Durante el primer cuarto del siglo XVI Europa asistió a una ruptura doctrinal liderada por Martín Lutero, un monje agustino que preocupado por su propia salvación y por la situación en la que estaba la Iglesia Católica, se hizo eco de ciertas corrientes y tendencias que trataban de transformar la cristiandad universal desde dentro. Los anhelos de una reforma religiosa en el Renacimiento contaban con representantes en todos los estratos sociales; esto, unido con los intereses políticos en el seno del Sacro Imperio, hicieron posible que este monje terminara por poner en cuestión uno de los pilares fundamentales de la legitimidad política de todos los estados europeos: la unidad confesional en torno al catolicismo romano y la fidelidad al Papa como representante de la divinidad en la Tierra.

La Sevilla bulliciosa y cosmopolita del siglo XVI, recibía todo tipo de influencias provenientes de todo el mundo conocido, por tanto debemos pensar en la ciudad de principios de siglo como un receptáculo de todo tipo de mercancías, personas e ideas. Siendo así era imposible que Sevilla no participara de ese ambiente de renovación religiosa que existía en muchos territorios de Europa, y que las ideas de Lutero, como la de tantos otros, no hubieran tenido ningún tipo de impacto en la sociedad sevillana del Quinientos.

Los primeros testimonios de estos anhelos de reforma religiosa en la ciudad se enmarcan tradicionalmente entre la presencia de Rodrigo de Valer en Sevilla (1522-1542/49) y los autos de fe que se suceden entre 1559 y 1563, con los que los círculos luteranos quedaron totalmente destruidos. Los distintos grupos se empezaron a descubrir a través de la detención de Julián Hernández en octubre de 1557, cuando estaba transportando un cargamento de libros considerados heréticos por el Tribunal del Santo Oficio a la ciudad de Sevilla. A partir de este momento la máquina inquisitorial se puso en marcha y las pesquisas abrieron nuevos procesos que fueron desvelando la localización y extensión de estos círculos, engarzándose y contribuyendo a reconstruir las relaciones entre acusados y, consecuentemente, ampliando de forma paulatina el número de sospechosos de luteranismo.

Hasta este momento las prácticas de estos círculos se habían mantenido en secreto, auspiciadas por un momento de cierta apertura confesional que permitía pensar en un cambio dentro de la Iglesia Católica. Se habían organizado en pequeños conventículos y grupos de estudio de los Textos Sagrados, que se reunían en torno a algunos de los personajes más relevantes de la vida religiosa de la ciudad como Juan Gil (canónigo magistral de la catedral de Sevilla), Gil de Fuentes (director del Colegio de la Doctrina de los Niños) o Francisco de Vargas (catedrático de Teología en el Colegio de Santa María de Jesús). Al parecer los más importantes estaban situados en los monasterios de San Isidoro del Campo, San Pablo, Santa Paula y Santa Isabel, así como en instituciones directamente relacionadas con el cabildo catedralicio como el Colegio de la Doctrina de los Niños, y en casas privadas de personas como Constantino de la Fuente, Luis Abrego o Isabel Baena. Estas reuniones habían atraído a personajes tan importantes como Juan Ponce de León (sobrino de Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos), María Enríquez (emparentada con los duques de Alcalá), Ana de Deza (sobrina del antiguo e influyente arzobispo Diego de Deza), o Isabel Martínez de Alvo. Estos círculos contaron siempre con la presencia de algunos de los personajes más importantes de la vida religiosa sevillana como fueron Juan Gil, Constantino de la Fuente, Francisco de Vargas, García Arias o Casiodoro de Reina, todos ellos ligados estrechamente con el cabildo catedralicio y los monasterios que hemos mencionado anteriormente.

