentos para vivir como genuinos católicos, se incardinaron con éxito en la cristiandad. Junto a ellos se puede establecer una tercera categoría para agrupar a vacilantes y escépticos.

Si bien la religiosidad de los conversos que se integraron satisfactoriamente desde un punto de vista religioso-espiritual no distó sustancialmente de la de los veterocristianos, la de quienes prosigueron apegados al mosaísmo sí desarrolló unos rasgos especiales, en buena medida por la ilicitud de sus creencias y el entorno hostil, de marcado signo cristiano. Por tanto, la especificidad de esta religiosidad respondía a la condición de herejes de los que la practicaban -su dogma de referencia era el judaísmo, no el cristianismo-, así como al precario y difícil contexto en que expresaban su sentir religioso. Precisamente este último aspecto singularizó el hebraísmo de los judaizantes frente al canon ortodoxo: abocado como estaba a la ocultación y al aislamiento, su distorsión con respecto a las acendradas usanzas hebraicas aparecía como corolario indefectible. Todo ello explica que, a la hora de designar la fe de los criptojudíos, no se hable de religión judía y que se prefiera emplear un término particular: marranismo. Conviene señalar que este no consistió en un trasunto del hebraísmo más puro y ancestral; nunca fue ese el propósito de sus adeptos, sino el de amoldarse con esmero a él en la medida en que las circunstancias lo hacían factible. Por este motivo la laxitud en la observancia de las reglas mosaicas, condicionada por el exterior, no comportaba ningún castigo, justificándose dicha impunidad con la admisión del posibilismo dentro del aparato doctrinal.

El talante poliédrico que este carácter acomodaticio confirió a la religión marránica una variabilidad acentuada además por la carencia de la fuerza unificadora que brindaban los rabinos y la literatura sagrada. Sin embargo, la percepción de diversos elementos comunes se puede sintetizar en un par de ideas básicas: el rechazo colectivo y subrepticio al catolicismo, calificado de infidelidad idolátrica; y el sentimiento de pertenencia al pueblo elegido, que sería guiado por el Mesías hasta la tierra prometida en el momento de la redención. Ambas formulaciones vislumbran la cara en negativo y en positivo de la confesión de fe judaica que, en un alarde de la extrema simplificación a la que se vio empujada, llegó a pivotar sobre un sencillo principio: la salvación individual se lograría acatando la palabra de Moisés, nunca la de Cristo.

La convicción de su distanciamiento del cristianismo en ocasiones se radicalizó y transformó en sentimientos de rechazo, concretados incluso en agresiones verbales y acciones violentas. Las fuentes detallan en bastantes casos en qué consistían tales ataques de palabra u obra, componiendo un variopinto muestrario de ofensas a los cristianos con relatos curiosos y hasta anecdóticos. Entre las arremetidas más suaves contamos con simples locuciones que niegan o descalifican sutilmente algunos de los dogmas cristiano-católicos más significativos como la idolatría, la virginidad de María o la Santísima Trinidad. Según diferentes declarantes, Antonio Caravallo, un malagueño encausado en 1636, consideraba la hechura de Cristo como un mero “pedaço de palo”; Antonio Rodríguez Pinto, también vecino de Málaga y procesado en 1660, veía como disparate la pureza de la madre de Jesús; mientras que de Amaro Esteban, asimismo malagueño pero enjuiciado en 1648, referían los inquisidores como afirmaba “con repetiçion obstinada y proterba que Nuestra Señora no fue virjen […] negando la Santisima Trinidad y el naçimiento de Nuestro Señor Jesuchristo”. Asiduos resultan igualmente los testimonios de repulsa hacia la hostia consagrada, como el de Clara Rodríguez, quien osó a sacar de su boca el Cristo Sacramentado cuando comulgaba un Jueves Santo, hacia el año 1623.

A juzgar por la documentación, los atentados más enérgicos contra el cristianismo se dirigían a las imágenes sagradas. Abundan relativamente los episodios de tipo iconoclasta en los que los judaizantes desdeñan y maltratan de distinto modo las representaciones de Jesús en la Cruz. Cuatro testigos comunicaron al Santo Oficio granadino que Antonio Fernández, un portugués de Guimaraes establecido en Vélez-Málaga, había introducido un bronce de Jesucristo dentro de un pescado para después freírlo, una tremenda irreverencia a ojos cristianos que el acusado solo reconoció en parte. Con no menos agravio hubieron de recibirse en la sede inquisitorial los hechos atribuidos al matrimonio formado por don Diego de Salazar (alias Diego Correa o Jorge Fernández Correa) y doña Catalina Antonia de la Torre, quienes al parecer habían tenido acceso carnal con la figura del niño Jesús bajo el cuerpo de la mujer.

