Es bien conocida la importancia de las Maestranzas de Caballería en el contexto del fenómeno del asociacionismo nobiliario en la Andalucía de la Edad Moderna. Fenómeno exportado, con poca fortuna por cierto, incluso a latitudes americanas ya en el siglo XVIII, quiere la tradición -aunque nada más que la tradición, ya que la carta de naturaleza de estas instituciones no se remonta más allá de la fecha de 1670, año de la fundación de la corporación sevillana- que las Maestranzas recibieran su bautismo de la mano de una Real Cédula signada por Felipe II en 1572, que fue acogida con desigual interés por los cabildos municipales andaluces, en la que se instaba a estos y a la nobleza urbana a erigir hermandades caballerescas con fines militares y defensivos: en Ronda se crearía una hermandad del Espíritu Santo caída posteriormente en desuso; y Sevilla renunciaría a recuperar su antigua hermandad de san Hermenegildo, coetánea a la conquista de la ciudad hispalense y desaparecida ya en los años finales del siglo XV. Una segunda cédula, esta de Felipe III y emitida en 1614 tampoco correría mejor fortuna (aunque hay que decir que son múltiples las evidencias de la realización de juegos ecuestres y caballerescos en la Sevilla de la baja Edad Media y a lo largo del siglo XVI).

Habrá que esperar sin embargo al año de 1670 para asistir a la creación efectiva de la corporación sevillana -que no ostentaba aún el título de Real por entonces- como resultado del interés de una treintena de caballeros vinculados, en general, al oficio de las armas, y a la cercanía de las fiestas (1671) celebradas en la ciudad con motivo de la elevación a los altares del Santo Rey, Fernando III de Castilla. Perteneciendo sus fundadores a la nobleza media sevillana (salvo en el caso de sus dos primeros hermanos mayores, los V y VI marqueses de la Algaba), la Maestranza -que por entonces carecía de sede- participaba corporativamente en fiestas y regocijos ciudadanos en espacios abiertos y amplios como la plaza de San Francisco o el Arenal, a orillas del río, mostrando al público el dominio y el conocimiento que sus primeros caballeros poseían de unas artes militares y ecuestres cuya práctica había caído en desuso entre la nobleza, como bien nos recuerdan sus primeras Reglas de 1683. Esta iniciativa sirvió como ejemplo a otras localidades para crear sus propias corporaciones caballerescas, algunas con éxito (Granada, 1686; Valencia, 1690; o la propia Ronda, ya que lo que hoy es su Maestranza se refundará a todos los efectos en 1706) y otras que no llegaron a cuajar (Carmona o Lora del Río).

Evidentemente puede entenderse con claridad otra intención sin duda deseada por sus creadores: la de generar un efecto llamada que permitiera llevar a cabo la integración efectiva de los miembros del estamento nobiliario sevillano dentro de una institución sólida, cerrada y homogénea, creada con el propósito formal de la práctica habitual de actividades militares, pero que daría comienzo a la intensa actividad de una restringida corporación en la que el plural y diverso estamento nobiliario sevillano se equiparó y unificó de una manera sorprendentemente eficaz, gracias a un prestigio institucional adquirido fundamentalmente tras las concesiones honoríficas, legales y económicas de Felipe V, de las que en breve hablaremos.

La institución subsistiría con ciertos altibajos a lo largo de los últimos años del siglo XVII -con ingresos, desiguales en número, de nuevos caballeros a lo largo de las décadas de 1680 y 1690-, llegando a conocer una virtual refundación en el año de 1725, tras el largo desarrollo de una guerra de Sucesión en la que buena parte de los miembros de la corporación habían participado al lado de Felipe V, sumándose al activo y fundamental apoyo que la ciudad de Sevilla había prestado al primer monarca de la Casa de Borbón. Este paréntesis bélico, que redujo sus actividades hasta una condición que amablemente podríamos describir como vegetativa, detuvo sus tareas de 1704 a 1725, fecha esta última en la que se celebraría un importante cabildo, convocado por el entonces hermano mayor marqués de Paradas, que promovería el ingreso, sin presentación de prueba nobiliaria alguna, de cuarenta y dos nuevos aspirantes a ingresar en la corporación. No debe sorprendernos esta laxitud por parte de los oficiales de 1725, ya que -a diferencia, por ejemplo, de las órdenes militares- las Maestranzas no poseían aún la influencia social que más tarde llegarían a tener como instituciones aristocráticas: esto podemos verlo claramente en las pruebas testificales que por entonces se realizaban para multitud de instancias, oficios y honores, y que fundamentalmente consistían en actos positivos que certificaban la nobleza de los aspirantes. Nadie, ni los solicitantes que eran miembros de la corporación, ni los testigos entrevistados, menciona como un mérito su pertenencia a ella.

Este hecho nos confirma que la corporación era, al menos por entonces, tenida en general por una institución de menor entidad, aunque en 1674 había accedido a la recién creada Maestranza el duque de Medina de las Torres, y en 1681 lo habían hecho el marqués de Malpica, el conde de Benavente y don Juan Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, a quienes seguiría en 1688 el duque de Arcos, don Joaquín Ponce de León. Sin embargo, ya en la década de los 30 del nuevo siglo -tan solo cinco años después de la refundación de 1725- se comenzará, y repetidamente, a recoger como mérito de los aspirantes en dichas testificales nobiliarias el hecho de formar parte de la cofradía caballeresca. Buena muestra de este prestigio será el ingreso en ella de Grandes como el duque de Medina Sidonia en 1740. Otro ingreso de importancia en la nómina de la corporación sería el de Manuel Godoy, príncipe de la Paz, en 1796, con la bendición -cualquiera no se la daba por aquel entonces- de la junta de gobierno y de los caballeros recibidores.