El florecimiento de estos círculos aconteció con toda seguridad mientras que Alonso Manrique era arzobispo de Sevilla e Inquisidor General (1523-1538). Los representantes más sobresalientes de la Reforma sevillana se habían formado en la Universidad de Alcalá, de corte erasmista, donde coincidieron con el futuro arzobispo de Sevilla. A principios de la década de 1520, ante el triunfo del luteranismo en Europa, la Universidad de Alcalá emprende una reforma en la que la concepción humanista del cristianismo no tenía lugar, hecho que contribuyó a que muchos de estos personajes abandonaran la ciudad paulatinamente. El nombramiento de Manrique como arzobispo de Sevilla fue fundamental para el devenir de estos estudiantes de teología, ya que se les fue requiriendo para desempeñar cargos en el cabildo catedralicio de la misma ciudad. De este modo, el arzobispo fue colocando en puestos relevantes del cabildo a personas teológicamente afines a su propia concepción del cristianismo, muy cercana también a la de Erasmo.

Al parecer estos grupos de estudio fueron desarrollando poco a poco ciertas similitudes dogmáticas con el luteranismo, fomentando el rechazo a la relajación del clero, el culto a la Virgen y los santos como intercesores ante Dios, la negación de la transustanciación en la Eucaristía, el abandono de ciertas prácticas rituales sin base bíblica y practicando una mayor observancia y el estudio de la Biblia como única autoridad religiosa. Sin embargo, no podemos hablar de un credo único con el que todos estos círculos estuvieran de acuerdo, aunque sí de una gran interacción entre ellos. Tampoco podemos tacharlos de luteranos, puesto que sus creencias estaban a caballo entre el humanismo cristiano y el luteranismo, dos tipos de religiosidad que estaban definiéndose, cuyas diferencias no estaban claras en algunos puntos. Asimismo podemos identificar algunas de sus prácticas y creencias en relación a movimientos de renovación religiosa coetáneos y anteriores como valdenses, lolardos, husitas y anabaptistas.

En 1538 el arzobispo e inquisidor Alonso de Manrique muere, sucediéndole García de Loaysa y Mendoza. Este cambio apenas afectó a dichos conventículos que se reunían en la ciudad, durante siete años el único proceso abierto contra un supuesto luterano fue el de Rodrigo de Valer. En 1546 el arzobispado de Sevilla volvió a quedar vacante y el nombramiento recayó en Fernando de Valdés, quien al año siguiente fue nombrado Inquisidor General. A partir de su nombramiento el nuevo arzobispo e inquisidor intentó promocionar a personas de su confianza a cargos dentro del cabildo catedralicio, no dudando en utilizar el Tribunal del Santo Oficio como herramienta política con algunos de los representantes más relevantes del mismo. Entre ellos Juan Gil, acusado de prácticas heréticas en 1548, así como a su posible sucesor como magistral de la catedral, Constantino de la Fuente, también investigado y procesado posteriormente. De este modo los intereses políticos aceleraron las investigaciones y las denuncias a las figuras que pudieran disputar la primacía religiosa al arzobispado y la Inquisición en la ciudad.

Entre los procesos de Juan Gil y Constantino de la Fuente y la detención de Julián Hernández, algunos de los líderes de estos círculos comenzaron a abandonar la ciudad, como también lo hicieron hasta doce monjes del monasterio de San Isidoro del Campo, quienes escaparon a ciudades reformadas como Ginebra o Londres. En cambio, la gran mayoría se quedaron en Sevilla, y tras la captura de Julián Hernández, los procesos y las delaciones se multiplicaron. Entre 1557 y 1563 muchos fueron procesados y condenados a abjurar o, en el peor de los casos, a la muerte en el garrote y en la hoguera. Los autos de fe de 1559, 1560, 1561 y 1562 fueron los más numerosos. Por ellos pasaron figuras muy importantes de la sociedad sevillana, como Juan Ponce de León o García Arias (maestre del monasterio de San Isidoro del Campo), así como Juan Gil y Constantino de la Fuente, ya fallecidos, cuyos restos fueron desenterrados y quemados públicamente, junto con las efigies de los monjes fugados, entre los que destacan Casiodoro de la Reina y Cipriano de Valera. A la muerte de Fernando de Valdés en 1568 los círculos heterodoxos sevillanos habían sido localizados, cercenados y eliminados con contundencia, terminando así con el que fuera, junto al de Valladolid, uno de los principales reductos de la Reforma luterana en la Península Ibérica. A partir de entonces, solo la ortodoxia tridentina tendría cabida en la ciudad.

Autor: Jonatán Orozco Cruz

Bibliografía

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