Por otro lado, dos ejes vertebraban la vida religiosa de los judaizantes: la simulación de cristiandad y el encubrimiento de sus primitivas convicciones judaicas. Su fingida adhesión al cristianismo, para la que buscaron una justificación teológica -no importaba adorar a divinidades extrañas si el corazón propendía hacia Yavéh-, los indujo a aprender los rudimentos de la doctrina católica y, por supuesto, a portarse ante los demás como piadosos y disciplinados devotos. Exteriorizaban por ello una religiosidad impecable: cumplían los sacramentos, acudían regularmente a misa, procesiones y otros eventos religiosos, entregaban limosnas a la Iglesia, se afiliaban a cofradías y hermandades, lucían rosarios, decoraban sus hogares con imágenes pictóricas y escultóricas de Jesucristo en la cruz, de la Virgen o de los Santos, y hasta exhibieron en sus cocinas jamones y embutidos, a fin de demostrar que consumían cerdo como cualquier cristiano viejo. En cuanto al ocultamiento que dominaba la praxis marránica las artimañas y cautelas no fueron menores. El culto debió adaptarse a las contingencias, suprimiendo aquellas ceremonias especialmente peligrosas y reveladoras -como la circuncisión-, reemplazándolas por otras aproximativas y sometiendo las restantes a una observancia anómala, superficial e imprecisa, sujeta a las vicisitudes con las que se encontrara. Se comprende, de este modo, el papel fundamental que el ayuno pasó a desempeñar. La mayor comodidad y seguridad que, frente a otros rituales, implicaba su cumplimiento influyeron en esa dedicida pujanza. De hecho, acabó ensombreciendo a las restantes ceremonias que integraban las principales celebraciones, hasta el punto de que los judaizantes solían referirse a tal o cual ayuno cuando en realidad, hablaban de la fiesta a la que aquel pertenecía (Ayuno de la Reina Esther, Ayuno del Día Grande…). No obstante, los criptojudíos también se abstuvieron de comer y beber al margen de cualquier festividad. Las fuentes reflejan bastantes ejemplos de esto, con menciones genéricas a ayunos de veinticuatro horas de duración -de luna a luna- y entre semana, que se cumplían de forma individual y por voluntad propia. Su asiduidad variaba en función del grado de devoción de la persona, si bien otras veces podían revestir un carácter coyuntural y votivo.

Por lo demás, la habitual cautela criptojudaica se redoblaba con relación a los criados, asiduos delatores -excepto si eran cómplices, que también los hubo-, y los hijos pequeños, a quienes no se iniciaba en el secreto hasta que tuvieran suficiente madurez como para saber guardar esa confidencia, sin temor a que una ingenua imprudencia infantil desencadenara una hilera de detenciones. En ocasiones la caución y el enmascaramiento religioso habían de mantenerse con otros judeoconvertidos y aun con miembros del propio clan familiar pues, contrariamente al perfil monolítico de la minoría que han divulgado los estereotipos, en su seno brotó una variopinta pluralidad de actitudes e itinerarios vitales. Así, no ha de sorprendernos que los judaizantes mostraran reservas antes de declararse –darse recíproco testimonio de su callada fe- con otros conversos.

Por último, no está de más hacer mención a los inevitables fenómenos de eclecticismo y mixtificación que se produjeron. Acaso uno de los ejemplos más representativos sea el registrado en el ámbito dietético, donde emergieron nuevos usos que, al perpetuarse con el tiempo, terminaron por transformarse en reglas definitorias del ritual hebraico, aunque a ojos de los judaizantes y no para el judaísmo oficial y declarado. Así, la creencia en el poder salvífico del pescado que demostraron algunos no era más que el resultado de una confusión forjada a lo largo de los años. Ante la dificultad de disponer de carne kaser -esto es, apta de acuerdo con la Ley de Moisés-, especialmente en días señalados (Sabbat, la Pascua,…), y para no incumplir como judíos, hubo quienes prescindieron en esas fechas de cualquier variedad cárnica, prefiriendo otros alimentos, como huevos, vegetales y, sobre todo, pescado. La progresiva repetición de esta medida hizo que se convirtiera en rutina y, más tarde, en principio obligatorio, una evolución que tal vez se fomentó indirectamente desde el entorno cristiano, donde la abstinencia de carne constituía un elemento penitencial básico.

Autora: Lorena Roldán Paz

Bibliografía

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