Este aumento exponencial e indudable del prestigio de la Maestranza debemos asociarlo a la presencia del primer monarca Borbón en Sevilla (se trata del periodo conocido como lustro real: 1729-1733), que le concedería privilegios tales como un fuero jurídico propio -nombrando un juez conservador que entendiera específicamente en los pleitos de la corporación o de sus integrantes-, un vistoso uniforme de estética claramente militar, el hecho de que la presidencia de la institución fuera ostentada por un infante de la Real Casa (más adelante el hermano mayor será el propio monarca, desde Fernando VII), y el privilegio para celebrar fiestas de toros con las que financiarse, concedidos el 2 de junio de 1730 y recogidos en unas nuevas Reglas de 1732, reformadas en 1794. En 1748 se concedería a la Maestranza un nuevo fuero, este ya militar, que permitiría al Estado reclutar a los caballeros para tareas castrenses, tales como la persecución y la represión del bandolerismo andaluz en 1772, una tarea en la que los maestrantes no estuvieron muy dispuestos a colaborar, en buena parte por entender que dicha convocatoria encubría, de hecho, un puntilloso conflicto de jurisdicciones entre la propia Maestranza y la Chancillería que había dictado tal orden. Estos conflictos provocaron que en 1786 Carlos III dispusiera la directa dependencia de la Maestranza del Ministerio de Estado (aunque ese mismo año el monarca prohibiría las corridas de toros, lo que supuso un duro golpe económico para la corporación hasta que se retomaron los festejos).

Otro áspero conflicto, este con la propia ciudad de Sevilla, vendría determinado por los privilegios reales concedidos a la celebración, cada vez en mayor número, de fiestas de toros por la institución maestrante, que según el cabildo sevillano contravenía diversos privilegios gozados por la ciudad desde muy antiguo: en 1791 el asistente y la corporación chocaron frontalmente por el uso de los ingresos que generaría la celebración de diversos festejos en los que se lidiaría un abundante número de novillos, que hubo de solventarse con la mediación del conde de Aranda. También hubo problemas, puntillosos como siempre suelen ser éstos, de protocolo: la Universidad pretendió precedencia sobre la Maestranza en 1792, un conflicto que no se cerraría -en favor, por cierto, de la corporación nobiliaria- hasta 1803, por Real Orden: no sería muy ajeno a esta solución sin duda el propio Manuel Godoy, maestrante como sabemos desde 1796 y por entonces aún en pleno furor de su privanza.

Ya tenemos, por tanto, a la Maestranza funcionando con pleno vigor: un vigor asociado tanto a la nobleza de sus integrantes como a su riqueza, recogida como preceptiva en las Reglas de 1794, con el fin de evitar bochornosos espectáculos como los acaecidos entre 1731 y 1734 -siendo teniente el marqués de la Motilla-, al participar en los festejos miembros de la corporación que carecían de caballos y de arreos propios, y que hubieron de pedirlos prestados a otros particulares ante la vista burlona del público asistente: estos embarazosos hechos ocurrirían de nuevo en 1793. Pese a estos accidentes, contar ya a finales del siglo XVIII con un número de miembros que excedía la centena de caballeros, el cada vez mayor prestigio social de la institución (consagrado a lo largo de los siglos XIX y XX, a pesar de los paréntesis republicanos), y su relevancia y seguridad económica, garantizada por la construcción de su plaza de toros (levantada rectangular y de madera en 1733 en el monte del Malbaratillo, y sustituida por la actual entre 1760-1786, retomada posteriormente la obra de la misma en 1881, y concluida en 1915 con posteriores reformas para aumentar el aforo) asegurarán su pervivencia e importancia social y representativa en lustros futuros y su actual prosperidad, vinculada a la celebración anual de prestigiosos festejos taurinos y a una meritoria e incansable labor de mecenazgo, herencia de una época ilustrada en la que la Maestranza sevillana, como hemos visto, se consolidó y definió como lo que hoy continúa siendo: un eje vertebrador de lo que en Sevilla pueda quedar de un pasado en el que la sociedad se organizaba de manera estamental.

Autor: Juan Cartaya Baños

Bibliografía

CARTAYA BAÑOS, Juan, “Para ejercitar la maestría de los caballos”. La nobleza sevillana y la fundación de la Real Maestranza de Caballería en 1670, Sevilla, Publicaciones de la Diputación de Sevilla, 2012.

LEÓN Y MANJÓN, Pedro de, Historial de Fiestas y Donativos de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Sevilla, 1907 (existe reedición: Ediciones Guadalquivir, Sevilla, 1989).

LIEHR, Reinhard: Sozialgeschichte spanischer Adelskorporationen: die Maestranzas de Caballeria (1670-1808), Steiner, Wiesbaden, 1981.

NÚÑEZ ROLDÁN, Francisco: La Real Maestranza de Caballería de Sevilla (1670-1990): de los juegos ecuestres a la fiesta de los toros, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, Sevilla, 2007.

TABLANTES, Marqués de, Anales de la Plaza de Toros de Sevilla (1730-1835), Sevilla, 1917.